Godzilla

El Godzilla de Edwards es fascinante: una suerte de lagartija abotagada, con barriga cervecera, como si Homero Simpson se hubiera transformado en un reptil de cien metros de altura.
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Antes de echarle incienso a Godzilla, segundo largo de Gareth Edwards, permítanme apapachar a sus detractores, irme de su lado y enumerar reparos. (Esta reseña contienetodos los spoilers posibles).

Primero: el guión no descubre el hilo negro. Aaron Taylor-Johnson dice “I don’t want to hear this” cuando una conversación se pone incómoda; Elizabeth Olsen se acerca a abrazarlo usando el trilladísimo “Come here. Everything is going to be ok”; Juliette Binoche exclama “Take care of our son!” antes de morir y tanto Bryan Cranston como Taylor-Johnson (y el espectador) recuerdan la motivación de sus personajes mientras observan, con mirada lánguida, una fotografía de sus respectivas familias (¿todavía hay alguien en el mundo que revele fotos?). Edwards emplea muchísimo tiempo en fincar lazos que jamás pesan como deberían. Casi cuarenta años han pasado desde el estreno de Jaws y el cine comercial sigue sin saber cómo emular la capacidad de Steven Spielberg para enganchar a la audiencia con el destino del protagonista; para trazar un entorno íntimo entrañable y original. ¿Alguna secuencia del cine palomero reciente se le compara al hijo del jefe Brody imitando los gestos de su padre? Piensen en Alan Grant, enseñándole a un pobre niño cómo acabaría desollado si se topara con un velociraptor. En un (entretenido) minuto, Spielberg describe a su protagonista y plantea el reto que deberá sortear a lo largo de Jurassic Park: entablar una relación con los nietos de Hammond. En contraste, Godzilla opta siempre por el punto de partida más obvio: el día en que Binoche muere es el cumpleaños de Cranston; Taylor-Johnson le promete a su hijo que volverá, pero no puede cumplir su promesa.

No comparto ninguna de las otras quejas. ¿La génesis de Godzilla y los otros dos monstruos es ridícula? No menos ridícula que el núcleo de Star Wars, Star Trek, Harry Potter y The Avengers. Pedirle verosimilitud a la premisa de una película sobre una lagartija gigante es tan absurdo como encargarle el remake de Tokyo Story a los hermanos Farrelly. ¿Ofende que Cranston, el mayor nombre del elenco, muera a los treinta minutos? En absoluto: su muerte dinamita el objetivo de su hijo; lo obliga a cumplir para no repetir el destino de su padre. Además, ¿dónde está escrito que una película debe serle fiel y sacarle todo el jugo a su “estrella”? Como si Psycho no existiera, caray.

Decimos que una película es un espectáculo cuando la historia nos pareció irrelevante y solo la pirotecnia visual logró asombrarnos. Bodrios como Iron Man 9 recibirán esa halagadora etiqueta aunque sus recursos sean paupérrimos y su espectáculo esté supeditado a una cacofonía de chispas, explosiones y trancazos. Godzilla se merece el adjetivo: el asombro que suscita es genuino y cuidadosamente confeccionado. Para muestra basta un inmenso botón. La batalla final, una coreografía en tres escenarios: una de las mejores secuencias de destrucción masiva. Aquí hay riqueza visual a manos llenas. Taylor-Johnson desciende en paracaídas sobre San Francisco, en un encuadre apocalíptico que remite al cuadro Fishermen at Sea, de William Turner.

Una y otra vez, Edwards tiene el buen tino de situar la cámara a ras de piso y registrar a Godzilla y sus rivales en contrapicada, desde el punto de vista de sus víctimas humanas, para entender el tamaño de los bichos (y nuestra pequeñez). Desde esta perspectiva, hay al menos tres tomas memorables: Olsen observa la batalla entre los escombros de una estación de tren a punto del colapso; Godzilla abre los ojos, derribado, e intercambia una mirada empática con Taylor-Johnson antes de que el polvo lo oculte. Por encima de todas, tenemos la aparición de la lagartija enmarcada por lámparas chinas: un homenaje a la original.

King Kong es un hito en el cine porque el epónimo gorila es un gran personaje, aunque la plastilina sea evidente. En su perfil en The New Yorker, Guillermo del Toro, que algo sabe del tema, lo explicó mejor: el creador debe imaginar a sus creaturas más allá de la batalla, en reposo. ¿Cómo comen? ¿Cómo duermen? ¿Cómo viven? Bajo esa óptica de “cotidianidad monstruosa”, el Godzilla de Edwards es fascinante: una suerte de lagartija abotagada, con barriga cervecera, como si Homero Simpson (quien interpretó a King Kong, por cierto) se hubiera transformado en un reptil de cien metros de altura. Una creación redonda y simpática: un bicho majestuoso a punto de tramitar la tarjeta del INAPAM. Al final, es él quien se sube al ring. Taylor-Johnson, Olsen y compañía nos importan un cacahuate. Nuestra atención (y cariño) están con Godzilla, en una memorable pelea entre pesos pesados. ¿Vale el boleto? Cada centavo.

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