Solo la casualidad nos habla

A menudo nos sentimos bombardeados por casualidades y coincidencias, a las que les buscamos un significado que no hallamos casi nunca. Quizá su único sentido sea dotar a nuestras vidas de belleza.
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El lunes 27 de agosto de 2007 me fui de la Argentina para vivir en Europa. En estos días se cumplen ocho años de aquel viaje.

Antes de eso, yo trabajaba en la redacción online de un diario de Buenos Aires. Una de los consecuencias de trabajar en una redacción periodística es estar muy al tanto de muchas noticias. A veces, más de las aconsejables. En los días previos a mi partida, uno de los temas de los que se hablaba era de la desaparición de una persona, un abogado. Al parecer se trataba de un secuestro extorsivo, aunque nadie había pedido rescate ni había mayores pistas. Pero el caso incluía un elemento que me hacía prestarle especial atención, el nombre del abogado desaparecido: Cristian Vázquez.

Cuando me fui, me desconecté. De consumir un enorme caudal de noticias pasé, sin transición, a enterarme nada más que de lo esencial. Durante bastante tiempo me olvidé de la desaparición del abogado que se llamaba como yo. Hasta que un día, no sé si porque lo recordé y se me dio por buscarlo o si lo encontré por casualidad, supe qué había pasado. El cuerpo sin vida del abogado Cristian Vázquez había sido encontrado en Ezeiza, el municipio donde se encuentra el aeropuerto internacional de Buenos Aires, desde donde uno se va del país, desde donde yo había partido. ¿Cuándo? El 27 de agosto de 2007.

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Conté muchas veces esta coincidencia. Más de una persona me dijo que tenía que escribir un relato con ella. Es cierto: es una historia muy literaturizable. Pero, pese a pensar mucho en ella, a darle muchas vueltas, nunca se me ocurrió la forma de ese relato. Quizá, pensé, porque es una historia que me toca muy de cerca. O tal vez, supuse, porque aún no había pasado el tiempo suficiente para poder comprender el significado de aquella coincidencia.

¿Tienen un significado las coincidencias? ¿Quieren decirnos algo? “La cuestión es la historia en sí misma —dice Paul Auster en la primera página de Trilogía de Nueva York— y si significa algo o no significa nada no es cosa de la historia decirlo”. Entonces me decía a mí mismo que tenía que escribirla y nada más. Pero ¿cómo?

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Pedí ayuda. Si alguien quería acercarme ideas o sugerencias para escribir ese relato, podía hacerlo. Una amiga recogió el guante. Emigrar es morir y nacer de nuevo, me dijo, y seguro que una parte del Cristian Vázquez que emigró había quedado ahí, en Ezeiza. ¿No podía haber ocurrido algo similar a la inversa, es decir, que al irse se llevara consigo algo del que había muerto?

¿Y si, ya en Europa, al mirarse al espejo, el emigrado descubría que algo había cambiado?, siguió planteando mi amiga. ¿Y si percibía que algo —una sombra, una presencia, alguien— lo seguía? ¿Y si soñaba con juzgados, o con el momento del homicidio, o con escenas de una vida anterior, que venía a ser como eslabones de una cadena que terminaba en una muerte? ¿Y si se proponía hacer justicia, aprovechando la información con la que solo él, y de forma tan oscura, contaba?

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Todas esas sugerencias me parecieron muy buenas, pero seguí sin escribir el relato. Pasó el tiempo y fui pensando cada vez menos en ese asunto. Sólo lo recordaba en las cercanías de esa fecha, cuando, como ahora, se cumplía un nuevo aniversario de aquel viaje, de aquella coincidencia.

En realidad, con mucha frecuencia tengo la sensación de que mi vida está plagada de coincidencias, casualidades, simetrías. Siempre me pregunto si es algo que me pasa solo a mí, o si nos pasa a todos y los demás les prestan menos atención, o si les pasa y, como no les parece tan relevante, no hablan de eso.

Un día llegué a una página de Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser, que asegura que “nuestra vida cotidiana es bombardeada por casualidades, más exactamente por encuentros casuales entre personas y acontecimientos a los que se llama coincidencias […] La gente no se percata de la inmensa mayoría de esas coincidencias”. Por eso, según Kundera, “no es posible echarle en cara a la novela que esté fascinada por los secretos encuentros de las casualidades”, pero sí es posible recriminárselo a las personas, por “estar ciegas en su vida cotidiana con respecto a tales casualidades y dejar así que su vida pierda la dimensión de la belleza”.

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Hace poco, un amigo me contó que había estado escuchando viejos programas de radio argentinos y que dio con uno de la noche del 21 al 22 de junio de 1986. Esto es: horas antes del partido Argentina-Inglaterra por el Mundial de México. Comentaban allí algo que ni él ni yo sabíamos: un grupo de diputados había pedido que Argentina retirara su equipo del torneo, porque les parecía un despropósito jugar al fútbol contra el enemigo (recordémoslo: habían pasado apenas cuatro años de la guerra de Malvinas).

El pedido no prosperó, por supuesto, y el partido se jugó y Maradona metió los dos goles más legendarios de su legendaria carrera y Argentina le ganó a Inglaterra y después a Bélgica y a Alemania y fue campeona del mundo. Pero mi amigo se quedó pensando en qué habría pasado si, en efecto, Argentina se retiraba de ese Mundial. Y por algún motivo relacionó esa posibilidad con la historia del Cristian Vázquez que hallaron muerto en Ezeiza el día en que me fui del país. Y me propuso que escribiera un relato en donde un álter ego mío vive en una Argentina paralela (un mundo paralelo) donde ese partido no se jugó. “¿Podés imaginar lo que habría sido Argentina sin ese partido? Para empezar, Maradona no sería Maradona”.

Es muy difícil imaginarse lo que habría sido Argentina sin ese partido. O muy fácil: podemos imaginar cualquier cosa. ¿Cuán distinto sería el mundo si este o aquel detalle hubiesen sido apenas diferentes? ¿Y si el cuerpo del abogado que se llamaba como yo hubiese sido hallado un día antes o un día después? Quién sabe. Quién escribirá la historia de lo que pudo haber sido, se pregunta Andrés Calamaro en una canción. Creo que mi amigo sumó un ítem más al listado de historias que tengo que escribir y seguramente nunca escribiré.

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En La insoportable levedad del ser, Kundera también dice que

“solo la casualidad puede aparecer ante nosotros como un mensaje. Lo que ocurre necesariamente, lo esperado, lo que se repite todos los días, es mudo. Solo la casualidad nos habla. Tratamos de leer en ella como leen las gitanas las figuras formadas por el poso del café en el fondo de la taza”.

Supongo que, de alguna manera, estoy condenado a seguir dándole vueltas a la historia de Cristian Vázquez y Ezeiza y el 27 de agosto de 2007. Algún día, quizá, sabré por fin cómo escribirla. Y entonces, en ese momento, podré dejar de pensar en ella, en si significa algo o no significa nada. Como anotó Paul Auster, ya no será cosa de la historia —ni mucho menos mía— decirlo.

Mientras tanto, si alguien quiere hacerme llegar nuevas ideas o sugerencias, serán más que bienvenidas.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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