Ilustración: Raúl Arias

¿Qué era la democracia?

La democracia debiera ser el gobierno del pueblo, pero es absurdo creer que en la actualidad nuestros gobiernos se deban al pueblo. Este lúcido análisis aborda las contradicciones de un régimen al que poco a poco hemos vaciado de contenido.
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Si resulta que la tecnología de la información tiene relevancia histórica a nivel mundial, no es por su promesa económica, menos aún porque puede facilitar la caída de los dictadores, sino porque la tecnología de la información hace evidente que la historia que las democracias han contado sobre sí mismas por más de dos siglos ha sido un engaño.

La democracia, tal y como la conocemos en el mundo moderno, está basada en un acuerdo peculiar. La palabra a la que le rendimos semejante homenaje significa “el gobierno del pueblo”, pero si acaso podemos asegurar que nos gobernamos a nosotros mismos, lo hacemos de una manera bastante indirecta. Cada pocos años, los ciudadanos de las democracias modernas se abren paso hasta las urnas para emitir su voto frente a un restringido número de candidatos. Una vez que se han eximido de este deber, sus representantes elegidos toman las riendas. En el funcionamiento diario de la democracia, el público queda marginado.

Este no es el aspecto que alguna vez tuvo la democracia. En la antigua Atenas, los ciudadanos constituían, a lo mucho, la quinta parte de la población, el resto eran mujeres, niños, residentes extranjeros y esclavos. Sin embargo, aquellos atenienses que sí contaban como ciudadanos tenían voz directa en cuestiones de justicia y guerra. La idea de que un pueblo debe reunirse en público para discutir cómo actuar no era exclusiva de los griegos (varias sociedades indígenas de Asia y América deliberaban de manera similar), pero en el mundo moderno no se ha intentando a escala masiva algo que se aproxime a la democracia directa.

Los fundadores de Estados Unidos fueron muy firmes al decir que no podía ser de otro modo. “El cuerpo entero del pueblo no puede actuar, hacer consultas o razonar reunido, porque no puede andar quinientas millas ni perder el tiempo ni hallar un espacio lo bastante grande para reunirse. Por tanto, la propuesta de que son ellos los mejores guardianes de su libertad es falsa, son los peores que se pueda imaginar, no son guardianes en absoluto”, declaró John Adams. Por más de doscientos años, casi todo pensador político ha concedido que las limitantes de espacio y tiempo hacen impracticable la democracia directa. Incluso aquellos que no compartían la aversión de los fundadores de Estados Unidos hacia el gobierno popular (Robespierre, Bolívar o Lenin) han reconocido que las instituciones representativas son inevitables.

En tanto la democracia directa era impracticable dentro de los confines del Estado territorial moderno, la aseveración de que las instituciones representativas constituían la forma más verdadera del autogobierno era casi plausible. Pero ahora, a principios del siglo XXI, la afirmación de que la democracia directa es imposible a nivel nacional, y más allá, ya no es creíble. Como las limitantes de espacio y tiempo se han debilitado, la suposición ubicua de que vivimos en una democracia parece encontrarse muy lejos de la realidad. Quizás el pueblo de México no quepa en el Estadio Azteca, pero puede reunirse en plataformas virtuales y legislar a distancia, si eso es lo que quiere. Pero casi nadie desea ser tan activo en política o reemplazar la representación con una responsabilidad política más directa. Cuando se les pide que se informen más sobre los temas políticos importantes del día, la mayoría de los ciudadanos rehúsan con amabilidad. Forzados a tener una opinión informada sobre cada ley y reglamento, habría muchos que con gusto montarían barricadas para defender su derecho a no regirse a sí mismos de una manera tan farragosa.

El reto que implica la tecnología de la información no recae en la posibilidad de adoptar formas de democracia directa sino en el inquietante reconocimiento de que ya no soñamos con gobernarnos a nosotros mismos. La sola palabra “democracia” critica la realidad de muchos Estados modernos. Se necesita un grado considerable de fantasía para creer que cualquiera de los gobiernos modernos “se debe” al pueblo, si no es, acaso, de la manera más incidental. En la era digital, afirmar que la participación política de la gente en la toma de decisiones hace de la democracia una forma de gobierno legítima no es sino otra vacuidad. Y la única aseveración de legitimidad que le resta (que da oportunidad frecuente para que el pueblo se deshaga de los líderes que le desagradan) es claramente menos inspiradora. La democracia fue en algún tiempo una ficción reconfortante, ¿se ha convertido en una ficción inhabitable?

