El automóvil en el que viajo con Jesús Olarte, el camarógrafo, avanza sin obstáculos por una avenida que en un par de horas será un caos. Jesús ha seguido con su cámara la contienda electoral en Venezuela desde hace varios meses. Conoce los secretos detrás de las tarimas, los hilos invisibles que mueven a los personajes que aparecen en su lente. “Capriles es como un tipo que está tratando de gritar dentro de una discoteca”, dice. Me sorprende la analogía con que describe la situación del candidato de la oposición venezolana.
“Capriles está tratando de dar un discurso en una discoteca y Chávez es como el disc-jockey. Le sube el volumen de la música para que nadie lo escuche. Entonces no le queda otra que ir susurrando al oído de cada persona”, me explica Jesús.
Ahí queda la imagen que se hará evidente en nuestro recorrido con Capriles: Chávez es el dueño del volumen. Su gobierno controla cientos de emisoras comunitarias de radio, cuando quiere hablar se apodera de la televisión y maneja una millonaria chequera electoral. Está a la cabeza de la mayoría de las encuestas. Es el disc-jockey supremo.
Después de un corto vuelo llegamos a Barinas, tierra natal del presidente Chávez. Los funcionarios y militares que controlan el aeropuerto se tragan en silencio las consignas de los opositores que esperan a Capriles. Como en el resto del país, aquí la polarización no se agazapa. Se muestra abierta y deliberada.
Un hombre vestido de verde militar me ofrece una visión más matizada de lo que ocurre entre los chavistas de esas tierras: “Aquí la mayoría somos seguidores del presidente”, me dice en voz baja. “Pero no queremos a su familia.” El hermano de Chávez es gobernador del estado.
Y con voz aún más susurrante, suelta otro chisme: “La mamá de Chávez sale todas las mañanas a secarse el pelo a Caracas. Y vuelve en la tarde.” La anécdota me deja pensando: ¿por qué Elena de Chávez no termina mudando a la peluquera a Barinas? Resultaría bastante menos costoso. Creo yo.
Caminando junto al hombre que camina
En el calor barinés es difícil seguirle el paso a Capriles. La campaña que ha elegido, “casa por casa” por todos los estados de Venezuela, requiere que así sea. Es una campaña intensa, en contacto con la gente, que marca un claro contraste con las evidentes limitaciones físicas de Chávez a causa de su enfermedad. Capriles ha optado por alejarse de las estáticas ruedas de prensa y de los mensajes televisivos. Ni él ni su “autobús del progreso” se detienen. Su frase “Hay un camino” debe abrirse paso en la tupida jungla del escenario electoral. “Esto es como una misión, las personas nacen con un misión”, me dice Capriles. “Uno es como un misionero; por lo menos, así lo llevo yo.”
Una cascada de sudor le cae por el rostro constantemente mientras platica. No consigue esconder los profundos, oscuros surcos bajo los pómulos. Su contextura ha disminuido sustancialmente desde que lo vi la última vez en agosto de 2011. A este hombre saludable de cuarenta años, la campaña presidencial le ha cobrado peaje en kilos, le ha consumido desde el grosor de la nuca hasta el contorno de los brazos. Pero su ánimo está intacto. Se lo comento y responde que más bien está más gordo porque ya no puede hacer tanto deporte como le gustaría. “Juego básquet y beisbol. Lo único que no me gusta es nadar: no vaya a ser que uno se ahogue.” Hurga así en la policromía del humor venezolano, caracterizado por el doble sentido y la autoburla.
Quizá sin quererlo, cada vez que Capriles salta un charco se desempolva en el Betamax de la memoria colectiva de los venezolanos la imagen del expresidente Carlos Andrés Pérez, que ganó su primera campaña a la presidencia en 1973 al son del jingle promocional “Este hombre sí camina”.
