Fotografía: Getty / Mario Castillo.

Los grandes retos heredados de México

¿Es posible con el acelerado ánimo electoral hacer un balance justo del sexenio de Calderón? ¿Y de Fox? En términos de cifras duras, ¿cómo gobernó el PAN? He aquí las respuestas.
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Todos los ojos de México estarán enfocados este año en las elecciones presidenciales del primero de julio, en quién es más probable que gane y en el impacto que tendrá su victoria para el futuro del país. Dada la prohibición constitucional para la reelección, el presidente Felipe Calderón cederá el poder el primero de diciembre. Al hacerlo legará a su sucesor una nación marcada profundamente por los éxitos y los fracasos de sus seis años en el cargo. En efecto, las perspectivas para el México postelectoral podrían depender más del legado de Calderón, junto con las herencias del pasado autoritario que aún persisten, que del candidato que gane la elección en julio.

La presidencia de Calderón consiguió un número importante de logros en materia de políticas públicas que no han sido comunicados de manera efectiva a la gente, pero aun así, estos logros quedan eclipsados por los fracasos, que han tenido un impacto mucho más tangible e inmediato en la vida diaria de los mexicanos. Si pudiera buscar la reelección, Calderón seguramente resaltaría los cambios, limitados pero significativos, en políticas fiscales, de pensiones y de energía, la cobertura casi universal en salud, la estabilidad macroeconómica a pesar de un entorno económico internacional volátil, y los avances reales de la lucha contra el crimen organizado.

Aun así, sería difícil al hacer un balance general argumentar que su presidencia ha sido un éxito, dado las tasas anémicas de crecimiento económico y creación de empleos, el incremento en la pobreza, la insatisfacción creciente con la democracia en medio de la corrupción y la impunidad persistentes, y sobre todo, el dramático crecimiento en los niveles de crimen y violencia.

La elección de 2012 tendrá lugar en medio del descontento popular con la presidencia de Calderón y la percepción generalizada de que ha dejado al país peor de como lo tomó cinco años atrás. Esta situación favorecerá inevitablemente al partido más organizado dentro de la oposición, el pri, que gobernó durante 71 años hasta el año 2000. Sea quien sea que salga victorioso en julio, el nuevo presidente o presidenta de México probablemente no representará el gran salto hacia delante ni el retorno al pasado que muchos temen. Las herencias políticas del pasado reciente así como del pasado más distante, en realidad, restringirán de manera palpable su capacidad para maniobrar políticamente.

 

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Lo que salió bien

Calderón entró en funciones el primero de diciembre de 2006, después de una elección disputada en la que derrotó a su principal contendiente por solo seis décimas de punto porcentual en los votos emitidos. Este margen tan estrecho de victoria, combinado con la historia nacional de fraudes electorales y los actos del presidente Vicente Fox y la comunidad empresarial que eludieron los límites legales de participación política, convencieron a una izquierda suspicaz de que les habían arrebatado la victoria.

Después de semanas de protestas callejeras, un fallido intento por revertir el resultado de las elecciones en los tribunales y los esfuerzos por impedir que Calderón tomara posesión, la izquierda permaneció desafiante y determinada a socavar la capacidad del nuevo presidente para gobernar. Mientras tanto, el PAN de Calderón controlaba el 41% de los escaños en la legislatura nacional y estaba siendo presa de la lucha entre facciones. El escenario parecía estar puesto para que Calderón fuera un presidente débil, asediado por la oposición y por ende limitado en su capacidad para gobernar.

Esta perspectiva era especialmente problemática para un país en medio de una transición a la democracia que no terminaba de concretarse, que luchaba con una economía de mercado con muchas imperfecciones y en una relación cada vez más compleja con los Estados Unidos. A pesar de todo esto, los primeros dos años de Calderón desafiaron la sabiduría popular al conseguir una serie de éxitos políticos sorprendentes.

El presidente conquistó su primer logro legislativo de importancia en marzo de 2007, cuando, a través un acuerdo con el PRI y sus aliados sindicales, consiguió una reforma al sistema de pensiones de los trabajadores del Estado. Es cierto que esta medida tenía alcances limitados, no amenazaba los intereses de los actores políticos más importantes y reflejaba un consenso preexistente en política pública. Pero también fue la primera reforma económica aprobada en México desde los años noventa.

