Ilustración: Tamara Villoslada

El vestido más hermoso

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Cuando vi a Felix por primera vez, llevaba meses trabajando para él y había oído toda suerte de historias sobre su persona. Era el George Clooney de la dendrocronología, dijo Nicole, nuestra jefa, cuando acabó la primera reunión. El proyecto era asesorado por Daniela, y también ella contaba las cosas más increíbles sobre el arqueólogo en jefe. En las pausas para el café, las dos mujeres buscaban lucirse con sus historias. Felix era increíblemente atractivo, atlético, muy culto e inteligente y un perfecto caballero.

–A mediodía va siempre a nadar al lago –dijo Daniela.

Había quedado con él y llevaba un traje de baño bajo su ligero vestido veraniego.

–¿Vas a nadar con él? –preguntó Nicole, incrédula–. Entonces yo también voy.

Cuando las dos regresaron a la oficina por la tarde se supo que solo habían almorzado con Felix. Estaban muy nerviosas.

–Quisiera conocerlo también en algún momento –dije.

Nicole respondió que no creía que eso fuese necesario.

No obstante, dos semanas más tarde me encontré a Felix. Yo había acabado los bocetos para los paneles informativos que debían colocarse alrededor de la excavación y, ya que no estaban allí ni Daniela ni Nicole, el jefe dijo que yo misma debía llevarlos y discutirlos con el arqueólogo en jefe. Él podría decirme inmediatamente qué le parecían. Entonces le llamé y quedamos a las once.

 

• • •

 

–Soy Felix –me dijo, extendiéndome la mano. Estaba bronceado y llevaba un casco de color blanco. He de admitir que era atractivo.

–Brigitte –dije–, soy la diseñadora.

Si por él fuera, dijo Felix, no sería necesaria toda esa comunicación a pie de obra.

–Aquí se está excavando. Y si a la gente no le conviene, nosotros no podemos hacer nada.

Entonces me condujo a su despacho, instalado en un contenedor, y yo desplegué la carpeta ante él, sobre el escritorio. La hojeó sin mostrar demasiado interés por los bocetos.

–¿Acaso trabajan solo mujeres en esa agencia ? –preguntó como de pasada.

–No –respondí–, pero todas quieren trabajar en este proyecto.

Alzó la vista brevemente y preguntó si a todas nos interesaba la arqueología.

–Los arqueólogos –respondí, sonriéndole.

No pareció comprender la indirecta y cerró la carpeta con los bocetos.

–Decida usted, usted es el experto.

–La experta –dije–, aunque lleve el pelo corto.

Me miró y sonrió, atormentado.

–Entonces, ¿a usted también le interesa la arqueología?

–Las demás no tenían tiempo –respondí con brusquedad, y tuve ganas de abofetearme por ello.

El teléfono de Felix sonó y aceptó la llamada sin decir nada. Su cara empezó a ensombrecerse mientras escuchaba.

–El jefe de la excavación –dijo y guardó otra vez el teléfono–. Debo bajar.

En realidad, en esos terrenos iban a construir un estacionamiento subterráneo, pero cuando descubrieron los restosde unos palafitos durante las perforaciones de prueba, las labores se interrumpieron por espacio de un año. Sobre la excavación había una losa de hormigón que más tarde formaría el techo del estacionamiento; tenía una abertura cuadrada en la cual había una escalerilla que conducía hasta abajo. Felix bajó corriendo por las escaleras y yo lo seguí con la carpeta bajo el brazo. Era un día cálido y yo llevaba sandalias, así que debía prestar atención para no resbalarme en aquella escalera metálica. Felix se puso a discutir con un hombre bajito y rechoncho que llevaba una coleta y tenía un tatuaje en el antebrazo. Un mecánico estaba de rodillas delante de ellos, atornillando algo en una enorme bomba, al tiempo que rezongaba. Yo me había quedado de pie, justo detrás de Felix. El otro hombre me observaba de un modo desagradable, y preguntó qué buscaba yo allí.

–Necesito que tome una decisión –dije.

Felix se dio la vuelta y me miró con ojos exasperados.