Que si las llamadas “democracias” modernas están hechas “para” el pueblo es otra pregunta apenas más abierta que la anterior. Por un lado vivimos en Estados altamente burocráticos que requieren grados de competencia técnica en constante aumento. Esperamos que nuestros gobiernos hagan siempre más y que lo hagan mejor. Entre más se cumpla con nuestras expectativas, el gobierno se vuelve menos aprehensible en términos cognitivos y el control democrático es menos posible. Por el otro, en muchos países partidos populistas impacientes han llegado al poder prometiendo remediar la injusticia política y económica de maneras más rápidas que las permitidas por los principios y procedimientos liberales. Colocada entre estos dos polos de la tecnocracia burocrática y el populismo mayoritario, la ideología democrática en su variedad estadounidense del medio siglo, que se hace llamar “democracia liberal” –armada con su profesado compromiso con la libertad de expresión, su sistema de equilibrio de poderes y sus múltiples partidos–, es cada vez menos capaz de satisfacer a sus poblaciones y de atraer a nuevos adeptos. No es difícil detectar los signos del desafecto: en todo el mundo, los ciudadanos comunes están comenzando a comprender que la confiada suposición de que la democracia liberal traería consigo prosperidad, seguridad y cierta tranquilidad existencial sea quizás un espejismo.

Hay tres razones principales para esta aguda crisis de legitimidad de la democracia. La primera está enraizada en los nuevos bocetos que los diseñadores del capitalismo global han introducido en los planos de los gobiernos nacionales durante las pasadas cuatro décadas. En los años setenta, un movimiento reformista que albergaba un profundo escepticismo hacia los méritos de la gobernabilidad democrática de la economía recorrió Bonn, Washington, Londres y, al fin, París. En el despertar de las crisis del petróleo y la fuerte inflación de esa década, el movimiento, una coalición de liberales y libertarios, creyó que había identificado debilidades significativas en los gobiernos democráticos, cuyos ciclos de elecciones animaban políticas inestables y miopes que, al parecer, solo beneficiaban a los lobbies poderosos, a ciertos grupos de votantes, a intereses especiales y a la burocracia misma. Aún más preocupante era el hecho de que los bancos nacionales centrales estaban dirigidos por miembros de los gobiernos elegidos por votación popular, quienes incrementaban la inflación para impulsar el empleo y jugaban con las políticas monetarias para estimular booms económicos de corto plazo. Para remediar esos “malos hábitos”, estos autoproclamados emancipadores del mercado lanzaron con bombo y platillo su convocatoria para que los Estados rindieran mejores cuentas y fueran eficientes. Esto significaba, sobre todo, aislar las políticas monetarias de la política electoral, abriendo ciertos sectores del mercado doméstico a una mayor competencia internacional, eliminando los controles sobre el capital y demonizando la inflación que por décadas había sido el medio principal de las democracias capitalistas para redistribuir la riqueza.

Lo que comenzó como un proyecto ideológico, como una opción entre otras que los encargados de formular las políticas podrían haber elegido, ha asumido desde entonces su propia lógica persuasiva. Las decisiones económicas de los años setenta han contribuido a moldear la forma que cobró la globalización. Ahora, con el comercio mundial más dominante que nunca y las economías domésticas, incluso de las naciones más opulentas, en profunda dependencia de las inversiones extranjeras, las predilecciones ideológicas de unos cuantos gobiernos se han convertido en la preocupación de todos. Hay una buena razón para que ahora los políticos de las corrientes mayoritarias tomen decisiones basándose más en variables como el riesgo de la fuga de capitales y las reacciones de las agencias de calificación que en cálculos tradicionales como la voluntad de sus electores. Este cambio en el cálculo político ocurrió porque el electorado más significativo de las democracias ya no son los votantes sino los acreedores de la deuda pública. No cabe duda que algunos políticos están muy agradecidos de poder vestir sus preferencias con el lenguaje de la necesidad perteneciente al capital global. Pero muchos otros se someten a la lógica de la economía globalizada con genuino pesar, y para todos aquellos que sientan la tentación de desviarse del programa hay varios países (desde Grecia, en Europa, hasta Argentina, en Latinoamérica, o Zimbabue, en África) que muestran panoramas de la severidad que puede alcanzar el castigo.

