Mi amigo (y crítico) el historiador Felipe Gálvez me regala una nota que pepenó en sus tenaces visitas a la hemeroteca. Viene del semanario capitalino Así, que dirigía el gran Gregorio Ortega, con quien Paz colaboró: le daba artículos y le acercó plumas como las de Elena Garro, que debutó en sus páginas, y amigos como Julián Gorkin, José Revueltas y Efraín Huerta.
La nota aparece en el número 47 (4 de octubre de 1941) y relata una visita que hace a la revista, “para echar un poco de relajo”, el “Faraón de Texcoco”, Silverio Pérez. Recibido por Paz, el “torero torerazo” charla con desenfado (“¡Piocha, compadre!”) sobre la próxima temporada, cuyas crónicas Paz ofrece “escribir para Así, en poesía pura”. ¿Lo habrá hecho?
Porque a Paz le gustaban los toros. De niño vio torear a Sánchez Mejías en Puebla, como cuenta en su “Saludo a Rafael Alberti” (1990), poeta de la fiesta grande, como García Lorca y Miguel Hernández. Más que gusto, Paz tuvo por los toros una simpatía que alza el testuz aquí y allá en las praderas de su obra. Por ejemplo, en un poema de 1939, “Los viejos”, mira a los “toros ciegos y violentos / de huracanado luto rodeados”. En “Picasso: el cuerpo a cuerpo con la pintura” (1982) dice:
En el centro de la plaza, rodeado por las miradas de miles de espectadores, el torero es la imagen de la soledad; por eso, en el momento decisivo, el matador dice a su cuadrilla la frase sacramental: ¡Dejarme solo! Solo frente al toro y solo frente al público.
Uno de los “Trabajos del poeta” (1949) es más elocuente. Con un guiño a la teoría de Jung –“el sueño es el teatro, y el soñador es la escena, el actor, el utilero, el director y el autor, el público y el crítico”–, narra Paz un delirio de insomne: “Soy una plaza donde embisto capas ilusorias que me tienden toreros enlutados […] nunca acabo de matar al toro, nunca acabo de ser arrastrado por esas mulas tristes.”
En Al vuelo de la página. Diario 1990-2000, libro admirable y nutritivo que acaba de publicar, Juan Malpartida cuenta una visita a Paz en 1994. Hablando de su amor a la fiesta, le contó que todavía frecuentaba la plaza “a principios de los años cincuenta, pero ciertas opiniones de no sé quién –un escritor francés– le hicieron abandonar la afición, y luego de su estancia en la India ya le fue imposible ver el sacrificio”. ¿Quién sería ese francés? Paz conocía bien el hechizo que los toros ejercían en Bataille, cuyo “sistema tauromasoquista” sostiene su Histoire de l’œil (1928), y a Michel Leiris, cuyo De la literatura considerada como una tauromaquia (1946) fue para Paz “un texto capital de las letras modernas”. En 1966, en La búsqueda del comienzo (escritos sobre el surrealismo), escribe Paz siguiendo sus pasos: “En el toreo el peligro alcanza la dignidad de la forma y ésta la veracidad de la muerte. El torero se encierra en una forma que se abre hacia el riesgo de morir. Es lo que en español llamamos temple: arrojo y afinación musical, dureza y flexibilidad.”
¿Habrá sido Claude Simon el antitaurino? Abominaba de los toros por su inconmensurable empatía con los caballos maltratados. En L’Acacia (1989), su precioso ensayo autobiográfico, se lo explica por un relato que le escuchó niño a su madre: cuando un toro despanzurra a un caballo, lo cosen de prisa para que continúe la brega. La horrible escena se convertiría en una imagen de sí mismo y aun de la Europa en guerra: “este continente cruzado de cicatrices, como cosen las panzas de los caballos abiertos por los cuernos del toro…”.
En todo caso, por 1972 y por lo menos en público, Paz se ha salido de la plaza: “Odio ese espectáculo infame”, le escribe al poeta Lysander Kemp, que ha publicado un ensayo que repite la vieja conseja antitaurina: “la única bestia que hay en la plaza es el público”. Quizás. Y sin embargo, como se aprecia en la foto, en aquella tarde de 1941, junto al torero, no habría cambiado “por un trono” su barrera de sol… ~
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.