Pero a diferencia de Pérez y de Chávez, esos dos hombres que en la historia política venezolana se destacan por su capacidad de encantar a las masas, Capriles no es particularmente carismático. Todo lo contrario. De lejos, Capriles parece un hombre atractivo que tiene toda la madera para ser un Enrique Peña Nieto, una estrella mediática. De cerca, la impresión es otra: no se le ve cómodo hablando ante las cámaras. No sabe posar.
Su entusiasmo, su retórica por salir del laberinto en el que está el país y su preocupación por el dolor ajeno muchas veces se pierden en el desafecto de sus palabras, ya sea en una tribuna o frente a las cámaras. Es su debilidad más grande, al menos la más inocultable, sobre todo cuando se le compara con Chávez, un mago de las emociones.
Algunos dicen que ese defecto de Capriles puede ser a la vez una de sus mayores fortalezas. Lo dice la gente que hace mucho se hastió de la celebración del carisma por el carisma mismo. Los que creen que las acciones, las obras concretas, no necesitan tanta gracia. Pero en un mundo mediático, cuesta trabajo entender que la falta de una personalidad magnética sea una virtud.
Cerveza, mosquitos y guerrilla
Se nos hace de noche. El autobús de Capriles hace su próxima parada: una asamblea de ganaderos en el municipio La Pedraza. La cerveza y la carne en vara se ofrecen por doquier. Cientos de dueños de pequeños y grandes haciendas toman asiento alrededor de la tarima. Un grupo de niños baila joropo en medio de los mosquitos atraídos por las luces del espectáculo.
A Capriles lo acompaña la parlamentaria María Corina Machado, antigua antagonista, hoy aliada. “Aquí vemos dos campañas distintas”, me dice Machado emocionada comparando a Chávez con Henrique Capriles. “Una campaña de desesperanza, de estancamiento, de retraso, y un candidato joven que representa el futuro de este país.”
Si en los pueblos la gente más pobre no tenía miedo de vociferar su disgusto ante el gobierno, aquí mucho menos. “Chávez cree que es dueño de Venezuela, que esta es su finca y nosotros somos sus esclavos”, dice un ganadero rechoncho con voz aguda. Pedraza es el municipio más productivo de Venezuela en lo que a ganadería se refiere. Los oradores, terratenientes, dicen que fueron expropiados y ya no tienen la misma capacidad productiva de antes. Algunos lamentan que ya no puedan contratar empleados. “Ahora Chávez ya no siembra maíz, sino petróleo para otros países”, dice otro ante los aplausos del público.
Los ganaderos piden a Capriles protección contra la guerrilla y la titularidad de sus tierras. Dos temas en los que, alegan, incumplió Chávez. Como estado fronterizo con Colombia, el problema de la guerrilla es una herida que sangra en Barinas. En esta asamblea, todos alegan que los guerrilleros “les pasan raqueta”, que son extorsionados. Para poder vivir en un mínimo de paz tienen que pagar.
Más tarde le pregunto a Capriles sobre los comentarios de los ganaderos. Me dice que en la zona operan grupos guerrilleros de venezolanos organizados y formados por la guerrilla colombiana. “Yo no voy a ser cómplice de la guerrilla colombiana; me refiero a las FARC, el ELN, los grupos paramilitares…” Por primera vez veo aflorar al Capriles estadista. “En eso sí tenemos que ser firmes. No puede haber mano floja en una situación que no solo afecta a Colombia, sino también a los venezolanos.”
Ante las demandas de la multitud, Capriles se encarama en la tarima y toma apuntes con lápiz y papel, cual estudiante de primaria. Quienes lo conocen aseguran que Capriles es ese tipo de político: premia la eficiencia, aunque a veces le haga parecer desconectado de la gente. “Yo asumo seguridad personal y seguridad jurídica”, dice cuando toma el micrófono, “pero ustedes tienen que asumir con nosotros un compromiso de dar empleos”. No promete como un populista. El progreso es tarea de todos.
