En alguna de sus muchas entrevistas o alocuciones públicas, Miguel Ángel Aguilar ha contado cómo su padre, Francisco Aguilar Stuyck, inicialmente recluido tras el inicio de la guerra, consiguió un permiso para poder llegarse hasta donde su hijo mayor agonizaba debido a una encefalitis y así poder estar a su lado en sus últimos momentos. No mucho después fue movilizado como médico en el bando nacional, y, una vez concluida la guerra y retornada la familia a Madrid, fue requerido para acudir a las muchas ejecuciones que tendrían lugar y certificar los fallecimientos de los ajusticiados. Se negó, a pesar de las amenazas veladas que sobre las consecuencias laborales que devendrían le hacía aquel militar que había sido encomendado para reclutarle. Y a pesar también de que ese comandante, con un último cartucho de persuasión, le insistía en que aquello de asistir a las ejecuciones era como ir a los toros: ruido y sangre. Esta anécdota probablemente explica el particular desgarro con el que Miguel Ángel Aguilar ha contado y escrito, también por extenso y también con ocasión de esta obra que ahora me ocupa, los postreros fusilamientos del 27 de septiembre de 1975 de los que fue testigo privilegiado. Como de tantas otras cosas de aquel periodo negro, negrísimo, de nuestra historia y de la vida política y social tras la muerte de Franco y hasta hoy mismo.
Pero debo proceder con orden, no desviarme por meandros alternativos, como de modo tan característico y seductor acostumbra a hacer Miguel Ángel Aguilar en las entrevistas que concede o en las conferencias que imparte. No debo hacerlo pues no lo sé hacer como él. Casi nadie puede; para ello hay que tener caudal, memoria y dotes para palear cual remero de aguas bravas; todas esas condiciones y destrezas, medidas en unidades de acontecimientos vividos, contados y analizados, y capacidad para recuperar y glosar esos recuerdos, las tiene y dispensa a raudales quien es ya leyenda del periodismo español. “Uno, grande y libre”, como muy atinadamente le ha descrito Iñaki Gabilondo.
Del decibelímetro a la Ley de gravitación informativa
La nómina de medios y desempeños, desde aproximadamente la década de los sesenta del pasado siglo, apabulla: el Diario Madrid, cuya Fundación hoy preside; Posible; Cambio 16, para el que ejerció de corresponsal en Bruselas; Diario 16, que dirigió, al igual que la agencia EFE; El País, donde fue redactor y columnista durante más de treinta años; Telecinco, donde presentó el informativo “Entre hoy y mañana” y al que, por lo tarde que se emitía, él llamaba “Entre hoy y pasado”; la Cadena Ser; Antena 3, la Sexta. Pero extraordinariamente interesante es también su obra escrita, desde Los últimos años del franquismo de 1976, hasta En silla de pista, sus memorias publicadas en 2018, entre otras muchos libros; o algunas de sus iniciativas más célebres y celebradas como aquella de llevar a las Cortes franquistas un “decibelímetro” con el que medir no solo la duración, sino también la intensidad de los aplausos con los que los procuradores “prorrumpían” (como se decía en la jerga tan característica de entonces) tras la intervención del orador o cuando se anunciaba una iniciativa o aprobación legislativa. El “diagrama acústico del consenso”, lo llamó.
Y es que Miguel Ángel Aguilar es físico, y ha sido constante su empeño por el mestizaje, es decir, por trasladar las actitudes y las aptitudes propias de quien ha cultivado una ciencia “dura” al terreno del periodismo. Entre los productos más conocidos de ese maridaje se encuentra la ley de la gravitación informativa (que desarrolló, con el detalle del astrónomo que lleva en la sangre, en Sobre las leyes de la física y la información, 2009), esto es, la respuesta operacionalizada a la pregunta sobre la “noticiabilidad” (N) del hecho; LA pregunta del periodismo, y que no es sino el resultado de multiplicar el “coeficiente de rareza” (R), siendo R el inverso de la probabilidad del hecho (1/p), por el cociente entre los intereses afectados en el lugar de los hechos (IA) multiplicados por los intereses del lugar donde se emiten los hechos (IE) y el cuadrado de la distancia entre esos dos puntos. Es decir: N= R x [IA.IE/(A-E)2].