Algunos meses más tarde, las extensas negociaciones entre legisladores del PRI y el gobierno de Calderón y sus partidarios en el Congreso culminaron en una segunda reforma económica, esta enfocada en la recaudación fiscal del país. La legislación reducía los impuestos que pagaba la paraestatal Pemex, muy necesitada de dinero; intentó gravar las actividades del sector informal, y creaba un impuesto mínimo empresarial alternativo llamado Impuesto Empresarial a Tasa Única.

Estos cambios mejoraron de manera muy modesta el sistema de recolección de impuestos, conocido por endeble, pero su importancia no debe ser desestimada. La reducción de impuestos a Pemex representó el primer e importante paso en pos de aminorar la dependencia fiscal del gobierno de los volátiles ingresos petroleros. El nuevo impuesto empresarial, por su parte, restringió la capacidad que tenían las corporaciones de explotar las lagunas en el código fiscal para evadir el pago de impuestos.

En un país en el que la dependencia gubernamental de las ganancias petroleras ha sido su talón de Aquiles desde hace décadas, y en el que la evasión fiscal es omnipresente y las empresas se han beneficiado a lo largo de la historia de reglas que les permiten pagar una mínima cantidad de impuestos, la reforma fue un paso importante aunque limitado hacia un sistema fiscal más eficiente.

Con estas mejoras legislativas bajo el brazo, Calderón se enfocó en una reforma mucho más polémica –las nuevas reglas que gobiernan la operación de Pemex–. La producción de crudo y las reservas estaban cayendo rápidamente y la empresa estaba sofocada por sus enormes deudas. Dado que se cree que la mayoría de las reservas potenciales de Pemex están localizadas en regiones profundas, técnicamente desafiantes y muy caras de explorar, la empresa no cuenta con el capital, la tecnología ni la experiencia necesarias para reavivar pronto sus dineros.

La manera más efectiva de resolver este problema sería permitiendo que Pemex se aliara con compañías petroleras extranjeras que poseen los recursos de los que ella carece. Sin embargo, permitir que empresas extranjeras tengan derechos de propiedad sobre el petróleo mexicano a cambio de inversión (una práctica común en la industria) sigue siendo un tema delicado en México. Pemex, creada después de la nacionalización de la industria petrolera en 1938, sigue siendo un símbolo de la victoria nacionalista sobre las intervenciones extranjeras, además de ser fuente de orgullo soberano. Por eso las negociaciones de la reforma de Pemex fueron tan tardadas, cargadas de emotividad y altamente partidistas.

En el otoño de 2008, después de más de un año de negociaciones, el Congreso aprobó la legislación que permitía una limitada inversión privada en Pemex. El jaloneo partidista y los errores políticos cometidos por su administración obligaron a Calderón a aceptar una versión muy diluida de la propuesta legislativa original. Aun así, por primera vez desde 1938 la inversión extranjera tendría permiso de participar en la exploración y la producción de petróleo en México.

Como consecuencia de esta legislación, Pemex le otorgó sus primeros dos contratos para operar campos petroleros a inversionistas extranjeros en agosto de 2011, y otorgará contratos de aguas profundas en 2012. Dada la magnitud de las necesidades de Pemex, lo acotado de la participación extranjera que esta medida permite no es ni por mucho suficiente. Sin embargo la legislación representa un primer paso muy importante para construir la compañía petrolera nacional que la mayoría de los mexicanos prefieren –una empresa controlada por el Estado, con inversión activa y colaboración de otras compañías petroleras internacionales que podrían llevar a Pemex a ser un líder en el ramo.

 

Personas y pesos

Más allá de estos tres cambios modestos pero significativos en las políticas fiscales, petroleras y de pensiones en México, la administración del presidente Calderón expandió y consolidó iniciativas importantes heredades de sus predecesores. En el área de salud pública, el gobierno del presidente Fox (2000-2006) echó a andar el programa Seguro Popular en 2004 para dar cobertura de salud a la mitad de los mexicanos que carecían de ella –campesinos, estudiantes y trabajadores del sector informal–. El candidato Calderón prometió expandir este programa para lograr la cobertura universal de salud al término de su sexenio. El presidente Calderón ha estado impulsando un gran incremento en el gasto en salud pública para cumplir esta promesa. A pesar de que el acceso a servicios de salud de buena calidad varía de estado a estado, y hay zonas del país donde todavía es inexistente (en el 8% de los municipios, de acuerdo con la Secretaría de Salud), muy pocos podrán negar que el gobierno de Calderón logró, por primera vez en la historia de México, una cobertura casi universal de salud.