Capriles casi nunca pronuncia el nombre de Chávez en público, como para no cederle más espacio del que ya tiene, en exceso, en la vida de los venezolanos. (Por ejemplo, “Barinas es el estado número uno en pobreza en nuestro país, y este es el estado de quien tiene todo el poder en Venezuela.”) Eso no significa que no ataque a la administración de Chávez. “Este gobierno es como la saliva de chivo, todo lo que toca, lo seca”, dice intentando sonar más campechano y conectar con un público acostumbrado a otro léxico.
El gobierno de Chávez ha expropiado más de cien mil hectáreas en Barinas. Hoy, esas tierras producen apenas el cinco por ciento de lo que producían antes.
Censurados en la tierra de Chávez
La agenda de campaña complica la posibilidad de entrevistar a Capriles. A pesar de tener reserva en otra posada más alejada, decidimos hospedarnos en el Hotel Eurobuilding en la urbanización Alto Barinas, pues allí dormiría el candidato. Ana María Fernández, su jefa de prensa, había pautado nuestra entrevista filmada para la mañana siguiente. Pero no habría de ser: al parecer un grupo de chavistas había interceptado al equipo de Capriles que monitoreaba la zona por la que el candidato se trasladaría y casi voltearon un carro del comando.
Ana María nos informa que cambiarían la ruta por evitar “el show” y la confrontación con el bando contrario. Estaba claro que la jornada anterior había molestado a los chavistas del estado. Nos enteramos después que en la asamblea de ganaderos había infiltrados de la guerrilla y del gobierno.
De pronto se abre la puerta y abruptamente entra la gerente del hotel: “Tienen que desalojar el hotel lo más rápido posible. Aquí no pueden entrevistar a Henrique Capriles.” Pero Capriles sigue en el hotel; podemos escucharlo hablando con un grupo de empresarios y ganaderos en la habitación contigua. “¿Perdón?”, le digo. “Reservamos este cuarto para la entrevista con él. Tenemos todo listo”, respondo señalando la cámara y las luces. “Voy a tener que llamar a la seguridad del hotel si no se van. Ustedes no saben lo que es trabajar aquí, después se van a la capital y a quienes les quedan los problemas es a nosotros.” Su tono cambia de desafío a súplica. “¿Pero a qué se refiere? No entiendo”, le pregunto. “Un hermano de Chávez acaba de llegar al hotel. Nosotros tenemos amenaza de expropiación desde hace más de un año y, si se entera que están entrevistando a Capriles aquí, me puede costar mi trabajo”, dice al borde del llanto. En ese instante comprendo lo que quiso decir el ganadero la noche anterior en su alegato referente a que Chávez trataba a Barinas como su hacienda personal. Llega la seguridad del hotel para asegurar que no encendamos la cámara y esperar que recojamos todo y salgamos del edificio. No volvemos a ver a la gerente.
Una vez afuera, no podemos volver a entrar, a pesar de estar alojándonos en el hotel. Le hago señas a Jesús para que encienda la cámara. El guardia de la puerta comienza a gritar con un radio en la mano; los transeúntes de la calle empiezan a rodearnos. “Aparentemente, algo del recorrido de Henrique Capriles en el corazón del chavismo tocó una fibra del gobierno”, digo al micrófono mientras el de seguridad grita que eso no está permitido. Cuando termino la frase, la gente a nuestro alrededor empieza a aplaudir.
Aún nos falta ver cómo sacarán a Capriles del hotel. Mientras aguardamos, un par de periodistas franceses se acerca a preguntarnos cómo pueden acceder a las fincas de los Chávez en Barinas. La cadena Canal Plus France les había encargado un documental sobre la familia Chávez. Menuda tarea. “¿Esto pasa todos los días?”, nos preguntan alarmados, con micrófono en mano. “Llevamos semanas aquí y no podemos entender cómo nadie aquí siquiera ha visto a los Chávez.” Echo el cuento de lo ocurrido, digo que soy venezolana pero que trabajo para un medio norteamericano, aclaro que no tengo las respuestas que están buscando sobre los Chávez. Jesús, el camarógrafo –quien vive y trabaja en Venezuela–, no quiere responder por miedo a represalias gubernamentales.
