El lector, este lector, no agradece la actitud servil de Carmen Aristegui ante algunos de sus entrevistados. (Transición es un libro que reúne 26 entrevistas con políticos e intelectuales relacionados con la política mexicana en los últimos treinta años.) Con algunos Aristegui es incisiva, suspicaz y severa. A Diego Fernández de Cevallos, por ejemplo, lo cuestiona sobre su desaparición de los medios de comunicación luego de haber ganado el debate de 1994: “¿Y no mientes cuando dices que después del debate no te escondiste?” En cambio, a otros, como a Andrés Manuel López Obrador, a propósito de la aprobación unánime de la llamada “Ley Televisa” pocos meses antes de las elecciones de 2006, los deja decir cosas como la siguiente a propósito del voto perredista a favor de esa ley: “[votaron así] porque son libres […] Además, por lo general a mí no me consultan”. Así, la entrevistadora emplea dos raseros: con unos se muestra como periodista, con otros como “compañera de ruta”. ¿Con quiénes sí y con quiénes no? Sí con los que son afines a su ideología.
Esta falta de profesionalismo periodístico permite la inclusión de medias verdades y hasta de mentiras francas. Es el caso de Denise Dresser, quien comenta: “Recuerdo haber estado en una comida con Luis Donaldo Colosio tres semanas antes de que lo mataran y saqué a colación la idea de observadores extranjeros. Y bueno, los que estaban ahí –Fernando Solana, la gente de Vuelta– dijeron: ‘Ah claro, Denise, la primera norteamericana nacida en México, ¿cómo nos viene a sugerir que alguien de fuera venga a calificar nuestras elecciones?’” ¿La “gente de Vuelta”? La afirmación es calumniosa y absurda: ¿quién de Vuelta se hubiera opuesto a la presencia de observadores extranjeros? Dresser, además de plagiaria (cfr. Letras Libres, mayo 2006), es mentirosa. Aristegui la deja pasar, ¿por qué? ¿Por falta de rigor en su investigación o porque la “gente” de Vuelta y ahora la de Letras Libres no piensa como ella?
La pieza fuerte del libro (tanto que le dedica un anexo para dar cuenta de cómo impactó en los medios) es la entrevista con Miguel de la Madrid en la que este se arrepiente de haber dejado a Carlos Salinas de Gortari como presidente y habla de la mal habida fortuna de Carlos y Raúl. El escándalo que provocaron estas declaraciones fue mayúsculo ya que, a los pocos días de trasmitida la entrevista, De la Madrid fue obligado a retractarse. Sin embargo, en esa misma entrevista De la Madrid afirma que las elecciones de 1988 fueron limpias y no hubo fraude. Si nadie en su sano juicio cree esta última afirmación, ¿por qué habríamos de creer la primera? Las preguntas de Carmen Aristegui, al no estar sustentadas en una investigación sólida, dejan traslucir el punto de vista en el que se apoya. No ejerce su función de medio, no es neutral; trata de imponer sus opiniones sobre la transición. ¿Cuál son estas? En el prólogo de su libro finge objetividad: “Las preguntas que acompañan este libro […] pretenden resumir el conjunto de preocupaciones que se desprenden de esta compleja e inquietante realidad.” Pero no es cierto. El eje central de Transición es el proceso electoral de 2006. De 26 entrevistados, dieciséis afirman que las elecciones de ese año fueron limpias, ocho que hubo algún tipo de fraude y dos (De la Madrid y Monsiváis) se muestran ambiguos. Es decir, la mayoría (incluidos los dos últimos presidentes consejeros del IFE) afirman que en 2006 salió avante, pese a las presiones inmensas del frente opositor, la democracia mexicana. Pero las preguntas de Aristegui no reflejan ese punto de vista sino otro muy distinto: le dice a Alonso Lujambio: “En este país de ambigüedades, el concepto de equidad electoral quedó hecho trizas […]”, y a Monsiváis: “Lo de Felipe Calderón en 2006 le dio la puntilla a lo que había sido la degradación de los avances en materia electoral.”
Le interesa a Aristegui cargar los dados, inducir preguntas a favor de la tesis de que la presidencia de Fox se logró gracias a un acuerdo entre el PRI y el PAN, de que en 2006 hubo un fraude a favor de Calderón y de que nos aproximamos a la imposición de Enrique Peña Nieto como presidente gracias al poder de las televisoras. No importa que una y otra vez la mayoría de los entrevistados le refuten sus conclusiones antidemocráticas. No le importa, por ejemplo, que Cuauhtémoc Cárdenas le diga que en 2006 no apoyó a López Obrador porque en la contienda interna por la candidatura detectó apoyos hacia este de parte del gobierno del Distrito Federal. No le importa, tampoco, que Luis Carlos Ugalde le señale que el día de las elecciones haya habido acarreo de vendedores ambulantes a favor de AMLO y que el sme haya inducido el voto de sus agremiados a favor de este candidato. ¿Qué importa que alguien como José Woldenberg afirme: “Creo que la responsabilidad fundamental del descrédito fue de la Coalición por el Bien de Todos. Inventó versiones sobre el fraude electoral que hasta la fecha no ha podido probar, ni podrá”, si lo que le interesa a Aristegui es otra cosa, otra cosa que no tiene que ver con la búsqueda de la verdad sino con la radicalización interesada de sus posiciones? ¿Interesada? Su caso es un ejemplo de lo que Gabriel Zaid expuso en su ensayo “De cómo el radicalismo aumenta con los ingresos”.
Transición no es un libro serio. Admite afirmaciones extravagantes, como la de Juan Ramón de la Fuente: “La gran crisis del modelo que prevalece en México surgió de las democracias liberales que han mostrado su ineficiencia”; sensibleras, como las de Rosario Ibarra: “Para mí, Andrés Manuel era la luz de la esperanza, lo más hermoso que podía suceder”; delirantes, como las de Carlos Fuentes: “Yo no quiero partidos vírgenes, ¡quiero partidos que follen todos con todos muy contentos!”; apocalípticas, como las de Granados Chapa: “Hay que impulsar […] el cambio social que es el verdaderamente necesario. Si no se puede romper el país”; o francamente calumniosas, como las de Dresser. Pero lo más notable no es eso sino la casi total falta de esperanza que los políticos e intelectuales, por lo menos los que este libro reúne, tienen sobre el porvenir de México. Dice Lorenzo Meyer: “Yo no tengo imaginación, se me fueron las ganas de imaginarla, porque si la imaginas y medio lo logras te queda un sabor muy positivo, pero si te la imaginas y no logras absolutamente nada, el sabor es muy ácido.”
Esta desesperanza permea el libro de Aristegui. Una desesperanza que nace, hay que repetirlo, con el fracasado intento de López Obrador de hacerse con el poder en 2006 a como diera lugar. Mintió, falseó, provocó a los poderes, tomó la ciudad de México, inventó algoritmos mágicos. El daño ocasionado a las instituciones democráticas ha sido mayúsculo. Pero dañó algo más que las instituciones: dañó la capacidad de esperanza de una clase política que se ha quedado sin miras, que es incapaz de dibujar un nuevo horizonte. Hay a quienes este panorama ensombrece: hay otros, en cambio, que sacan partido de él, que se asumen como radicales, como víctimas, como promotores del cambio. Es el caso de Carmen Aristegui. ~