El pasado mes de agosto viví una experiencia para-religiosa que me turbó. Estaba en Madrid de visita pastoral el sumo pontífice de una iglesia a la que no pertenezco, aunque pertenecí a ella de modo intensoy sacrificado una parte, quizá la más errada, de mi vida. Hacía calor y había jóvenes, algunos vestidos como peregrinos de Buñuel, del Buñuel herético de La Vía Láctea (1969). Se oía mucho la lengua polaca en las calles. Los ateos sabíamos que aquellos no eran días para nosotros, pero el viernes 19, segundo día de la estancia del papa, tuve que ir al Corte Inglés de mi barrio a retirar un encargo que me urgía. Como podía llegar hasta allí en un corto paseo no me preocupó la avalancha de los creyentes dispersos por la zona norte, todos en su camino a una liturgia que comprendía himnos premodernos y la exposición pública de lamejor imaginería de la Semana Santa española. Por un error informático, mi encargo había sido trasferido a la sucursal que esos almacenes tienen en torno a la calle Preciados, y como lo necesitaba me dirigí, siempre a pie, hasta Callao. No pude llegar. Elinmenso paseo con bulevar que cruza Madrid desde Atocha a la Plaza de Castilla estaba ocupado por los participantes en esas jornadas mundiales de la juventud, y aunque caminé casi dos kilómetros buscando un paso franco entre la multitud, no lo hallé. Tampoco circulaban taxis ni autobuses, y el metro estaba abarrotado, con colas de viajeros que salían de las estaciones como procesionarias de rostro humano.
De vuelta a casa sin el producto encargado, pensé en esas cosas en las que uno rara vez piensa en sus promenades, la creencia, la obediencia, la fe capaz de mover ciudades enteras y llenar vidas y hacer que en nombre de ella se mate a otro. Por eso me ha gustado Habemus Papam, del también ateo Nanni Moretti, que resuelve con sentido del humor pero sin crueldad las paradojas del papado, el liderazgo espiritual más antiguo y permanente del mundo, sin cambiar –desde que se fundó sobre la pétrea tenacidad de San Pedro– de formato, de dogma, de costumbres y –prácticamente– de vestuario. Ninguna otra religión tiene una historia tan personalizada y legendaria como la de la iglesia romana, única línea sucesoria que, con alguna salvedad renacentista, no se trasmite de padres a hijos y ha contado con hombres de indudable bondad y empeño aperturista (como Juan XXIII), con demagogos como Juan Pablo II y con este Benedicto XVI que nos vendieron como humanista ilustrado y ha resultado ser un reaccionario del copón.
La película de Moretti empieza con lo más infalible y trascendente del catolicismo: la pompa. La comitiva de los cardenales electores rezando en voz alta el Ora pro nobis, la llegada a una falsa Capilla Sixtina (el Vaticano le negó al cineasta el permiso de rodar en su interior), las primeras votaciones, la emoción de los fieles en la plaza, la fumata negra, las votaciones siguientes, la fumata blanca, la bendición del nuevo papa a los congregados delante de la basílica, con su fachada reconstruida parcialmente en un plató y muy hábilmente tratada digitalmente para incluir en los planos de aclamación a unos extras sacados de aquí y de allá. Pero la bendición papal no se produce. El papa electo, un prelado francófono llamado Melville, se angustia, ya revestido para la ceremonia, se niega a salir al balcón central, se escabulle, y empieza entonces la serie de elocuentes planos de balcones y ventanas vacíos. Habemus Papam es, en ese sentido, y de modo esencial, una película sobre la oquedad que trascurre en el universo más sobrecargado de símbolos y de parafernalia que pueda imaginarse. De ahí que no haya duda al afirmar que el nombre del cardenal Melville interpretado por Michel Piccoli es un homenaje no, como alguien ha querido ver, al estupendo director francés Jean-Pierre Melville, sino al novelista Herman Melville, autor, entre otras obras maestras, del relato Bartleby, el escribiente, paradigma del espíritu esquivo y emboscado.
La película traza, a partir de ese singular momento de renuncia papal, una doble línea argumental, que discurre entre las estancias del Vaticano y las calles de Roma por las que monseñor Melville, de paisano, se hace pasar por actor y se mezcla (en unos episodios un tanto anodinos) con una troupe de actores histéricos que ensaya y al fin estrena La gaviota de Chéjov. Mientras tanto, el personaje conocido a secas como el psicoterapeuta masculino, encarnado con su habitual humor impasible por Moretti, pasa sus horas en el recinto donde el sínodo aguarda impaciente noticias del fugitivo. Es el segmento más divertido y a su modo conmovedor del filme, con esos partidos y competiciones de balón-volea que el médico prescribe a sus eminencias y estos aceptan con la ilusión y el afán competitivo de unos niños. El retrato del colegio cardenalicio nunca incurre en el esperpento; esos hombres de distintas edades y razas aparecen todos como figuras angélicas (no hay en Habemus Papam sitio para la denuncia de la defectuosa máquina eclesial que había en la obra maestra de Moretti La misa ha acabado), de un angelismo crudo, sin sensualidad ni perversidad. La única y estupenda escena de deliberada comedia,la de la canción de Mercedes Sosa que desde la calle atraviesa los muros sacros, tiene un encanto especial en su mezcla de irrisión y ternura.
Pero el Bartleby de la curia vuelve a la Santa Sede, parece acomodarse a las exigencias de la institución, reconoce su fracaso teatral, y, en un desenlace de una inusitada fuerza dramática, sale al balcón finalmente, habla a los congregados y se vuelve a meter, andando apresurado en una dirección que no cuesta imaginar. El balcón central del Vaticano, vacío de nuevo, nos mira como un ojo; un ojo cavernoso y sumido que recuerda los “dos soles negros” que Sartre veía en el último autorretrato (hoy en el Louvre) de otro hombre famoso por su reticencia y sus silencios, Tintoretto. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).