La señora Milne no ha dejado de cojear y toser desde su difícil caída por las escaleras de hace ya casi dos meses. Ella insiste en acusar a las residentes más veteranas. Incluso tiene en mente el rostro de alguna de ellas como evidente culpable de risas, guiños y fascinación al ver cómo su ocurrencia concluía de una manera mucho más oscura y vertiginosa de lo esperado: con el cuerpo enjuto y quebradizo de la señora Milne golpeando, en su descenso, la fría piedra de los escalones, uno tras otro. Pero no dispone de pruebas ni de testigos. No puede escribir una carta a los padres de la sospechosa, a sus tíos o tutores legales, porque no sabría siquiera cómo plantear sus conjeturas (Estimado señor, recientemente fui empujada por su hija… Estimado señor, su hija ha procedido a llevar a cabo sus maliciosos planes consistentes en empujarme… Estimado señor, tiene usted un monstruo por hija…), que surgirían como los delirios de una vieja encerrada en una abadía.
Sin embargo, la señora Milne no es vieja en absoluto. Lo parece ahora que cojea por los pasillos, más y más encogida en sus espasmos cada vez que se ve atacada por uno de esos violentos y agotadores accesos de tos. Pero sus ojos no han desarrollado alrededor las líneas que los adormecerán y su piel se mantiene limpia de manchas. Además, huele bien. No hace ruido al comerni se oye la actividad hueca de su garganta al tragar sorbos de agua y elevar al máximo el vaso hacia el techo cuando bebe. No expira al terminar. No emite silbidos por la nariz ni se oyen los movimientos de sus tripas en las reuniones previas al almuerzo. Todo lo cual hace de la señora Milne un ser pulcro y de agradable compañía. Muy distinta a otras.
Al igual que yo, no tiene familia a la que visitar ni un hogar al que regresar. Por lo que ambas pasaremos en la abadía los días de la Natividad, ella dedicada a la oración y al cumplimiento de los ritos litúrgicos, y yo entregada a mis libros y a las enseñanzas en materia de horticultura (siembra, laboreo y recolección) que me ofrece el señor Miori, a quien, a veces, me sorprendo llamando Daniel. También pasearé. Con frecuencia me dedico a caminar como lo haría un poeta inglés de principios del diecinueve, pero sin pretensiones, sin nada que argumentar. Solo observando los cambios de escenario. Cuando llegué hace tres años, mesorprendí relacionando el rígidoaislamiento que aquí me esperaba con el dolor que sentía en los músculos al avanzar, y con la limitada capacidad de mis mal acostumbrados pulmones, que se negaban a admitir el aire que necesitaba para seguir andando indefinidamente. Las primeras veces no aguanté mucho. Las piernas no me respondían y me veía obligada a dar media vuelta para, muy despacio, con múltiples paradas para descansar, llegar de nuevo hasta una de las puertas laterales del edificio principal. Aunque he de decir que, más que a la indudable falta de forma física y deentrenamiento (era consciente de que todavía no podía exigirme demasiado), la decisión de volver a los pocos minutos se debía, esencialmente, a una acentuada y extravagante sensación de vergüenza. Al temor de que alguien estuviera observando esa empecinada actitud mía con una sonrisa irónica en los labios, y un “¿puede saberse qué es lo que está usted haciendo? ¿De verdad quiere salir a caminar sola, sin ir a ningún sitio, sin trazar un destino claro en un mapa? ¿Sin un objetivo? ¿Solo para perder el tiempo?”. Aquellas primeras veces regresaba precipitadamente, cerraba los ojos con fuerza e intentaba recordar, repitiéndomelo una y otra vez, que ni en las montañas ni en el lago ni en las ciénagas había gente hostil. Nadie contemplaba mis pasos ni el calzado que llevaba ni la manera de mover los brazos en mi deambular por el camino que hubiera decidido seguir hasta los muros que delimitaban la propiedad y que me impedían continuar. Nadie juzgaba si la marcha que llevaba era la más conveniente, si sufriría una lesión o no por elegir un sendero inadecuado, si arrancaba demasiado deprisa o si se me iba a echar la noche encima sin haber previsto ningún refugio en el que encerrarme para tomar algo sólido. Nadie me observaba. Y, sin embargo, todas aquellas exigencias, aquellas voces reprobatorias que coreaban “¿qué es lo que se propone? ¿Demostrar algo? ¿Va a jugar usted sola a los exploradores?” no cesaban. Jamás. Ni siquiera bajo los benéficos efectos del agua de las bañeras.