–Así no puede andar por aquí abajo –me dijo quitándose el casco y colocándomelo en la cabeza como si fuese una niña.

Entonces me presentó al jefe de la excavación y dijo que tenían un problema con la bomba.

–Si no bombeamos el agua constantemente, pronto podremos empezar a practicar la arqueología submarina.

Habló algo más con el jefe de la excavación, luego me hizo señas y yo lo seguí a través de una enorme fosa hasta un grupo de gente joven acuclillada, nivelando con unas pequeñas paletas una capa de tierra color marrón oscuro y de unos treinta centímetros de grosor. Arrojaban la mayor parte del material a un montón situado a sus espaldas, y depositaban, con cuidado, unos pocos objetos en unas cajitas de cartón. Dije otra vez que necesitaba que tomara una decisión.

–Esa capa tiene aproximadamente cinco mil años –dijo Felix–. Es del Neolítico.

Contó acerca de unos fragmentos de tela que habían hallado, de cerámica, de huesos y restos de comida. El ruido delas máquinas de la obra era ensordecedor, y olía a gases de escape y a tierra húmeda. Recogí del suelo un pedazo de madera negra y le pregunté si podía quedármelo.

–Por mí, sí –dijo Felix–. ¿Qué piensa hacer con él?

Me aconsejó que pusiera el trozo de madera en agua cuando llegara a casa, de lo contrario se desintegraría en muy poco tiempo. Continuó andando y de repente me tomó por el brazo y me atrajo hacia él con un brusco movimiento.

–Cuidado –dijo.

Un buldózer me pasó muy cerca.

–Aquí fue donde encontramos el esqueleto –dijo–. Bajo la capa de ocupación. Era de una mujer joven. Debió de morir hace más de cinco mil años. Tal vez cayó al lago y se ahogó.

Era fascinante escucharlo, y poco a poco fui comprendiendo lo que Daniela y Nicole veían en él.

Al cabo de una hora más o menos subimos otra vez. Mis sandalias se habían endurecido por el barro y tenía las piernas salpicadas de lodo.

–¿Y bien? –le pregunté–. ¿Ya se ha decidido por alguno de los bocetos?

–Vaya, usted sí que puede ser insistente –dijo Felix y me quitó el casco de la cabeza.

 

• • •

 

–Me hizo un cumplido sobre mi vestido –dijo Nicole un par de días después, durante la pausa para el café.

–Las únicas mujeres que le interesan son sus esqueletos –dijo Daniela, irritada.

–En ese caso tendrías alguna oportunidad con él –dijo el polígrafo, sonriendo con sorna.

Pregunté si Felix había dicho algo sobre mis diseños. Nicole hizo un gesto desdeñoso.

–¿Qué les parece esto: “A ellos les interesa la Historia. Nosotros excavamos en busca de ella”?

Daniela hizo una mueca y se marchó de la cocina.

–¿Y a esta qué le pasa? –pregunté.

Nicole dijo que le sabía mal que ella hubiera asumido la dirección del proyecto.

Un par de semanas más tarde, el jefe dijo que Felix había preguntado por mí.

–Preguntó dónde se había metido la pequeña diseñadora –dijo, y me guiñó un ojo–. Creo que Nicole, con toda intención, está concertando las reuniones con él los días en que tú no trabajas.

A principios de junio, Felix envió un correo electrónico a todos los implicados en el proyecto: habían excavado ya veinte mil muestras de madera y habían procesado diez mil objetos hallados, por lo que querían celebrarlo mañana por la noche con un brindis. Al día siguiente, cuando fui al baño de mujeres justo antes de acabar la jornada laboral, Nicole y Daniela estaban allí maquillándose. Nicole se había recogido el pelo. Llevaba un vestido verde claro de tafetán de seda y zapatos de tacón. También Daniela estaba acicalada como una princesa. Me miró de arriba abajo, con desprecio, y me preguntó si pensaba asistir a la recepción. Yo solo traía un sencillo vestido cruzado y zapatos bajos, y al lado de ellas dos parecía un patito feo.