Calderón también organizó un equipo económico que ha sido muy cuidadoso para mantener la estabilidad macroeconómica que ha caracterizado a México desde el final de la década de los noventa. Las acciones para lograrlo incluyen un manejo conservador de las cuentas fiscales federales; el control de las tasas de interés para mantener la inflación cercana al 4% anual (exceptuando 2008, cuando alcanzó el 6.5%); una serie de astutas operaciones para extender la fecha de vencimiento y bajar las tasas de interés de la deuda gubernamental, al tiempo que cambiaron la denominación de dólares a pesos miles de millones de dólares de esa deuda; estrategias oportunas de protección contra la caída de los precios del petróleo que protegieron los ingresos federales, y negociaciones con el Fondo Monetario Internacional para mantener una línea de crédito continua que disuadía la salida de capital en los momentos más difíciles de la crisis financiera en Estados Unidos.

El resultado es un escenario macroeconómico que está entre los más estables para las economías emergentes –de hecho es más estable que el de muchas economías altamente industrializadas–. El éxito en una área de la política pública históricamente tan problemática, incluso en un periodo de gran volatilidad económica global a partir de 2008, ha sido tan sostenido que en la mente tanto de los inversionistas como de los ciudadanos mexicanos, la estabilidad es la norma esperada.

 

Cazacriminales

Junto con estos éxitos en políticas sociales y económicas, ha habido avances contra el crimen organizado. La violencia relacionada con el negocio de la droga había incrementado dramáticamente en 2005 y 2006, mientras los dos cárteles principales combatían por los mercados y las rutas de transporte. Al tiempo que los cárteles adquirían visibilidad, poder y alcance geográfico, sus efectos perniciosos en seguridad y estabilidad política fueron evidentes para los mexicanos de una manera en la que no lo habían sido antes.

Para lidiar con este desafío, los antecesores de Calderón desarrollaron herramientas clave para el combate nacional de las drogas: una fuerza de policía federal con suficiente equipo, entrenamiento e integridad para ser el núcleo de una ofensiva anticárteles; una relación mejorada con el personal estadounidense de combate a las drogas, y un cuadro de burócratas en seguridad nacional altamente calificados que presentaron al nuevo presidente una estrategia contra los cárteles de la droga, basada en sus años de experiencia previa en esta lucha.

Porque buscaba maneras de fortalecer su autoridad presidencial y terminar de una vez por todas con los cuestionamientos acerca de la legitimidad de su presidencia, Calderón rápidamente adoptó la estrategia propuesta por sus asesores. A unos días de haber entrado en funciones, lanzó una campaña agresiva para reducir la violencia relacionada con el tráfico de drogas y restablecer la jurisdicción gubernamental en un gran número de municipios controlados por los cárteles.

La estrategia se basaba en el despliegue de fuerzas militares y de la policía federal en ciertas ciudades para frenar las operaciones criminales, en arrestos estratégicos y extradición de jefes criminales y operadores clave, y en el uso efectivo de la red de inteligencia internacional. Su objetivo era fragmentar las grandes organizaciones criminales que amenazaban la seguridad nacional y transformarlas en pequeñas bandas que fueran entonces un simple problema policíaco.

El poder y la influencia creciente del crimen organizado en México exigía acciones del gobierno, y la estrategia de Calderón registró avances importantes. Debilitó dramáticamente al cártel del Golfo y a la organización La Familia Michoacana, y desmanteló el cártel de Tijuana y al grupo de los Beltrán Leyva. En el proceso, México construyó una policía profesional, bien entrenada y en general honesta por primera vez en su historia. Comenzó a armar una comunidad de inteligencia efectiva y profundizó su cooperación en seguridad con los Estados Unidos a un grado nunca antes visto en la relación bilateral.

No puede haber duda de que esta estrategia ha tenido profundas consecuencias imprevistas –incrementos sorprendentes en criminalidad, violencia e inseguridad para los ciudadanos–. Pero esto no debe cegarnos ante los éxitos reales en la guerra de Calderón contra el crimen organizado.

