El ejército ruso ha invadido Ucrania. No se ha limitado a Donetsk y Lugansk, las regiones del Este que esta semana Vladimir Putin reconoció como repúblicas independientes (y que han sido el foco de un conflicto bélico que desde 2014 ha causado más de 10.000 muertes). En la madrugada del 24 de febrero Rusia ha atacado ciudades como Járkov, Kiev e incluso Lviv (Leópolis), la ciudad más importante del oeste de Ucrania (a menos de cien kilómetros de la frontera polaca). Es una invasión a gran escala. Durante años el Kremlin ha querido mantener el conflicto abierto en el este de Ucrania para desestabilizar el país: si no podía cambiar directamente las cosas en Kiev, al menos podía intentar que Ucrania permaneciera en un limbo, en conflicto constante, para así alejar al país de Occidente. Esa estrategia ha fracasado. Ucrania es un Estado fuerte, soberano, democrático y con una sociedad civil activa y moderna. Y las agresiones de Putin no han hecho más que profundizar en eso: el país está más unido que nunca, y solo alguien con muy poco conocimiento sobre su sociedad puede pensar que un ucraniano se siente menos ucraniano por hablar ruso.
Si el conflicto que comenzó en 2014 estuvo muy centrado en la guerra informativa, la desinformación, la construcción de una conspiración, el conflicto que ha iniciado hoy el Kremlin no tiene mucho de eso. El casus belli de Putin hoy es más débil que nunca. En 2014 habló de la protección de las minorías rusas en Crimea y el Donbás. Justificó su “rescate” a partir de una teoría de la conspiración: que se produjo un golpe de Estado “neonazi” en Kiev que echó al presidente Yanukovich del poder y puso en peligro a los rusohablantes en Ucrania. Hoy, ocho años después, su teoría no ha cambiado mucho, pero es más perezosa y siniestra. Putin ha hablado de la “desmilitarización y desnazificación” de Ucrania (un país con un presidente judío rusohablante, nacido en el este del país y que ganó las elecciones con un 73% de los votos). Cuanto más desarrolla esta tesis, más se ven sus costuras. Su discurso no tiene ningún sustento ni siquiera en las teorías de la conspiración que lleva el Kremlin promoviendo durante años. Es un golpe en la mesa. Putin parece pensar que el derecho de Rusia sobre Ucrania no necesita muchas explicaciones, y se ejerce actuando. No se ha esforzado mucho por guardar las apariencias.
Putin no solo ha conseguido unir a la sociedad ucraniana. También ha conseguido que la respuesta diplomática occidental sea unánime. Incluso los más reacios a responder con dureza, como Alemania, han sido firmes: el canciller alemán Olaf Scholz ha suspendido el proyecto de construcción del gasoducto NordStream 2. Putin quizá esperaba una respuesta clásica europea: indefinición, palabras vacías y muchos deeply concerned. La respuesta ha sido mucho más dura.
Al mismo tiempo, ¿servirá eso contra un líder completamente desnortado, que ha iniciado un conflicto sin construir un casus belli mínimamente creíble, bajo pretextos completamente delirantes y sin preocuparse mucho por la efectividad de su propaganda (ni siquiera sus “tontos útiles” en Occidente tienen muy claro qué decir)? Si Putin está dispuesto a entrar en una guerra abierta con un país mucho más poderoso y con más apoyos que Georgia (por poner un ejemplo de la última gran invasión rusa de un país de su área de influencia), no parece que las sanciones lo vayan a frenar. ¿El rublo cae, los precios suben, sus exportaciones energéticas se ven congeladas, los oligarcas cercanos al régimen sufren? Bueno, ¿y qué? Esta guerra va de algo más trascendental que los intereses estratégicos de Rusia en la región. No es ni siquiera una guerra colonial. Es casi una guerra de religión.
Las sanciones pueden dañar la capacidad militar de Rusia (no inmediatamente, claro), pero hay que recordar que, sin ayuda de otros países, el ejército ucraniano aguantará poco. Si la obsesión única de Putin es conquistar Ucrania –un país que considera artificial, un invento de los bolcheviques–, las consecuencias a nivel interno –crisis en Rusia, descontento– importan poco. Además, China ya ha garantizado lanzar un salvavidas financiero a Rusia para proteger al país de las sanciones occidentales (a China le interesa apoyar a Rusia no solo por su conflicto con Occidente sino porque tiene intereses parecidos en Taiwán, cuya soberanía e independencia no respeta). Y también parece importarle poco al Kremlin la reacción ucraniana a esta invasión: los ucranianos no son dóciles y tienen experiencia luchando contra tiranos. Putin puede vencer militarmente a Ucrania pero difícilmente convertirá el país en un campo de concentración sin una fuerte contestación popular.
La imagen del líder autoritario aislado y obsesionado es común en la cultura popular: desde las obras de Shakespeare a las películas de Aleksandr Sókurov, que realizó una trilogía sobre los últimos años de Hitler, Lenin e Hirohito. A los “kremlinólogos” les encanta especular sobre las verdaderas intenciones de Putin. El presidente ruso lleva meses aislado y pasa cada vez más tiempo solo por miedo al covid (varios de sus colaboradores dieron positivo el otoño pasado). No es difícil imaginar su confinamiento obsesionado con recuperar Ucrania. Por eso no habría que descartar la teoría más sencilla sobre su ataque a Ucrania. No hay nada racional detrás su decisión. Está loco y no tiene un plan B más allá de sus ensoñaciones imperialistas.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).