Así pues, tras el sexto intento fallido pasé unos días sin salir. Días en los que procuré alimentarme bien, preparar mis ejercicios, leer durante horas y mentirme libremente al recalcarme que si no andaba era porque me dolían las piernas.
No puedo revelarle semejantes impresiones al señor Miori, Daniel, que me explica desde su silla junto al fuego, cerca del árbol que ha decorado con tanto detalle, que diciembre no es el mes más apropiado para realizar según qué labores, y que se dedica, por tanto, a otras: construir nuevos semilleros, vigilar los sacos de arpillera y las telas de plástico con que cubre las plantas más sensibles al frío, arreglar sus herramientas e idear nuevas técnicas que llevará a la práctica durante los meses más cálidos. El color de sus ojos es del máximo azul que pueden aceptar unos ojos, y, algunas noches, aunque pase días sin sentarme a su lado, soy capaz de recordar con facilidad lo blanquecino de su piel salpicada de racimos de manchas rojizas que se diseminan, de forma caprichosa, por sus mejillas, su frente, sus manos.
–¿Sabe usted que al té no hay que echarle azúcar? –lo normal es que yo no responda cuando el señor Miori, Daniel, empieza con su “sabe usted”. De manera que él continúa mientras, a su lado, puede ir perfilándose la silueta deun perro no muy grande, más bien delgado–. Desvirtúa todo su sabor.
Poco puedo añadir yo ante semejantes afirmaciones. El perro suele estar empapado y mantiene la cabeza gacha, como si deseara examinar el suelo, cuando lo cierto es que, a la vez, alza hacia mí sus ojos, negros y profundos, como un súbdito humillado que solicitara la clemencia de su rey. Si está tranquilo me garantiza que nos encontramos los tres solos en la parte destinada a los huertos. Aunque, ¿habían estado las otras personas allí esa mañana, ante la puerta de Daniel, esperándome? ¿Habían dejado allí sus huellas?
Porque a veces recuerdo episodios que creo no haber vivido. Y, cuando eso sucede, cuando salgo a caminar y escucho exigencias y reproches a mi alrededor, me da la impresión de que, en realidad, comparto una existencia más íntima, secreta e intangible con otra gente. Hombres y mujeres que han diseñado cada uno de mis días con anterioridad, con un cuidado y un mimo absolutos, y que saben qué hago, qué opino y qué deploro en cada circunstancia. Personas que, si yo así lo quisiera, si decidiera decir sus nombres en voz alta, se presentarían ante mí para preguntar qué echo de menos. Qué he perdido y qué preciso. Y para procurar satisfacer en un abrir y cerrar de ojos cualquiera de mis necesidades.
No puedo contarle nada de todo esto al señor Miori. Cuando salgo a pasear entre los robles y los fresnos que ascienden en número de diez mil por cerradas pendientes repletas de hojas y raíces al descubierto, después de abandonar los invernaderos y antes de alcanzar los muros de ladrillo y piedra caliza, procuro no escuchar a la gente que me llama. No he de olvidar que los que están a punto de llegar sí reclamarán de mí una conversación ordenada, con sus irritantes explicaciones acerca de los reparos y las consideraciones de los desconocidos. Con toda esa perorata sobre la personalidad y el ánimo, y tantas, tantas palabras, tantos argumentos y suposiciones… Pero, mientras, he de separar los labios ya que el aire se niega a seguir entrando por la nariz, sonreír como si todo lo que el destino me tuviera preparado fuera una inmensa y duradera felicidad, y repetirme que si estoy aquí es por algo. Por algo importante que no debo olvidar jamás.