La segunda, y más palpable, razón para que se agudice el tono del fatalismo democrático radica en el fracaso de este libre mercado. El aumento generacional de la prosperidad, que a menudo se consideraba el resultado, o el prerrequisito, tanto de la democracia liberal como de la social, ha disminuido dramáticamente. Las economías pobres del sur, a lo ancho de todo el mundo, y las economías ricas de Occidente, han entrado en fechas recientes en posiciones de desequilibrio político-económico similares, pero desde sentidos opuestos.

Por ejemplo, en el mundo árabe, las autocracias se mantuvieron estables en tanto los bajos niveles de oportunidad se vieran igualados por bajas expectativas en los prospectos de empleo futuro. Al subir las expectativas, durante las décadas pasadas, se socavaron las bases económicas para la estabilidad del régimen. En contraste, la brecha de expectativas en Occidente se ha producido no al elevarse las expectativas sino al disminuir las oportunidades. El punto de inicio fue la víspera de la Primera Guerra Mundial, cuando Occidente presumía de una población cada vez más educada que disfrutaba de oportunidades económicas en apariencia ilimitadas. En la actualidad, una generación con mejor educación compite por un menor número de empleos satisfactorios. Si bien puede ser cierto que Egipto y Estados Unidos se encuentran en diferentes etapas de su desarrollo económico y político, la brecha de expectativas en que radican las protestas contra el statu quo en ambos países guarda similitudes impactantes.

El problema de la brecha de expectativas indica un punto vulnerable en la política democrática liberal. Mientras que los líderes y ciudadanos de las democracias liberales han llegado a creer que su sistema produce, de manera natural, mejores resultados que otras formas de organización, sus teóricos más honestos mantienen desde hace tiempo que el logro central de la democracia liberal es mucho más modesto: garantiza un proceso político que permite a las personas tomar malas decisiones sin poner en riesgo el orden político entero. Pero no garantiza buenos resultados políticos o económicos.

Si el centro de la democracia liberal capitalista puede dividirse con una brecha de expectativas, tenemos razón para preguntarnos si, después de todo, lo que llamamos “democracia” será en realidad tan distinto de otros sistemas políticos: quizá solo nuestra arrogancia nos ha impedido verla como un tipo de gobierno entre muchos otros, uno más que lucha por satisfacer las altas expectativas de sus pueblos en tiempos de una economía anquilosada y estratificada. Al igual que las monarquías, las oligarquías y las autocracias, las democracias son también mortales. Este sentido solo puede agravarlo la tercera razón para el debilitamiento de la ideología de la democracia liberal: la fe no se extendió profusamente desde el principio mismo. La palabra “democracia” se adaptó a las realidades locales de maneras mucho más variadas que las que admitirían los estadounidenses. Fuera de algunos casos atípicos como la India y Estados Unidos, en cuyas profundidades provinciales aún es posible encontrarse con una especie de celo religioso por algo llamado democracia, muchas personas de las democracias nominales alrededor del mundo no se consideran herederas de una dispensa sagrada, y tampoco tendrían por qué.

Países tan diversos como Turquía y Tailandia –para hablar de dos que en la actualidad están atravesando severas crisis democráticas– vieron en principio algunos ejemplos de Occidente cuando quisieron elegir un modelo político para sus Estados. Sin embargo, al momento de su nacimiento, solo fueron capaces de plantar un semillero de democracia burguesa, sancionada por Occidente, en un sector relativamente pequeño de sus poblaciones urbanas. Para el campesino de las regiones rurales de Capadocia y Patani, la “llegada de la democracia” no se diferenció mucho de las formas de clientelismo y patrimonio que la precedieron y que siguieron coexistiendo con ella: una década uno le daba su operador político ciertos bienes; a la siguiente, votaba por él. Pero, claro, conforme estas masas antes rurales tienen nuevas exigencias para sus Estados, ganan elecciones y utilizan recursos, no es de sorprender que los habitantes de Estambul y Bangkok se hayan enfrentado a ellos en una batalla antipopulista, al mismo tiempo que desarrollaban una preferencia por los derechos humanos y los valores liberales.