Poco antes de salir, el jefe me llamó a su despacho y me dio un encargo que debía hacer forzosamente antes de acabar la jornada. Cuando por fin pude salir de la agencia ya eran las nueve. Tomé el tranvía hasta la Ópera. El paseo del lago estaba repleto de gente elegante que se pavoneaba de un lado a otro y se presentaba mutuamente. Aparentemente yo era la única que no iba acompañada. Me sentí excluida, y sentí las miradas lascivas de los hombres y las despectivas de las mujeres.

El balneario donde se celebraba el brindis era una antigua construcción de madera, con pilotes que se adentraban en el lago. Solo cuando lo vi ante mí cobré conciencia de lo poco que me apetecía acudir a esa fiesta. Me senté en el muro del muelle. A la luz del atardecer, la orilla opuesta era tan solo una silueta negra, y en el brillo plateado del agua se movían las cabezas de algunos bañistas rezagados. De repente me pareció que perfectamente podría estar en la Edad de Piedra. Habría pasado el día en las laderas boscosas de la montaña de Zúrich, recolectando setas y bayas, quizá habría hilado alguna tela o molido algún grano. Estaría sudada, me dolería la espalda, tendría las manos callosas. Después del duro trabajo habría bajado hasta el lago para bañarme en la luz del atardecer. Me quité los zapatos y me desnudé. Un par de transeúntes se detuvieron y miraron asombrados cómo entraba desnuda al lago, pero no me importó.

La frialdad del agua me rodeó y, mientras nadaba hacia afuera, sentí de repente el tamaño de ese cuerpo poderoso que ocultaba en sus profundidades la historia de tantos miles de años. Pensé en la mujer cuyo esqueleto había sido hallado en las excavaciones, que tal vez, como yo, había nadado en el lago una cálida noche de verano y jamás había regresado. El sol poniente me cegó. Cuando me di la vuelta, vi el palafito del balneario delante de mí. En una de las terrazas de madera estaban los invitados a la fiesta. Los oía hablar y reír, oía la música y el ruido de la calle cercana, pero aquellos ruidos parecían llegar desde muy lejos. Me acerqué nadando, y vi a Felix de pie, entre Nicole y Daniela junto a la barandilla de madera, mirando hacia el lago. Nicole le había puesto una mano a Felix en el hombro y parecía charlar animadamente con él. Se veía muy guapa, y experimenté un violento ataque de celos que casi me provocó dolores físicos. No sé qué me impulsó a nadar las pocas brazadas que me separaban de la escalera y a brincar fuera del agua. Pasó un momento antes de que los invitados de la fiesta advirtieran mi presencia y se volvieran hacia mí. Las conversaciones se acallaron; aún pudo escucharse la risa estridente de una mujer, pero luego se hizo un silencio absoluto. Todos me miraron y se apartaron de mí cuando avancé hasta la mesa de las bebidas. Tomé una copa de vino tinto y brindé por Felix, que estaría a unos cinco metros de mí. Él se apartó un paso de las otras dos mujeres y dio un paso hacia mí. Por un momento tuve la sensación de que iba a decir algo, pero alzó su copa en silencio. Aunque percibía mi desnudez como pocas veces la había vivido antes, no sentí vergüenza. Tenía una extraña sensación de orgullo y de entrega a la vez. Los únicos que importaban allí éramos Felix y yo; los demás invitados, con su ropa elegante, no eran más que extras, visitantes llegados de otro tiempo. Dejé la copa sin haber bebido, fui hasta el agua y me lancé de cabeza.

 

• • •

 

Al día siguiente, cuando llegué a la pausa para el café, Nicole y Daniela estaban juntas, cuchicheando, e hicieron como si no me hubieran visto.

–A mí me llevó a casa en el coche –oí susurrar a Nicole.

–¿Y? ¿Cómo estaba él? –preguntó Daniela.

Nicole torció los ojos. Yo tan solo saqué con prisas un café de la máquina y volví al trabajo. Habría podido echarme a llorar.

Poco antes del mediodía llegó un correo electrónico de Felix. Escribía que qué pena que mi paso por la fiesta de anoche hubiera sido tan breve. Que si tenía ganas de salir a comer con él. Y añadía: “Usted llevaba el vestido más hermoso.” Furiosa, le escribí que él, por lo visto, se había divertido bastante sin mí, que tenía mucho que hacer y que no tenía tiempo para juegos. Después no volví a oír de él.