En la cocina la actividad crece hasta hacerse frenética durante estos días. Alguien llega y alguien se va. Toda la laboriosidad cotidiana de la abadía, de las reuniones y las clases parece ahora reservarse exclusivamente para el espacio consagrado a los hornos y las mesas de amasar donde se elaboran los panes ylos postres que todavía han de repartirse entre algunas familias. Los grandes cubos metálicos en los que se recoge la leche. La mantequilla, los huevos. La leña, el agua, el calor de las brasas… Me muevo entre las cocineras como un espíritu incorpóreo, y, por tanto, nadie parece reparar en mí. Pero he aprendido cosas. Ahora sé que hay distintos tipos de harina y que se le puede añadir fruta, zumo de limón, semillas, pasas, nueces.
–Señorita… ¡Señorita! ¿No preferiría salir al salón? Han preparado un buen fuego, y estará caliente. Aquí dentro va a mancharse el vestido y el pelo se le impregnará de este olor. ¿No preferiría…?
Sí. Desde luego. Resultaría mucho más conveniente que me acercara a los ventanales de la sala de lectura y que, desde allí, contemplara plácidamente el lago cubierto de sombras. Suelo pasar despierta la mayor parte de las horas destinadas al sueño, y me encontraba en un estado de ánimo poco propicio para las celebraciones. Pero, dadas las fechas, resultaba forzoso sentirse agradecida y compartir algo (quizá ese agradecimiento o quizá solo una civilizada y necesaria comprensión mutua) con los demás. Además, sabía que llegarían visitantes para sentarse a nuestra mesa, y sabía que debía mostrarme ante ellos tal y como esperaban: con maneras sencillas y suaves, pero impecables.
Precisamente allí, en la sala de lectura, parecían haber acomodado ya a una de nuestras invitadas más tempranas. En situaciones así, aunque bruscas y fatigosas, resulta obligado aproximarse, sonreír con afabilidad,y hacer lo posible para que el huésped se sienta como en el salón de su propia casa. Y con esa disposición me acerqué. Erguida. Procurando no frotarme los dedos de las manos en exceso, procurando no hacer nada en exceso, y escuchando el torpe sonido de mis pasos. Fui hacia ella con la idea de que tal vez pudiéramos mantener una agradable conversación acerca de nuestra disposición personal a emprender viajes o acerca de personajes imaginarios o de la astucia de determinados infantes. No obstante, al ver su rostro tan demacrado, al contemplar sus ojos a la altura de los míos, su pelo que revelaba la textura y el color de mi propio pelo, y sus ropas tan idénticas a mis ropas, todo lo que conseguí articular fue un ruido amorfo que, más que la manifestación natural de una peculiaridad humana, pareció un profundo aullido animal.
–Bienvenida, ¿señorita…?
–Amanda.
¿Qué más podía decir? Extendí una mano hacia ella y traté de mantener una expresión serena, consciente de que la anfitriona era yo, aunque consciente también de que no debía de estar teniendo mucho éxito.
–¿Desea volver a sentarse, Amanda?
–No es necesario, gracias. ¿Y usted?
Tampoco yo me senté. Me notaba aún más adormecida. Insensibilizada desde el momento en que me acerqué a esa joven con aspecto de haber salido en ese mismo instante, y por primera vez en su vida, de una habitación sin ventanas.
–¿Ha visto ya a la señora Milne?
–No. Aún no he tenido el gusto. ¿Y usted?
–¿Yo?
–Sí. Usted.
–Yo vivo aquí.
–¡Ah! Perfecto. En ese caso ya habrátenido el placer de ver hoy a la señora Milne, ¿me equivoco?