No se trata de perdonar las tácticas violentas y populistas de Recep Tayyip Erdoğan en Turquía y de Yingluck Shinawatra en Tailandia, sino solo de subrayar un hecho bien conocido sobre el delgado velo de la “democracia” en el siglo XX: a menudo prosperaba al excluir a un vasto número de ciudadanos rurales de su participación en la vida política y económica de la nación. Siempre ha sido más fácil alcanzar la “democracia” cuando los ciudadanos comparten el mismo universo moral y mental. En los lugares donde no lo hacen, es apenas escandaloso que la ampliación del derecho al voto incluya estallidos de violencia. A la inversa, es revelador que el uso más frecuente de los procedimientos de democracia directa en el mundo (los engañosos referéndums de California, Suiza y Crimea) se dé para proteger los privilegios económicos y las falaces solidaridades étnicas que se consideran amenazadas por quienes no se benefician de ellos.

Si quienes están fuera continúan congregándose alrededor de la palabra, es porque durante gran parte del siglo XX “democracia” fue sinónimo de modernización, crecimiento económico y realización individual. Por esta razón, todos los países se anuncian hoy como democracias, pero el adjetivo general obscurece una serie de realidades políticas que exigen una evaluación más honesta. No hay, en el mundo actual, un convoy constante de naciones que converjan en la democracia liberal, sino monarquías que intentan mantener a raya la democracia (Marruecos, Jordania y Arabia Saudita); oligarquías que presumen de ser democracias sociales (Indonesia); repúblicas teocráticas (Irán) y patriarcados totalitarios (Corea del Norte); gobiernos democráticos populistas que enfrentan levantamientos elitistas (Tailandia, Turquía y Venezuela); oligarquías socialistas gerontocráticas (Argelia); oligarquías pretorianas (Burma); gobiernos democráticos populistas que enfrentan levantamientos de su propio electorado (Brasil y Argentina); autocracias antiliberales (la Federación de Rusia); democracias antiliberales (Hungría) y repúblicas plutocráticas constitucionales (Estados Unidos). Incluso esta tipología tosca pide que nos hagamos la sencilla pregunta: ¿no estaría mejor el mundo, y sufriría menos violencia y malentendidos, si comenzáramos a hablar de estos países como lo que son y no como lo que nosotros o ellos desearíamos que fueran?

Alguna vez Bertrand Russell habló de un pollo que el granjero alimenta todos los días. Otros animales de la granja murmuran noticias sobre la muerte inminente del pollo, pero este apenas presta atención, toda la evidencia le dice que el granjero quiere mantenerlo vivo. Aún así, dice Russell, “el hombre que ha alimentado cada día al pollo, durante toda su vida, al fin le tuerce el pescuezo, demostrando que una visión más refinada sobre la uniformidad de la naturaleza le habría sido más útil al pollo”.

La fábula pretende advertirnos contra la formulación de predicciones complacientes. Pero también puede ayudarnos a refinar nuestros supuestos del futuro. Lo que el pollo no era capaz de ver era que había ciertas condiciones que guiaban el proceder del granjero: solo estaría interesado en alimentar al pollo mientras este fuera demasiado enjuto para el mercado. Si queremos aventurar una suposición sobre el futuro de la democracia, debemos preguntarnos: ¿En qué medida las pasadas estabilidad y sostenibilidad del proyecto democrático han dependido de factores que ya no se mantienen?

Hay una serie de notables constantes del mito liberal democrático que han mantenido su validez desde la fundación de la república americana, en 1776, hasta hoy. A lo largo de todo ese tiempo, excepto, quizá, por una corta desviación en 1941, la nación más poderosa del mundo encarnó siempre alguna de las formas de la democracia liberal. Y durante todo ese tiempo, con excepción de un muy breve periodo en los años treinta, el ciudadano promedio de una democracia podía presumir de un nivel de vida bastante superior al de sus padres.

