“El viernes 20 de julio de 1714, al mediodía, el puente más bonito de todo el Perú se rompió y precipitó a cinco viajeros al abismo.” Así comienza la novela El puente de San Luis Rey, de Thornton Wilder. Muy pronto sepultan a las cinco víctimas y los lugareños quedan impactados por tan terrible tragedia, pensando que el accidente bien les pudo tocar a ellos.
Un cura llamado Junípero había sido testigo del momento fatídico. “Su mirada cayó sobre el puente, y en aquel instante un chasquido llenó el aire… y vio partirse el puente y lanzar cinco hormigas gesticulantes al abismo que estaba debajo de él.” Se pregunta por qué ha ocurrido tal cosa y por qué “les ha sucedido eso precisamente a esos cinco”. Yo me pregunto si es acertada la metáfora de “cinco hormigas gesticulantes”.
A Junípero le ocupan más las cuestiones teológicas que las terrenas, por eso no se hace preguntas sobre la resistencia de las cuerdas, el mantenimiento del puente, el límite de peso que pudiese soportar, los vientos que lo bamboleaban o los pernos con que se hubiese fijado a ambos lados del acantilado.
Hace unos días leí que cincuentainueve personas irían a juicio en Italia por mor de aquel puente que se desplomó en Génova en 2018. Como toda construcción “triunfo de la ingeniería moderna”, era una mole espantosa; pero no fue por fealdad que fallaron sus estructuras y lanzó a cuarentaitrés personas al más allá.
Sería de mal gusto decir que esas cuarentaitrés personas cayeron como hormigas gesticulantes.
A diferencia de los ingenieros contemporáneos, los antiguos romanos construían puentes duraderos. Algunos, como el Pont du Gard o el puente de Alcántara, frisan digna, bella y funcionalmente los dos mil años.
También Mehmed-Pachá mandó construir un puente sobre el Drina que habría de perdurar siglos y siglos, pero en 1914 lo volaron con explosivos. Ivo Andrć lo reconstruyó en 1961 para volverlo un indestructible puente de prosa.
Dos milenios antes, Jerjes ordenó que se tendiera un puente provisional de pontones para cruzar con sus tropas el Helesponto, el cual fue destruido por una tormenta antes de que pudieran utilizarlo. Luego de una rabieta contra el mar, Jerjes dispuso que fueran decapitados los responsables de la construcción.
Tales puentes de pontones suelen ser frágiles. Lo saben bien en la ciudad portuguesa de Porto, donde murieron hasta cuatro mil personas en 1809 cuando quisieron atravesar o ponte das Barcas en tropel, huyendo de los invasores franceses. Hoy nos fiamos de los ingenieros portugueses cada vez que cruzamos los espectaculares Luís I y 25 de Abril.
Hay puentes que mueren muy jóvenes, como la pasarela del hotel Hyatt Regency de Kansas City, que se desmoronó en su primer aniversario por culpa de unos pernos defectuosos, matando a 114 polikansacianos e hiriendo a otros 216. Se pagaron muchos millones de dólares como compensación, pero nadie fue a la cárcel. El responsable o irresponsable de la construcción dijo que las fallas de diseño habían sido tan notorias que “cualquier estudiante de primero de ingeniería las hubiese notado”. Con la ganada experiencia, el hombre se dedicó a dar conferencias sobre cómo evitar errores de construcción.
Durante siglos se ha cantado que el puente de Londres se va a caer. Aun siendo una canción infantil, repite algo que ciertos contratistas no toman en cuenta:
Iron bars will bend and break
Bend and break, bend and break
Iron bars will bend and break
My fair lady
Hasta ahora no se ha cumplido el vaticinio en Londres; no de manera accidental, pues el puente ha sido destruido una y otra vez para sustituirlo por construcciones cada vez más modernas, hasta llegar al adefesio del presente. La versión 1825 del puente de Londres, fue desmontada pieza por pieza y rearmada en Arizona, donde goza de buena salud.
Buena parte de los puentes mortales se diseñaron para el paso de trenes. Será por el peso de los vagones, pasajeros y carga, por su velocidad y vibración que acaban por delatar a quienes construyen con trampa, a quienes reparan con “ai se va”, a quienes dan mantenimiento con “no pasa nada”.
De estos últimos, siempre he recordado al gerente de mantenimiento de Japan Airlines y a uno de sus ingenieros. Cuando en 1985 se fue al garete uno de sus 747, ninguno de los dos dijo “tengo la conciencia tranquila”, sino que ambos se suicidaron. En vez del tradicional sepukku, uno lo hizo con cortes variados de cuchillo y el otro con herbicida. Pero eso ocurrió en Japón, donde el honor tiene tradición.
Para Junípero, la caída del puente fue “un puro acto de Dios”. Tal vez así haya sido, pues aquello ocurrió en 1714, cuando Dios todavía se entretenía colapsando puentes y aceptaba la responsabilidad sin sentir culpa. Pero en pleno siglo veintiuno, Dios ya no se ocupa de esas cosas.
La novela de Thornton Wilder es más interesante en su premisa que en el desarrollo. El final es pobre. La última frase es lamentable: “Hay una tierra de los vivos y una tierra de los muertos, y el puente que las une es el amor, lo único que sobrevive, lo único que tiene sentido”.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.