Buenos Aires en otro orden

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Buenos Aires tenía un orden, un orden de música y libros. Algunos amigos argentinos, tantas canciones, algunos libros, varias veces cantar esas canciones, platicar de esos libros, todas esas líneas que terminaron formando una flecha apuntando al sur: pasé tres meses en Buenos Aires. Era la primera vez que iba a la Ciudad de la Furia, Ciudad Evita, Ciudad Fernet, Ciudad Psicoanálisis. La ciudad de Charly García, Soda Stereo, Illya Kuryaki, Babasónicos, la de los libros de Di Benedetto, Saer, Fogwill y Roberto Arlt. A los dieciséis años leí a Borges, me enamoré y cantaba “me dejarás dormir al amanecer entre tus piernas” como si supiera lo que quería decir, como si entendiera también lo que quería decir Borges y como si él fuera a entenderlo todo con una tímida dedicatoria en el ejemplar de El Aleph que le regalé ese verano.

Y es que Buenos Aires tiene un orden sentimental a la distancia. A pesar de estar allí, uno pasea con la idea que se ha formado a la distancia. El orden de Borges y Bioy: las dos figuras de cera en la cafetería La Biela. El de las míticas cafeterías y deliciosas parrillas. El de Palermo, Recoleta, el de la avenida Corrientes. La librería El Ateneo. El orden del pasado. Pero pronto el nombre de la ciudad, esa sonrisa como de fotografía, cambia su gesto. Da la bienvenida a otros barrios, otras calles, otras cafeterías sin sillas célebres. Un bar perdido, un restaurante sin clientes, un grupo sin futuro en el escenario, una fiesta decrépitamente divertida. Lo que no llega, lo que no viaja, lo que no se publica. Su neurosis, sus problemas. Todo su encanto. Sin olvidar esa distancia que separa a México de Argentina, se hacen evidentes las palabras, las expresiones, las diferencias entre un lugar y otro. Por la noche, con el cepillo de dientes en la boca, al ver cómo el agua se va al otro lado, ver ese pequeño remolino en otra dirección, esa miniatura de la distancia es también parte de su encanto.

Buenos Aires en el orden conocido. El pesado pasado. Pero aún más interesante, brillante y vivo el otro orden. El de hoy, el que está en su vida diaria.

Están las editoriales independientes. Mardulce (el brillante Damián Tabarovsky detrás de la cortina del mago de Oz), Eterna Cadencia (librería-sitcom con libreros que son buenos lectores y un joven sello editorial a cargo de Leonora Djament), Entropía (con sus siempre frescas propuestas, llevada por Valeria Castro), Vox (con muy buenos títulos de poesía), El Cuenco de Plata (un elegante felino con títulos de Simone Weil, Felisberto Hernández, Sara Gallardo, Filloy), Caja Negra, Bajo la Luna, Clase Turista, La Bestia Equilátera, Katz, Mansalva.

En ese otro orden, hay libros, escritores jóvenes, o no tan jóvenes, pero nuevos al fin para quien, como yo, no consigue esos libros fácilmente. Buenos libros, en cualquier caso. Sería oportuno pedirle al hada de las librerías que apareciera una sucursal de Eterna Cadencia para que todos esos libros circularan. Y de vuelta, una librería mexicana independiente en Buenos Aires. Esa fantasía de todo lector: que se abra el canal de distribución de libros escritos en español, que circulen a lo largo y ancho del idioma.

Ya me puse sentimental.

Con ganas de compartir libros, sugerir jóvenes escritores: Mauro Libertella (Mi libro enterrado, Mansalva), Romina Paula (Agosto, Entropía) y Selva Almada (El viento que arrasa, Mardulce). Dos narradores sorprendentes: Pablo Katchadjian y Iosi Havilio.

Iosi Havilio (1974) no es ningún descubrimiento para los argentinos, pues su maravillosa primera novela Opendoor (2006), potente como el temperamento de su narradora, fue bien recibida. Siguieron Estocolmo (2010) y Paraísos (2012). Ninguna de las tres son fáciles de conseguir en México, las tres son igualmente buenas, pues como en el caso de Ibargüengoitia, en los libros de Havilio, más allá de la anécdota está su voz, que puede narrar lo que quiera.

Pablo Katchadjian (1977) escribió El Aleph engordado, su primera novela, añadiéndole páginas al cuento de Borges. Su poemario, El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, es precisamente eso. ¿Romper, cortar, metamorfosear a los ídolos? ¿Adelgazar Cien años de soledad? Algunas preguntas que apelan al arte que se hace hoy. Ordenar alfabéticamente es un orden ilusorio, como pasa con las entradas en el diccionario (palabras vecinas que fácilmente se convierten en melodrama). Ese aparente orden, ese caos con el que empieza todo también para los griegos, es la base de la estupenda novela breve Qué hacer (Bajo la Luna, 2010), en la que dos inseparables profesores universitarios, que aparecen y desaparecen en escenarios uno más enloquecido que otro, parecen recordar lo espontáneo, lo melódico. El juego.

En ese otro orden vienen los queridos estridentistas a cerrar ese pasado que bien habla hoy: “Nada de retrospección. Nada de futurismo. Todo el mundo, allí, quieto, iluminado maravillosamente en el vértice estupendo del minuto presente; […] vertical sobre el instante meridiano, siempre el mismo, y renovado siempre.” Ese otro orden. Buenos Aires, el de ahora, el de hoy. ~

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