Ninguno de estos dos hechos sigue siendo el caso. Consideremos en primer lugar el curso del poder mundial, comenzando con la implosión napoleónica. Cuando el Imperio británico comenzó a tambalearse y Estados Unidos heredó su lugar, la supremacía de la democracia liberal parecía aún más segura. Como resultado, hemos vivido, por más de doscientos años y con muy pocas interrupciones, en un mundo donde una u otra democracia burguesa ha sido la principal potencia. Con excepción de breves momentos de peligro, las democracias del mundo no han tenido que considerar a menudo que la confianza depositada por sus ciudadanos en su forma de gobierno pudiera depender del mero poder de esos Estados. Sin embargo, es bastante fácil entender que el poder da prestigio al tiempo que garantiza la ausencia de humillaciones desestabilizadoras. La derrota militar no solo ha llevado a incontables dictaduras sino a numerosas democracias a un fin prematuro: la República española es el ejemplo más dramático.

Es indicativo de la importancia y la naturaleza estabilizadora del poder que Estados Unidos experimentara agudas desilusiones democráticas justo en los momentos en que su poder militar fue cuestionado. La instancia más drástica sería la Guerra de Secesión, la cual, según predijeron varios observadores de la época, habría de significar el fin del experimento democrático. Un segundo momento histórico, más cercano, vino cuando Estados Unidos trató de imponer un simulacro de su sistema político en un país del Tercer Mundo treinta veces más pequeño. A pesar de toda la vergüenza que la guerra de Vietnam le trajo a Washington, no fue una humillación tan severa como las que ha debido sobrellevar la mayoría de los Estados-nación en los puntos más bajos de sus historias: no se perdió territorio estadounidense, no se tuvo que pagar reparación alguna y el liderazgo mundial de Estados Unidos permaneció intacto. En retrospectiva, la guerra de Vietnam parece menos un castigo a la democracia que una extravagancia imprudente. Si acaso el futuro alberga más embrollos aleccionadores para Estados Unidos, que peligrosamente continúa planteando su superioridad como la posible transferencia de su sistema político a otras naciones, quizá también augure problemas más serios para la aún robusta ideología democrática de ese país. Estados Unidos puede congratularse ahora, aunque no por siempre, de producir elecciones en otros países sin producir la seguridad o la prosperidad o las opciones políticas genuinas que, en principio, dotan de significado a las elecciones.

La economía es otro factor del que siempre ha dependido la estabilidad de la democracia liberal. Durante los últimos doscientos cincuenta años, el periodo mismo en que surgieron las naciones que, alrededor del mundo, se precian de ser democracias, el crecimiento económico ha sido maravilloso y maravillosamente continuo. A los repuntes les siguieron las caídas, pero estas duraban tan solo unos años, sin importar su gravedad. Desde la fundación de Estados Unidos, la mayoría de las generaciones ha experimentado una vida más cómoda que la de sus padres. Pero eso ya no es así. Mientras que la economía en general sigue creciendo, la parte de esta que puede disfrutar el ciudadano promedio ha disminuido con rapidez. Como resultado, el ingreso promedio de los estadounidenses está por debajo de lo que era hace veinticinco años. El país ya no puede presumir de tener la “clase media” más numerosa del mundo. Y difícilmente se trata tan solo de una cuestión de ingresos. Junto con las caídas en los niveles absolutos de remuneración, los trabajadores estadounidenses han tenido que vivir con una mayor inseguridad económica, desde el acelerado crecimiento de los niveles de deuda personal hasta el costo letal de los servicios de salud.

Es muy raro que las predicciones económicas sean más dignas de confianza que las lecturas frenológicas, pero hay buenas razones para creer que el estancamiento de los niveles promedio de vida llegó para quedarse por un buen tiempo. La oposición a los mecanismos de redistribución, como los impuestos altos, y a las garantías salariales, como los contratos sindicales, se ha agudizado a lo largo de la crisis. Mientras tanto, la competencia entre trabajadores no calificados y semicalificados se ha intensificado conforme la economía mundial se integra como nunca antes y los niveles de entrenamiento y productividad de los trabajadores, desde China hasta Azerbaiyán, siguen mejorando. No hay manera de saber si un nuevo cúmulo de tecnologías o, quizás, un inesperado renacimiento global de la izquierda política, pueda rescatarnos de más décadas de salarios estancados, pero contar con ello no es más que una ilusión optimista. Por ahora, todos los signos apuntan al hecho de que quizá, y por primera vez en la historia moderna de la fabricación de mitos democráticos, nuestro sistema político tenga que sobrevivir en una era de prolongado estancamiento económico.