 

Lo que salió mal

Los especialistas en estudiar el gobierno de Fox han intentado entender su destreza retórica cuando era candidato y su subsecuente inhabilidad para comunicarse de modo efectivo con el público una vez que fue presidente. La administración de Calderón también padece una pésima estrategia de comunicación que ha mantenido al público en la oscuridad al respecto de los avances reales en el país durante su gobierno (y ha dejado a los analistas preguntándose si este es un mal congénito de los presidentes panistas).

Sea como sea, las carencias de la presidencia calderonista han sido pronunciadas, y han tenido un impacto directo enorme en la vida diaria de los ciudadanos. Los mexicanos sufren niveles de desempleo y pobreza crecientes. Han sido testigos de lo persistente de la corrupción y de su alta visibilidad, secundada por la impunidad legal, a lo que se suma un dramático incremento en el crimen y la violencia.

El impresionante desempeño del equipo económico de Calderón le ha permitido al país evitar una contracción fiscal y una profunda depreciación del peso durante la crisis económica mundial. Pero su administración no podía evitar que una economía que depende de sus exportaciones –y del turismo y las remesas– hacia los Estados Unidos siguiera a la economía de este país hacia la recesión.

De hecho, el impacto que tuvo la crisis financiera en el crecimiento ha sido mucho más severo en México que en Estados Unidos. Mientras que la economía estadounidense se contrajo 2.5% en 2009, la economía mexicana se contrajo más del doble, 6.1% –una tasa que casi iguala el 6.2% de la crisis del peso en 1994–. No debe sorprender, entonces, que consecuentemente el desempleo y la pobreza hayan incrementado.

Con toda legitimidad Calderón pudo culpar a la economía de los Estados Unidos de los problemas económicos mexicanos, y prometió implementar políticas que promovieran una recuperación veloz. En los siguientes dos años, la economía volvió a echarse a andar. Creció 5.5% en 2010 y se espera que se expanda entre 3.5 y 4% en 2011. Pero la creación de empleos sigue estancada debido a una anémica inversión extranjera y a que el crédito al consumidor no se ha recuperado de su caída provocada por la recesión. Los niveles de desempleo y pobreza, aunque menores que en 2009, cuando alcanzaron su punto más alto, siguen atorados muy por encima de los niveles anteriores a la crisis.

En gran medida, este desempeño económico débil es atribuible a la inhabilidad de Calderón (y la de sus predecesores) para alcanzar acuerdos legislativos que hagan frente a la larga lista de reformas económicas pendientes –infraestructura, inversión, educación, políticas de competencia, y políticas de trabajo y energía–. Independientemente de la causa, la mayoría de los mexicanos no se sienten mejor hoy que cuando Calderón tomó posesión, y muchos, de hecho, están peor. Una encuesta de diciembre de 2011 en el periódico Reforma reflejaba la alta insatisfacción pública con las políticas económicas de Calderón: menos de un tercio de los mexicanos está de acuerdo con el desempeño del presidente en materia de economía y empleo.

Los mexicanos también están insatisfechos con la democracia durante los años de Calderón. De acuerdo con encuestas de Latinobarómetro, los mexicanos que percibían que la democracia es la mejor forma de gobierno cayó de 54% en 2006 a solo 40% en 2011, y solo 23% de los mexicanos dijeron estar satisfechos con su democracia. Esto en parte se debe a la situación económica y de seguridad, pero también refleja el fracaso del Calderón para combatir de manera seria la corrupción y la impunidad, en especial entre los poderosos y los influyentes.

En cambio, a pesar de la transición democrática en el país, la percepción pública de la corrupción en México sigue prácticamente constante desde 1996. En la encuesta de 2011 de Latinobarómetro, 55% de los mexicanos identificaron el papel central que juega la corrupción en debilitar la democracia, y 61% sienten que los ricos rara vez respetan la ley.

En otras palabras, Calderón le entregará a su sucesor un sistema político poblado por políticos que siguen sin ser responsables ante el público independientemente de su desempeño y que son en su mayoría inmunes a un proceso judicial independientemente de la legalidad de sus actos. El sucesor de Calderón entones heredará una población descontenta, cínica acerca de sus políticos y profundamente desilusionada por la democracia.