“Españoles, Franco ha muerto”, dijo lloroso –y en cada una de las varias tomas que se hicieron, según nos cuenta Aguilar en No había costumbre– el presidente del Gobierno Arias Navarro en televisión española. Con permiso de Miguel Ángel Aguilar, desentrañaremos la fórmula.
Fórmula aplicada
Si hablamos de la noticiabilidad de la muerte de quien, tras vencer en una guerra fratricida, había determinado manu militari el destino de los españoles durante casi 40 años, es difícil exagerar la magnitud de los intereses afectados en el lugar de los hechos. Si ese factor es multiplicado por los intereses de quienes emiten en ese mismo lugar, y además tenemos en cuenta la escasa distancia entre esos dos puntos y el hecho de que se aproxima al cero (pensemos en las decenas de periodistas agolpados en las inmediaciones del palacio de El Pardo primero, y luego en el hospital de La Paz desde finales de octubre) la noticiabilidad de la muerte de Franco aquella madrugada del veinte de noviembre de hace ahora 50 años, tiende al infinito (la división entre cero tiene ese resultado). Quizá por ello, en el genial decir de Julio Cerón (el diplomático de quien procede el título de esta obra), el desconcierto cuando se verificó el hecho de la muerte “… fue grande: no había costumbre”.
Durante un buen número de años, la formulación de la noticia del óbito del dictador de acuerdo con la ley de la gravitación informativa contaba con el no pequeño obstáculo de la determinación del coeficiente de rareza (R), ya saben, el inverso de la probabilidad de que Franco se muriera. Aunque Franco había sufrido un accidente de caza que requirió hospitalización a finales de 1961, cuenta Aguilar con su característica ironía que el “hecho”, el “hecho biológico” –otro de esos cautivadores eufemismos que cosechó el franquismo– solo empezó a ser abiertamente comentable, siquiera sea en los corrillos y cenáculos del poder, a mediados de la década de los sesenta, con la aparición del documental de Sáenz de Heredia, cuyo título, Franco, ese hombre invitaba a derivar la conclusión lógica del modus ponens tal y como miles de escolares habían aprendido a hacer con el hombre “Sócrates”. Pocos años después, allá por 1969, tuvo lugar la primera indicación de un leve percance de salud, de nuevo en una cacería, y en ese mismo año se promulga la Ley 62/1969 por la que se provee lo concerniente a la sucesión en la Jefatura del Estado.
No había costumbre…
Franco abandonaba su condición inmortal en el imaginario colectivo del franquismo político y sociológico, la probabilidad de su fallecimiento no era 0 y con ello la rareza de su muerte dejaba de ser infinita. Se abría la veda para lo que podríamos llamar la “comentabilidad” del “hecho biológico”, y las inevitables especulaciones sobre el ex post Franco (el “y después de Franco ¿qué?”) y se activaba una suerte de consuelo que, aun basado en la contingencia existencial de Franco, se aferraba a la necesidad del esquema institucional diseñado por el régimen. Es ese “después de Franco, las instituciones” que popularizó quien fuera director del Instituto de Estudios Políticos (hoy Centro de Estudios Políticos y Constitucionales), Jesús Fueyo.
Ese periodo en el que, al progresivo deterioro en la salud de Franco del que el público conocía en pequeñas y bien administradas dosis, se acompañaba un océano de incertidumbres, dimes y diretes sobre las posibilidades reales del designado como sucesor a título de rey –el después rey Juan Carlos I– ocupa el primer capítulo del libro, y es en ese capítulo donde también Aguilar verifica y reivindica otro de los leit motiv que a su juicio debe presidir el oficio del periodista, un axioma que Aguilar atribuye a su compañero de entonces en la redacción de Posible, Onésimo Anciones: “las noticias están en los bares”.