Para empeorar las cosas, la caída del poder político estadounidense en el mundo y la caída de su nivel de vida no solo están ocurriendo al mismo tiempo sino que se alimentan mutuamente. Los internacionalistas liberales están siendo muy optimistas cuando sugieren que la arquitectura de gobernabilidad diseñada por Estados Unidos al final de la Segunda Guerra Mundial seguirá siendo la misma por mucho tiempo, en un mundo no dominado por las democracias liberales. Por el momento, las reglas del libre mercado están confeccionadas a la medida de los intereses estadounidenses. Las industrias en las que Estados Unidos es fuerte, o para las cuales el consumidor estadounidense tiene una demanda en particular urgente, logran conectarse con el libre mercado. Otras, como la agricultura, continúan beneficiándose de un proteccionismo sustancial. Si los líderes de los “mercados emergentes” logran en algún punto consolidar sus intereses e imponer un régimen de comercio mundial que esté a su favor, y no a favor de Estados Unidos, la caída generacional en el nivel de vida estadounidense habrá de acelerarse. Pero la reescritura de las reglas del libre mercado está lejos de ser el más catastrófico de los escenarios que se puedan imaginar. ¿Qué pasaría si Estados Unidos se viera superado en gasto militar y la proyección de su poder quedara limitada a una porción del hemisferio occidental? ¿O qué pasaría si una gran disputa comercial entre China y Estados Unidos nos condujera al desmantelamiento efectivo de la Organización Mundial del Comercio, provocando que las barreras comerciales se dispararan en todo el mundo y que el comercio global cayera en una abrupta lentitud?

Una lectura de la historia no puede decirnos lo que sucederá o lo que se debería hacer, pero puede proveernos de un entendimiento de lo que de verdad es nuevo en nuestra situación. Así, lo mejor que podemos hacer es desarrollar un ejercicio de imaginación con bases históricas sobre las crisis sin precedentes que la democracia podría enfrentar, sobre el efecto que podrían tener y sobre cómo nuestras democracias pueden hacerles frente.

En alguna parte Tocqueville comenta que la democracia es un régimen basado en la fe y que mantiene la compostura mientras la gente cree en él. Olvidó decir qué pasa cuando la gente deja de creer. Durante la mayor parte del siglo XX, la gente mantuvo la fe. Quizá la política democrática haya sido inepta y frenética, pero en general se pensaba que iba por el camino correcto. Hacia el final del siglo pasado, los académicos parecían competir por desempolvar viejos tributos a la democracia y componer nuevos: las democracias jamás se enfrentarán en una guerra; las democracias jamás pasarán hambrunas; las democracias jamás se conducirán de manera caótica. Después de todo, la lista de lo que ya habían superado era considerable. En el siglo XIX, las democracias lograron convencer a casi todas las clases sociales de Europa para que renunciaran a su obediencia al antiguo régimen en favor de un experimento que algunos consideraron quijotesco. En el siglo XX, una forma liberal de la democracia derrotó a uno de los mayores rivales que reclamaban el término “democracia”: el fascismo. Y libró una exitosa guerra de desgaste contra otro, el comunismo. En las décadas de la posguerra, la India comprobó que su forma de democracia podía sobrevivir, si no prosperar, en medio de la pobreza extrema, mientras que Estados Unidos demostró que al menos podía emancipar políticamente, si no económicamente, a una clase marginal que había estado excluida durante mucho tiempo de la participación en el sistema de gobierno.

Este tipo de victorias no estaban predeterminadas, muchas están incompletas y exigen más acción. Pero la crisis actual de la democracia es de otro signo: ya no es cuestión de que las autoproclamadas “democracias” cumplan con sus promesas, derrotando a los competidores externos o mezclándose con nuevas culturas, sino de ver si pueden mantener el mito intacto y sobrevivir a la creciente indiferencia, desconfianza y virulencia de sus propios pueblos. Nuestro mundo globalizado de Estados-nación, agrupados por el capital, quizá ya no sea hospitalario a los flujos democráticos que le permitieron erigirse.