 

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Zonas de guerra

La deficiencia más importante de la presidencia de Calderón para la gran mayoría de los mexicanos, sin embargo, es la explosión del crimen y la violencia durante los últimos cinco años. Bajo el mandato de Calderón, las de por sí altas cifras de asesinatos y secuestros se dispararon a los cielos, y los crímenes son cada vez más brutales. Lo que antes era impensable ahora es un lugar común: ciudades con niveles de violencia característicos de zonas de guerra; asesinatos que incluyen decapitaciones, muerte a familias completas o masacres; ataques dirigidos directamente a personas inocentes; asesinatos de funcionarios públicos y el secuestro, el robo a mano armada y la extorsión como un hecho de la vida.

Aunque la violencia está distribuida de manera desigual a lo largo del país, con algunas regiones casi intocadas, desde que Calderón tomó posesión ha habido cerca de 40,000 asesinatos relacionados con el tráfico de drogas –incluidos los casi 12,000 de 2011–. (Estas cifras se basan en reportes periodísticos, ya que el gobierno dejó de dar cifras oficiales al inicio de 2011.)

Son muchos los factores que dan cuenta de la violencia que asuela al país, incluida la lucha de los cárteles por sobrevivencia y dominio en medio de una serie de cambios en la estructura del mercado de drogas en Norteamérica, así como las enemistades personales de algunos de los jefes criminales mexicanos. Pero también las consecuencias no planeadas de las acciones del gobierno y los errores críticos de estrategia han sido un factor central. Mientras que se esperaba que la violencia entre los cárteles de droga se intensificaría debido a la sacudida que la eliminación de ciertas figuras criminales claves y la desarticulación de ciertas organizaciones criminales provocaría en el mercado, nadie previó la magnitud de este incremento. Los asesinatos relacionados con el tráfico de drogas se duplicaron entre 2007 y 2008, y se volvieron a duplicar en 2010.

Igualmente imprevista fue la capacidad de ciertas organizaciones criminales de adaptarse a la caída en los ingresos por la venta de droga y mudarse a nuevas áreas de negocio como el robo, el secuestro, la extorsión, el contrabando y el tráfico de personas. Mientras que la mayoría de los mexicanos sin vínculos con el negocio de la droga los escandalizaban los niveles de violencia relacionada con narcotráfico, antes de 2006 apenas les afectaba directamente. Ahora, a la mayor parte del país sí le afecta.

Las agencias policíacas mexicanas no estaban preparadas para lidiar con este súbito incremento en el crimen. La policía federal era minúscula dado el reto ante ellos (35,000 oficiales hoy, pero solo 5,000 al inicio del año 2007). Por eso Calderón decidió incorporar al ejército en la estrategia desde un principio. Apoyarse en fuerzas especiales, entrenadas para misiones militares, para que fueran ellas quienes hicieran labores policíacas, inevitablemente abría la posibilidad para que hubiera violaciones a los derechos humanos. México no ha sido la excepción, y por ello cada vez hay más llamados para que los militares regresen a sus cuarteles.

Sacar al ejército de la lucha, sin embargo, es imposible debido a la debilidad crítica de las fuerzas policiales mexicanas. El talón de Aquiles del gobierno en su batalla contra el narcotráfico ha sido siempre el bajo nivel de educación y entrenamiento, el mal equipamiento, los bajos sueldos, la baja moral y la corrupción imperante que caracteriza a la mayoría de las policías estatales y locales, así como los ministerios públicos, las cortes y los jueces.

El gobierno de Calderón tomó un riesgo calculado al lanzar su guerra contra el narcotráfico en estas condiciones, y esta decisión riesgosa dejó a México sin ninguna opción real a la cual recurrir una vez que el crimen creció rápidamente y de improviso. El gobierno ha puesto un énfasis cada vez mayor en incrementar las capacidades de las agencias policíacas del país (con la asistencia del gobierno de Estados Unidos), pero este esfuerzo rendirá frutos en el futuro.

 

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Las políticas de la inseguridad

Los esfuerzos del gobierno de Calderón por combatir el crimen se han visto estado limitados también por las divisiones y las rivalidades entre las agencias involucradas en la lucha. Pero más importante aún ha sido la coordinación y cooperación ineficientes entre el ejecutivo y los demás niveles de gobierno. La mayoría de las cámaras, las legislaturas estatales y los municipios los controla una oposición preocupada por proteger su autoridad política frente a la intromisión del gobierno federal, y eso inevitablemente hace que la política de colaboración en materia de seguridad se desafiante.