En efecto, iniciado el mes de julio de 1974, Miguel Ángel Aguilar entra en Casa Poli y se encuentra con un antiguo amigo que a su vez le presenta a su cuñado, el cardiólogo Isidoro Mínguez Enríquez de Salamanca, quien luego formaría parte del conocido como “equipo médico habitual” encargado de dar los partes sobre la evolución clínica de Franco. Es en aquella mañana cuando, nos cuenta Miguel Ángel Aguilar, tiene noticia por primera vez de que el Generalísimo padece una flebitis, lo cual los lleva, a él y a otros cuantos, en uno de esos gestos de “periodista de raza”, a llegarse a las inmediaciones de El Pardo y husmear a ver qué se cocía por allí. Nada, aunque a los pocos días la noticia se hace oficial. Arranca entonces la cuenta atrás de un final agónico pero al tiempo esperanzador, un final que, de acuerdo con Aguilar, se quiso prolongar hasta, al menos, el 26 de noviembre para así propiciar que se prorrogara el mandato de Alejandro Rodríguez de Valcárcel que cesaba ese día como presidente del Consejo del Reino y evitar que el rey, que ya entonces ocuparía la jefatura del Estado, nombrara al temido Torcuato Fernández Miranda, un nombramiento que finalmente se produjo y que resultó providencial para el advenimiento de la democracia constitucional en España.
Entre el berlangore y el “mediqués”
A lo largo de estas cinco décadas no han faltado los libros y reportajes que han indagado –en muchas ocasiones con detalle no exento de mucho morbo– sobre esos años y horas postreras. Quienes tuvieron inmediación clínica han dado cuenta de esos avatares en sus memorias o en libros o monografías específicas: a los doctores Gil, Vital Aza, Abarca, Hidalgo, Palma, Rivera (autor de la mejor narración de la primera enfermedad de Franco, según Aguilar) entre otros, se sumaron también los embalsamadores, y, como guinda, la “prensa gráfica”, que, en 1984 y mediando precio, publicó una última imagen del proto cadáver intubado que había sacado el “yernísimo” (el doctor Martínez Bordiú) y que alguien vendió al periodista Jaime Peñafiel.
Pero también en la historiografía más solvente y sesuda hemos podido leer los episodios, mezcla del cine de Berlanga y del cine gore (¿berlangore?), de la bajada por las escaleras del palacio de El Pardo de un Franco que expulsaba sangre por todos sus orificios y que tuvo que ser portado en una alfombra porque la camilla no daba; del momento en el que, en la operación a vida o muerte que se lleva a cabo en la vetusta enfermería del cuartel del regimiento de la Guardia auxiliar al Palacio, se va la luz y tiene que acudir de madrugada el electricista del pueblo que se encuentra a su Excelencia con la tripa abierta en el improvisado quirófano; de que durante el consejo de ministros del 17 de octubre de 1975, el último que presidió Franco, un grupo de cardiólogos monitorizaba su corazón tras una cortina. Y mientras tanto, como recuerda Miguel Angel Aguilar, el bulevar que corre en paralelo al palacio de El Pardo, convertido en una feria ambulante que abastecía a los curiosos con churros, algodón de azúcar, almendras garrapiñadas, souvenires del Caudillo… A la habitación de La Paz se llevó el brazo incorrupto de Santa Teresa y el manto de la Virgen del Pilar, amén de otras reliquias.
¿Y qué decir de aquella profusión de informaciones en un “mediqués” que opacaba más que esclarecía y que se sucede desde que el primer infarto es casualmente detectado por el doctor Vital Aza el 14 de octubre de 1975? Aquí van dos botones de muestra. En la edición del ABC de 30 de octubre se informa de que Franco continúa grave y que “al reanudarse la actividad intestinal se han apreciado heces hemorrágicas en forma de melena”. En La Vanguardia Española, en su edición de 8 de noviembre, se da la crónica de la operación, ya en La Paz tras la carnicería de El Pardo, en la que a Franco se le extirpa casi completamente el estómago, una cirugía que fue “bien tolerada” y con la que se consiguieron eliminar “las úlceras responsables de las hemorragias incoercibles”. Para terminar de rematar la escatología, Aguilar nos cuenta cómo la improvisación en la inhumación del cuerpo en la basílica de El valle de los caídos y la exigencia de que se hiciera a ocho metros de profundidad, a punto estuvo de provocar que a mitad de excavación se rompiera una canalización de aguas fecales que pasaba por debajo del presbiterio.
Algo de todas estas dimensiones del esperpento que trufaron los momentos previos e inmediatamente posteriores a la muerte de Franco hay también en No había costumbre, descritas por Aguilar con su proverbial gracejo, e interpoladas hábil y sugerentemente con tres elementos de contexto que resultaron cruciales en el devenir de los acontecimientos: la revolución de los claveles en Portugal, los fusilamientos de finales de septiembre a los que ya he aludido y la crisis del Sáhara.