Nicole y Daniela no mencionaron mi presencia en aquella fiesta, pero a partir de aquel día empezaron a tratarme de un modo distanciado y a la vez con más respeto. Nicole parecía cambiada desde aquella noche. Estaba de buen humor y menos impaciente. Y, si bien antes casi siempre estaba en la oficina cuando yo me marchaba, ahora se despedía a menudo a eso de las cinco y decía que aún tenía algo que hacer.

Ese verano me fui un mes a Australia y asistí a una escuela de idiomas. Al volver habían concluido ya las excavaciones junto a la Ópera y estábamos ocupados con nuevos proyectos.

Una tarde de septiembre estaba yo en la recepción cuando entró el jefe de la excavación. De nuevo me llamó la atención su mirada desagradable. Me pregunté qué vendría a buscar allí. Mientras yo discutía con la secretaria, apareció Nicole y lo abrazó y lo besó como si fuese una muchachita.

–Me gustaría saber cuánto más va funcionar –dijo la secretaria cuando la pareja se alejó–. Vaya manera que
tiene ese tipo de mirar a las mujeres.

Al día siguiente le pregunté a Nicole por su nuevo novio.

–Pensé que salías con Felix –le dije.

Ella negó con la cabeza.

–Después de que aparecieras aquel día en la fiesta se acabó. Para mi gusto ibas un poco underdressed.

Pensé en llamar a Felix, pero, ¿qué habría podido decirle? Entre nosotros no había pasado nada, y me avergonzaban aquellos celos míos. Además, dudaba que estuviera interesado seriamente en mí. Si hubiera querido algo, no habría desistido tan rápidamente y me habría escrito otra vez. Al menos empecé a ir al balneario al mediodía, con la esperanza de encontrármelo allí. Había dos terrazas rodeadas de vestidores, una para mujeres y otra para hombres, y en medio, junto a la entrada, había una terraza mixta. Me pasaba la mayor parte del tiempo sentada allí, en el café, para no perderme la llegada de Felix. Pero nunca vino.

Iba a la alberca hiciera el tiempo que hiciera. Cuando llovía y todo estaba gris, allí no había casi nadie aparte de mí, pero yo me cambiaba de ropa y caminaba hasta la zona de los hombres, donde había sido aquella fiesta. Me sentaba sobre los tablones de madera, dejaba las piernas colgando y me ponía a contemplar el lago gris.

Fue uno de los últimos días, antes de que el balneario cerrara durante la temporada de invierno. El tiempo había estado gris toda la semana. Caía una llovizna ligera, y la toalla en la que me había envuelto ya estaba empapada. De nuevo pensaba en los hombres que habían clavado aquellos pilotes, que hacía cinco mil años habían estado acurrucados en sus chozas, temblando de frío. Seguro estarían preocupados por si habían guardado suficientes provisiones para el invierno, o por si la nieve llegaría con antelación, dificultando la recolección de leña. Habrían tenido miedo a enfermarse, a los accidentes, a las fieras salvajes. Y de pronto me invadió una enorme sensación de libertad y me pareció absurdo estar allí, esperando a un hombre al que apenas conocía, con el que había hablado una sola vez y que me había tratado como a una niña.

Desde la orilla oí los relojes de las iglesias marcando la hora. Estaba a punto de levantarme cuando alguien me puso una mano sobre el hombro. Asustada, me di la vuelta y vi a Felix de pie detrás de mí. Llevaba puesto un traje de baño y una toalla sobre los hombros. Me sonrió.

–Lo he estado esperando –dije.

–Yo a usted también –dijo él; me extendió la mano y me ayudó a incorporarme.

Y entonces, sin que ninguno de los dos dijera una palabra, nos abrazamos y besamos como si lleváramos cinco mil años esperando este momento. ~

 

© Peter Stamm

© De la traducción: José Aníbal Campos

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(Münsterlingen, Suiza, 1963) es escritor.


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