Desafortunadamente, el presidente dificultó su tarea aún más al politizar el asunto desde un principio. Calderón echó a andar la guerra contra el narcotráfico como una iniciativa presidencial que tenía un objetivo claro: aumentar su autoridad personal y su legitimidad. También se dio el crédito a sí mismo por el primer éxito en Michoacán, su estado natal, aun cuando fue el gobernador del estado –un miembro del PRD– quien solicitó la operación. Con ello Calderón transformó lo que debía haber sido un esfuerzo nacional contra un enemigo común en un empeño personal y aparentemente partidista.

Esta estrategia tuvo un impacto mínimo sobre las políticas públicas al inicio. Durante su primer año en el poder, la estrategia de combate directo, muscular, contra la droga parecía estar funcionando. La violencia bajaba en las regiones afectadas y el gobierno lograba capturas récord de armas, drogas y dinero, así como un número sin precedentes de extradiciones. Los éxitos iniciales de la campaña la hacían parecer un acto secundario frente al evento principal: las negociaciones entre el presidente y el PRI para lograr avanzar las reformas en materia económica.

Esto cambió en 2008, cuando el número de homicidios relacionados con el narcotráfico se duplicó a nivel nacional y creció 400 y 1,100% en los estados fronterizos de Baja California y Chihuahua, respectivamente. Además, La Familia Michoacana escandalizó al país al lanzar cinco cabezas a una pista de baile.

La voluntad del PRI y el PAN para trabajar juntos en la legislatura nacional permitieron una respuesta importante –la aprobación en 2008 de una serie de reformas significativas al sistema judicial–. Estas reformas incluían la institución de juicios orales y los acuerdos para reducir condenas, el fortalecimiento del debido proceso para los acusados y medidas para robustecer la seguridad pública y las investigaciones criminales, así como la lucha contra el crimen organizado. Pero la implementación de estos cambios tomará tiempo y requerirá la colaboración activa entre los gobiernos estatales, algo que no ha sucedido durante el sexenio de Calderón.

Calderón propuso una legislación paralela que buscaba mejorar la calidad de la policía a través de la consolidación de las más de 1,600 corporaciones policíacas tanto estatales como locales en todo el país en una sola corporación nacional, o en 32 fuerzas estatales. Esta propuesta, sin embargo, no llegó a ningún lado. Su fracaso reflejaba en parte el rechazo de presidentes municipales y gobernadores a ceder una herramienta esencial para mantener la autonomía de su poder político: la policía bajo su mando. Peor, también reflejaba la falta de confianza entre los políticos de oposición y Calderón, especialmente después de las elecciones intermedias de 2009.

Con la economía en problemas, Calderón autorizó una estrategia de campaña para el PAN en la que acusaba al PRI de obstaculizar la cooperación en materia de seguridad. Estos ataques hicieron que pareciera más interesado en obtener una ventaja partidista en la guerra contra el crimen organizado que en alcanzar un compromiso negociado con la oposición para resolver un problema de gran importancia nacional. Con la caída de la confianza entre Calderón y la oposición, las reformas profundas a la policía, que desde antes se veían complicadas, se volvieron prácticamente imposibles.

 

La elección de 2012

El balance entre las políticas públicas exitosas y los fracasos de la administración de Calderón ha creado un clima para la elección de 2012 en el que domina el sentir popular de que el país va en la dirección equivocada. Magros crecimiento y creación de empleos, pobreza creciente, la explosión del crimen y la violencia, la persistencia de la corrupción y la impunidad, y una sorprendentemente mala estrategia de comunicación han avivado los deseos de cambio en la población.

Si se le suman las divisiones internas y la aparente debilidad del PRD y la percibida unidad y fortaleza del PRI, las circunstancias del país parecen apoyar el saber común que dice que Enrique Peña Nieto ganará las elecciones presidenciales. Obviamente no es algo decidido. Las campañas importan, y Calderón quiere evitar a toda costa ser el presidente del PAN que regresó al PRI al poder. Pero será una batalla cuesta arriba para los candidatos del PAN y del PRD.