A los pocos minutos, Capriles sale del recinto con absoluta discreción. Ya nadie está filmando dentro del hotel. Después le pregunto por el incidente: “Teníamos todo listo, entiendo, pero nos dijeron que no se quería que se hiciera la entrevista allí. Hubo algún tipo de presión… Nos hablaron de un familiar…”, dice con prudencia. “Yo creo que eso refleja una gran debilidad, un temor por lo que estamos haciendo.”
Con agrio sabor en la boca nos despedimos de Barinas, tierra de Chávez. Y emprendemos la vuelta a Caracas.
De tal palo, tal astilla
Mónica Radonski, madre del candidato, es una figura enternecedora. Su franqueza y calidez se escapan del guion de campaña. A primera vista parece una mujer delgada, hasta frágil. Pero habla con voz ronca y decidida. Al terminar un evento del día de las madres junto con su hijo, nos invita a pasar a la pequeña oficina que comparte con su esposo cerca del comando de campaña.
“¿Qué le gusta comer a Henrique Capriles?”, le pregunto (no lo había visto comer ni una sola una vez en tres días). “Pollo a la plancha”, me responde sin pena alguna. Le pregunto cuándo fue la primera vez que supo que la carrera política de su hijo era irrevocable. “El día de la instalación del Congreso, él me llamó y me dijo ‘Mamá, parece que voy a ser el presidente de la Cámara de Diputados’”, recuerda en voz alta, como evocando un momento crucial en su vida de madre. Ella admite que Henrique no tenía la experiencia para ese cargo. “Pero yo le dije: ‘Hijo, échale pichón, porque si lo sientes así, tú lo puedes hacer’.” Capriles tenía en ese entonces solo veinticinco años.
Mónica es judía. Me cuenta que sus abuelos murieron en los campos de concentración y que su padre ayudó a escapar a su madre del horror de la guerra. “Mi papa oyó que había un país que se llamaba Venezuela que daba visas, porque Estados Unidos no daba visas en ese momento”, dice con una sonrisa sincera. Los abuelos maternos de Capriles llegaron a Venezuela con un billete de $100, una película y un montón de miedos y esperanzas apilados en su pequeñísimo equipaje. “Cuando mis papás llegaron a la Guaira (el puerto principal), mi mamá dijo que ella no se bajaba del barco. Y mi papá le dijo: ‘Hay muchos barcos de regreso’.” Los Radonski terminaron montando una exitosa cadena de cines en Venezuela, lo que permitió que Henrique asistiera a buenos colegios, hiciera una carrera universitaria y viajara por el mundo. “A pesar de ello, a mi papá no le gustaba recordar lo malo, todo lo que habían pasado”, puntualiza Mónica.
Le pregunto cuál fue el momento más difícil de la carrera de su hijo. Dice que los cuatro meses en que Henrique estuvo preso, acusado de participar en actos de vandalismo en la embajada de Cuba durante el caos de los sucesos de abril de 2002. Afirma que la cárcel no solo cambió a Capriles, sino a toda la familia. “Yo sentí, cuando él salió, que lo de Henrique era más que vocación, que era su razón de vida.”
Al terminar la gira y revisar mis notas, recuerdo la analogía de Jesús: “Capriles es como un tipo que está tratando de gritar dentro de una discoteca.” Aun siendo solo un mensajero en esa gran discoteca que es Venezuela en este momento, Henrique Capriles quiere hacer justamente eso. No sé si lo logrará, pero sé que lo intentará, que no se rendirá. ~
(Caracas, 1984) es periodista. Trabaja como corresponsal del noticiero nacional de Univision, donde también es miembro del equipo de investigación.