Son asuntos que ocupan los capítulos 2, 3 y 4 y que permiten al autor extraer algunas tesis de mayor alcance y vuelo que el análisis del “hecho biológico” en sí, tesis que merece la pena aquí consignar aunque sea de manera sintética. Con respecto a la primera, la suerte de “espejo invertido” que fue la revuelta portuguesa, Miguel Ángel Aguilar sostiene que no debemos lamentar no haber alcanzado, como en el país vecino, el horizonte utópico de ver cómo una parte del Ejército se levantaba en armas y propiciaba el cambio democrático. Y haberlos –militares dispuestos a protagonizar esa vanguardia– los hubo: los célebres “umedos” (los miembros de la proscrita y perseguida Unión Militar Democrática) de cuya historia da cuenta Aguilar como buen experto que ha sido en los intríngulis del Ejército. ¿La razón? Que la democracia española que solo pudo llegar habiendo muerto Franco en la cama, nació en cambio sin deberle nada a los militares.
Los últimos fusilamientos
El terrible episodio de los últimos fusilamientos sirve a Aguilar para sostener que un régimen que, sí, tuvo sus adaptaciones y aggiornamentos con el transcurso del tiempo, terminó cerrando un círculo, imprimiendo su sello de extraordinaria crudeza, impiedad y arbitrariedad al término de su vigencia. Y es que, recuerda el autor, siendo Franco comandante en Marruecos, solicitó consejo a Millán Astray sobre cómo fusilar a un soldado que había cometido una indisciplina, y el fundador de la Legión, con un punto de sorpresa, le indicó que tenía que comprobar si el hecho de insubordinación era así castigable y seguir un procedimiento reglamentario. El fusilamiento ya se había producido. Cincuenta años después, un procedimiento sumarísimo plagado de indefensiones y una sentencia y condena ratificada por el dictador y refractaria a toda petición de clemencia, incluyendo la del mismísimo Sumo Pontífice, sirvió de último y ejemplar escarmiento a una sociedad que ya se aprestaba a cambiar definitivamente de página. Dos años después, los miembros del FRAP que habrían colaborado activamente en los atentados que llevaron ante el pelotón de fusilamiento a Xosé Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz, fueron amnistiados.
El rigor extremo que Franco exhibió en muchos momentos –recuérdese el fusilamiento de su primo Ramón muy poco tiempo después del golpe de Estado del 18 de julio– es la seña de identidad de un militar “africanista”, a quien, por ello, el episodio de la marcha verde sobre el Sáhara español auspiciada por el Rey Hassan tuvo que afectarle de manera muy especial. A esa encrucijada, de la que también Miguel Ángel Aguilar fue testigo sobre el terreno, y a los antecedentes geoestratégicos de la situación y solución del Sáhara, también se destinan páginas esclarecedoras haciendo de la narración de la espantada del Ejército en el último momento una lúcida metáfora del colofón mismo de un régimen que se extingue institucional y jurídicamente con la muerte física del dictador.
¿Y del hecho, no ya biológico, sino “sociológico” o “político” del franquismo? ¿Acaso podemos certificar su defunción? Mi impresión, como la de tantos otros, es que no. De Franco y su persistencia, de su rendimiento retórico en el juego político –“Franco es más peligroso vivo que muerto”, ha dicho el politólogo Juan Carlos Monedero– nos hablan neologismos luminosos como “Francomodín”; de la inevitable España eterna cuya historia es siempre la más triste, “Francoland”, puesto en circulación por Antonio Muñoz Molina cuando todo era sólido en contra del procés. Yo mismo me he atrevido a postular que esa persistencia del franquismo en la política española que pareciera que todo lo impregna y todo lo impregnará es una suerte de “era geológica”: el “Francoceno”. Con su habitual finura, el constitucionalista Josu de Miguel ha llamado a este año de soterrada, si es que no explícita, “celebración” de los cincuenta años de la muerte de Franco el “Francobeo”.
Y es que, de seguir Julio Cerón entre los vivos, no habría de extrañar que dijera, a propósito de esta vigencia simbólica de Franco: “persiste el desconcierto; Franco sigue siendo costumbre”.
Miguel Ángel Aguilar
No había costumbre
Ladera Norte
Madrid, 2025