¿Cómo podíamos parecernos tanto? ¿Cómo podía tener mi mismo tono de voz, de manera que era oír sus palabras y tener la impresión de que oía las mías? ¿Por qué movía las manos de esa forma, medida y eficaz, ajustada al ascenso y descenso de sus modulaciones interrogativas? ¿Cómo sabía que debía inclinar la cabeza hasta ese ángulo exacto, en evidente señal de interés, mientras reclamaba a la vez una respuesta rápida? ¿Me había observado? ¿Se había percatado de los buenos resultados que me daban a mí esos remilgos, y había decidido imitar mis pautas? Seguir mis esquemas.
Pude por fin apartarme y dirigirme a la ventana. Uno de los adornos se había desprendido del cristal e intenté colocarlo correctamente. Como debía estar. En su sitio.
–¿Cultiva usted flores? –oí–. A mí me gustan los lirios. Toda clase de lirios. En cambio nunca tengo jacintos en mi habitación. Ya lo habrá advertido usted. Huelen demasiado. Me marean.
¿Iba a tener que escuchar mi propia voz aflorando de una garganta ajena? ¿No podía inventar una excusa aceptable y echar a correr para encerrarme en el dormitorio? No. Porque en ese momento entraba la señora Milne y, tras mirarnos con una displicencia que me resultaba familiar, tras espiarnuestros gestos, avanzó hacia nosotras muy despacio, procurando mantener el equilibrio y no toser. Nos saludó y, mientras entraba también el señor Miori, Daniel, detrás de ella, nos dijo:
–Señorita, ya lo sabe: nada de espectáculos, ¿de acuerdo? No quierotonterías. Los coches están a punto de llegar, y a la mínima, ¿me ha oído bien?, a la mínima, será encerrada. Como las demás. Nada de carreras por las escaleras. Nada de risitas. Nada de tirar los cubiertos al suelo ni de guardar comida en las servilletas. Creo que ha quedado claro. ¿Ha quedado claro? Espero que sepa aprovechar la confianza que hoy depositamos en usted.
Amanda se echó a reír pero no de alegría. Me miró. La suya era la risa de la histeria, y el señor Miori me tomó en brazos como un niño toma un globo de helio para depositarme, con el máximo cuidado, en el sofá.
–Descanse un poco, señorita. Hoy va a ser un día largo.
Un día largo. Sí. En el que no debíamos alborotar ni chillar ni darnos patadas por debajo de los manteles de la mesa grande. Deseaba que llegara la noche y deseaba que concluyera la solemnidad de la celebración. Todos conocían mi modo reservado de comportarme. Pero aquello acababa de empezar. Solo estaba empezando.
Me levanté y volví a mirar por la ventana. Desde allí podría divisar la llegada de los primeros invitados. Quizá conociera a alguno de ellos. Quizá, después de todo, las horas transcurrieran tranquilas y amables. Quizá debiera conformarme, buscar una silla cómoda, disponer de un elegante sombrero con el que cubrirme los ojos, y aceptar de una vez el movimiento acompasado de los pájaros por encima de nuestras cabezas. Desde luego, resultaría mucho más sencillo dejar de pensar. Pero eso es algo que yo no sé hacer, dejar de pensar. Además, al señor Miori le gusta darme golpecitos en las manos para que me detenga. Es mejor que no las mueva con semejante agitación, y ha decidido quedarse junto a mí a este lado de la sala. Así que ahora puedo girarme, contemplar cómo se le entreabren los labios de forma involuntaria y, sin apartar los ojos de una de las manchas más cristalinas, una mancha hipnótica que ha ido a situarse justo debajo de su ojo izquierdo, considerar que la próxima semana, cuando todos se hayan ido, cuando terminen sus ridículas vacaciones y nosotros volvamos a sentarnos al calor del fuego, tal vez sea capaz de pedirle de una vez que me explique en qué consiste todo esto, tanta confusión y tanto vacío. ~
(Madrid, 1971) es narradora y traductora. En 2019 publicó Las efímeras (Galaxia Gutenberg).