Una de las razones por las que la ideología democrática fue tan atractiva en medio de la rápida decadencia de las instituciones religiosas europeas fue que permitía a la gente transferir su fe en Dios o en un monarca a la fe en el pueblo mismo. “Gente que puede trasladar sus creencias generalizadas a prácticas generalizadas: eso es lo que yo llamo una iglesia”, dijo Durkheim. En Estados Unidos, los vínculos entre religión y nacionalismo son muy fuertes. Desde los nueve abogados no elegidos que interpretan las Sagradas Escrituras de la Constitución hasta la generalizada e implacable creencia en el excepcionalismo estadounidense, el verdadero lema religioso del país ha sido: “En el pueblo confiamos.” Sin embargo, esta fe casi pura en la democracia providencial, aunque potente, es también la más difícil de recuperar una vez que los creyentes empiezan a tener sus dudas. Tocqueville y Whitman describieron el alba de la ideología democrática y encontraron sus indicios en todo aquello que era cotidiano, como los modales, los gestos, la conversación y los más profundos sentimientos de la gente. Pero si la cultura de la democracia se erosiona aún más, todo un clima de sentimiento, experiencia y pensamiento se encuentra en peligro de extinción. La “democracia”, tal y como la conocemos, se convertirá en un ancien régime. Quizá, como los dioses romanos, pueda despertar un respeto residual, pero no quedará mucho más que el nombre.

Una de la ironías de la historia de la democracia es que su etiqueta se ha extendido aun cuando su significado se ha vuelto más incierto. Todavía en el siglo XIX, países que hoy llamamos democracias burguesas (Estados Unidos y el Reino Unido) tenían serios debates sobre si la democracia era deseable o factible. En la actualidad, una encuesta Gallup arrojó que para el 97 por ciento de los estadounidenses el mejor tipo de gobierno es “la democracia”. Pero lo mismo dirían los líderes de la República Popular Democrática de Corea. Todos cargan ahora una antorcha a favor del mito democrático. Desde el Partido Unionista Democrático de Omar al-Bashir hasta el Movimiento Demócrata Cristiano Ugandés de Joseph Kony, se puede contar con que todos incluirán “democrático” en sus propias descripciones políticas. En ningún otro punto de la historia humana ha habido tanta gente que venere una misma palabra y que, al mismo tiempo, comparta tan pocas visiones políticas. Una cosa es casi segura: en veinte, cincuenta o cien años la mayoría de los países seguirán llamándose “democracias”. Sin embargo, el aspecto de esos sistemas de gobierno, y si tendrán algún parecido con la forma de no democracia que vemos con mayor frecuencia en la actualidad, no podemos intuirlo. ¿Cuánto tiempo más podremos insistir en que un régimen idealizado al que llamamos “democracia” es el mejor sistema político de todos, y que nuestra nociva realidad política se amolda a ese ideal, cuando ambas aseveraciones son claramente espurias?

Al comienzo de la era moderna se selló con sangre un compromiso entre la Cámara de los Comunes británica y un monarca importado, compromiso al que en retrospectiva le hemos colgado la lisonjera palabra “democracia”. Más de tres siglos después, apenas somos capaces de dar contenido a la palabra. Nuestras instituciones actuales podrían reemplazarse con una forma política más adecuada para las dificultades planetarias y más en línea con los resultados que deseamos, lo cual podría incluir un compromiso más genuino con la igualdad política y económica. Sin embargo, es más probable que estén siendo reemplazadas poco a poco por algo mucho peor. Si llega el fin, o si ya ha llegado, la muerte de la “democracia” no será anunciada. Para justificar una política irracional y disfuncional, las futuras generaciones de gobernantes, al igual que la actual, invocarán el aura de la democracia mucho después de que haya desaparecido la sustancia que alguna vez contenía, fuera la que fuera. ~

 

 

 

Traducción del inglés de Roberto Frías.
Una versión extendida de este artículo apareció en

The Nation el 2 de junio de 2014.

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Es historiador y colaborador asiduo de The Nation. Sus artículos han aparecido en The New York Review ok Books, The London Review of Books y The Times Literary Supplement.


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