El país se hartó de tanto espejismo y de tantos fracasos, de tanta torpeza. La gente ahorita está viviendo con el oxígeno de la resignación.
Leonardo Padrón
Vivir en una dictadura puede ser muy sencillo en contextos económicamente prósperos. Con callarse la boca, basta. Imaginemos a un joven chino, estudiante de alguna universidad de su país considerada entre las cien mejores del mundo. Provisto de estupendas bibliotecas especializadas y recursos tecnológicos de toda índole, no extrañará demasiado la ausencia de autores decididamente opuestos a los gobiernos autoritarios, al estilo de Timothy Snyder y Martha Nussbaum. Puede que tampoco funcionen ciertos enlaces de Google y no es fácil enterarse de noticias incómodas para el gobierno. ¿Cuál es el problema? La vida es amable, así de vez en cuando los líderes apliquen medidas draconianas respecto a los brotes de covid-19; lo hacen por el bien de todos.
El Partido Comunista, que por alguna razón ceremonial conserva el nombre estando a la cabeza de un país exitosamente capitalista, reina sobre los chinos, probablemente felices con el éxito de un pueblo que pasó terribles hambrunas y horrorosas persecuciones en el siglo pasado. Mao Zedong, responsable de estas penalidades, sigue siendo una figura honrada, inmune a la responsabilidad. Se prefiere el olvido; en definitiva, el presente es promisorio y en el futuro China se perfila como la primera potencia mundial. Los servicios públicos de las grandes ciudades son aceptables y los niveles de consumo satisfactorios.
La Rusia de Vladimir Putin no es un ejemplo de prosperidad económica; lo es de estabilidad. A diferencia de los protestones de las democracias liberales, los rusos no exigen una economía floreciente; dan la impresión, tal vez engañosa, de que la mayoría ama a su patria, a su religión y a su historia con un amor desmedido. La calidad de sus universidades, del ambiente o de las bibliotecas no les quita el sueño; tampoco los debates sobre migración, violencia de género, precariedad laboral y discriminación a la población LGBTQ. Más de un ruso debe reírse de que jóvenes estudiantes negros de carísimas universidades estadounidenses se consideren víctimas del racismo. Falta orden, falta Donald Trump. La masculinidad tradicional es aplaudida de pie; de este modo, Rusia se arroja sobre Ucrania en nombre de su gloria y Putin sube los números de su popularidad.
Los gobernantes de las democracias liberales deben sentir envidia: a los autoritarios, sin duda, les va mejor. Los rusos han dejado atrás los desmanes del comunismo y siguen adelante con su Iván el Terrible del siglo XXI, en lugar de estar recordando el pasado dictatorial al estilo de los españoles, argentinos, chilenos y, por supuesto, de los alemanes. Alemania, uno de los países más extraordinarios del planeta, baja la cabeza a consecuencia de su pasado nazi; mientras, una dictadura de medio pelo como la rusa no exhibe precisamente arrepentimiento frente a los horrores del estalinismo.
La dictadura del chileno Augusto Pinochet recuerda a la del venezolano Marcos Pérez Jiménez; muy denostadas por los demócratas liberales y los comunistas, gozan de cierto prestigio en otros sectores. ¿Razones? Sus relativos éxitos económicos y el orden impuesto a costa de la represión. Han pasado más de sesenta años desde que cayó Pérez Jiménez y más de treinta del fin del pinochetismo y todavía los nostálgicos de sus países miran al pasado en busca de consuelo. La seguridad personal y cierto nivel de consumo convierten en héroes míticos a unos simples dictadores militares sin demasiadas luces. No hay como una buena y próspera dictadura encabezada por verdaderos patriotas. En cambio, las democracias liberales traen conflictos: juventudes enardecidas, feministas combativas, marchas LGBTQ, libertad religiosa y drogas, por no mencionar el riesgo latente de las revoluciones de izquierda, las cuales han arruinado sistemáticamente a los países bajo su égida.
Cuba alguna vez gozó de prestigio revolucionario y de figuras de estatura mítica, al estilo del tirano Fidel Castro y del asesino Ernesto Guevara. Sus seguidores alardeaban de sus éxitos en salud y educación, asunto que debe ponerse en franca duda; hablar de éxito cuando se usa al personal de salud como mano de obra esclava de exportación es, si se quiere, exagerado. Se trata de un país miserable, convertido en el chupasangre de Venezuela. Una vez decaído el prestigio revolucionario, Cuba es un souvenir de tiempos idos para minorías intelectuales ansiosas de una Disneylandia revolucionaria. La literatura de este país nos cuenta cómo ha vivido la gente más allá de la frialdad de las cifras económicas y del evidente autoritarismo político. Leonardo Padura, Amir Valle, Wendy Guerra y Jesús Díaz constituyen invalorables referencias.
La gente puede vivir en dictaduras económicamente arruinadas, pese a las inconformidades y horrores que alimentan el trabajo de los sectores académicos y culturales. Ama, contrae matrimonio, cría a sus hijos, se divorcia, escribe, trabaja, va al médico, resuelve el día a día, se organiza, viaja y hace fiestas. Basta con disponer de algunas horas de electricidad y de algunas horas de agua a la semana. En el caso venezolano poco importa, además, la ruina absoluta de la educación y la salud públicas; quien puede, educa a los hijos en instituciones educativas y los lleva a costosas clínicas. No importa si no se sale a la calle por miedo a la inseguridad, si hay apenas tres o cuatro librerías en Caracas; tampoco el hecho de que el transporte público sea deficiente y que los taxis cobran tarifas dignas de Nueva York. Disponer de gasolina a precios de mercado y de internet satelital basta. Los que antes protestaban ahora tratan de seguir adelante; es entendible y muy humano.
Venezuela no es la Unión Soviética. Los intelectuales se pronuncian en Twitter sin consecuencias. Se puede cohabitar políticamente con Nicolás Maduro, el verdadero poder; si a ver vamos, me dicen algunas amistades, la oposición no es mejor que el chavismo. Es más, vamos a mandarle una carta a Joe Biden; capaz nos concede audiencia y viajamos todos a la Casa Blanca.
Se puede vivir en dictadura.
¿Cómo?
Con el oxígeno de la resignación.
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.