El ganador deberá lidiar con varios retos en políticas públicas: un crecimiento mediocre de la economía, restringido por una infraestructura inadecuada y por la necesidad de reformar áreas como educación, energía y las políticas antimonopólicas; una situación de seguridad verdaderamente desconcertante y empeorada por la falta de un consenso nacional sobre cómo lidiar con ella, y profundas inequidades, corrupción y impunidad para las élites que minan la eficiencia económica, la efectividad gubernamental y el apoyo de los ciudadanos a la democracia. La habilidad del próximo presidente de México para resolver estos problemas, sin embargo, estará limitada por la naturaleza del sistema político con el que gobierne. Resaltan algunos obstáculos en particular.

Quien quiera que gane la presidencia se topará con la dificultad para construir una mayoría legislativa. La estructura de los distritos electorales y la distribución regional del apoyo para los tres partidos principales hacen que sea difícil que un partido gane una mayoría en la legislatura nacional. Mientras tanto, una gran cantidad de votantes en las elecciones recientes han emitido votos divididos, votando menos por un candidato presidencial perfecto sino por equilibrar esta selección con votos para un partido distinto para las cámaras. Ningún partido ha tenido mayoría legislativa desde 1997, e incluso es poco probable que el PRI lo consiga este año.

Sin una mayoría legislativa, el siguiente presidente de México deberá negociar con la oposición para construir una alianza legislativa entre los tres partidos grandes y los cuatro pequeños. Pero es claro que será muy difícil dadas las enemistadas históricas que dividen al PRI, PAN y PRD, enemistades que las disputas partidistas del sexenio de Calderón reforzaron.

Además, las reglas de la elección federal permiten que los partidos tengan una gran cantidad de influencia sobre las fortunas profesionales de los miembros del partido, lo cual hace que los líderes tengan la capacidad de asegurar votos de unanimidad para la legislatura nacional (no obstante las divisiones internas que aquejan a la mayoría de los partidos). Por ello, es difícil para cualquier presidente convencer siquiera a un puñado de legisladores de oposición a romper filas partidistas y dar al gobierno los votos que necesita para formar una mayoría.

El próximo presidente de México probablemente tendrá otro desafío en su relación con los gobernadores. Como sucede en Estados Unidos, el federalismo mexicano hace que la cooperación entre gobernadores sea esencial para la implementación efectiva de legislaciones federales. Contrario a Estados Unidos, los gobernadores mexicanos tienen una influencia real sobre los representantes estatales en las legislatura nacional, reciben grandes cantidades de fondos federales con poca vigilancia sobre cómo se gastan y no están limitados por leyes de transparencia que moderen la manera en la que manejan los asuntos estatales.

En otras palabras, los gobernadores, históricamente débiles, se han convertido en importantes detentadores de poder desde la llegada de la democracia y están muy celosos de cualquier intento federal por arrancarles algo de su recién ganada autonomía –incluso si el presidente es miembro de su partido–. Añádase a esto la desconfianza partidista imperante en el México de hoy y queda claro que la creación de una coalición de gobierno que permita la aprobación e implementación efectiva de las reformas económicas, judiciales y de seguridad será inevitablemente difícil para el próximo presidente de la nación.

En este escenario, tres estrategias pueden ser la clave para el éxito del próximo gobierno. Primero, el equipo presidencial debe tener negociadores hábiles en las sutiles tareas de construir consenso en torno a los cambios necesarios en políticas públicas y crear la confianza a todo lo largo del espectro político necesaria para convencer a los actores clave para que hagan los sacrificios necesarios en pos del interés nacional. Segundo, el próximo presidente debe ser capaz de aceptar las pequeñas victorias que muevan al país en la dirección adecuada cuando el consenso necesario para las reformas de gran escala sea imposible de lograr. Y tres, el siguiente presidente debe aceptar que en materia de seguridad, por ahora, una estrecha cooperación con los Estados Unidos es crucial.

Independientemente de quién sea investido presidente el primero de diciembre, lo más probable es que México no cambie de rumbo de manera dramática ni veloz. La nueva administración necesita generar cambios positivos y reales para el país, pero esto es algo que sucederá de manera incremental. ~

Traducción de Pablo Duarte

[El gobierno de Fox: "El extraño caso del candidato Fox y el presidente Hyde".]

[Los gobiernos del PAN en cifras: "La economía en los gobiernos de la alternancia democrática".]

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es directora de la Red Estados Unidos-México de la Universidad del Sur de California. Fue profesora de políticas económicas en Latinoamérica en el ITAM de la ciudad de México.


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