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Temía Babelia amar de nuevo, ay, cuánto miedo tenía del amor. Pero no podía evitarlo. Temía, claro. La primera vez el amor no había causado más que desgracia en su vida. Su vida tan perfecta y claramente delineada desde antes de su nacimiento, cuando los augurios vaticinaron que habría de construirse una gran torre en Farhad, una torre que sería depositaria de las lenguas del mundo, pero también resguardo y memoria de lenguas extintas o en peligro de serlo. Allí se guardarían gramáticas y diccionarios, tratados y manuscritos, pergaminos y tablillas, todo lo que pudiera contener registro de los idiomas hablados y escritos por los humanos desde su aparición en el mundo.
Farhad era entonces una población pequeña, fundada en el oasis del mismo nombre, rodeada por el desierto y alejada de las rutas del comercio y de las caravanas de sal. Sus habitantes estaban dedicados a la siembra de cereales y verduras, de limones y naranjas, de granadas y dátiles, al pastoreo de cabras y camellos, pero también a la música, que los habitantes de Farhad eran dados al canto y al toque del tambor y del ûd.
Al conocerse el oráculo, sus habitantes dudaron. Pensaron en la Torre de Babel y recordaron la suerte de Hipatia, astrónoma, filósofa, matemática, inventora del astrolabio y de la esfera plana, y última directora del Museo de Alejandría, quien fuera asesinada por cristianos que la apuñalaron con caracoles afilados, porque consideraban que la filosofía griega y los conocimientos científicos eran manifestaciones paganas.
Temían que algo así ocurriera a una de sus mujeres, definido como estaba que quien habría de gobernar en la Torre sería una mujer de gran conocimiento. Tanta erudición no podría caber en una sola inteligencia, pensaron algunos. Con todo, los videntes aseguraron que esta mujer en particular traía la virtud de las lenguas en su boca, concebida y nacida para dicha tarea. Además, no debían cuestionarse los designios del oráculo, mandatos enviados a los hombres por la Divinidad misma. Era cuestión de ejecutarlos. Y mientras la Gran Torre comenzó a construirse, la niña era educada para aprender todos los idiomas que el ser humano hubiese hablado a lo largo de la historia de su paso por el mundo.
Sin embargo, los sabios olvidaron el idioma más importante, el que no está escrito en ninguna parte, el que no tiene gramática ni sintaxis ni verbos ni ortografía ni semántica ni dialéctica ni acentos ni monosílabos ni pronunciación incorrecta: el idioma del amor.
Él era un escriba egipcio. Llevado especialmente hasta Farhad para ser el tutor de Babelia en jeroglíficos, escritura hierática, escritura demótica y lenguaje cóptico. Todo lo sabía este escriba llamado Hor.
No solo era hábil en escritura y dibujo, sino también en descifrar símbolos oníricos. Escribía oráculos que recibía a través de sus sueños. Quien necesitara de un consejo, de una premonición, de una advertencia, acudía a él. Éste tomaba las manos de la persona por quien debía soñarse. Estudiaba las palmas y el anverso con detenimiento, elevaba una plegaria y encendía inciensos en ofrenda a Thot, Dios de la Luna, Medidor del Tiempo, Escriba de los Dioses, Señor de la Magia y de la Sabiduría, y en la noche acudían a su mente mensajes que él, como heredero de una antigua casta de ensoñadores y videntes del Alto Nilo, sabía interpretar a la perfección. Jamás había errado predicción alguna.
El aprendizaje de Babelia incluía este tipo de símbolos. Todo lo que pudiera servir de lenguaje e interpretación en cualquier ámbito era tomado en cuenta para formar el patrimonio de la Torre. Las tradiciones orales, los símbolos de los sueños, las señales de la naturaleza, lo escrito, lo hablado, lo interpretado, todo debía ser aprendido por Babelia. Tarea nada difícil para ella, repetimos, pues estaba designada por el Universo con habilidades que ningún otro ser humano tendría.
Nunca había pasado por la mente y el corazón de la mujer nada que no tuviera que ver con la tarea para la que había sido traída al mundo, para la cual había sido separada de su familia desde bebé y criada entre sacerdotes. La presencia constante de los hombres parecía haber inoculado su corazón contra los desastres del amor. También se sabe, los sacerdotes no suelen ser guapos ni galantes ni considerados. Éstos eran hombres demasiado concentrados en sus tareas, olvidados del mundo y de la vida común de los mortales. Como Merkur, de barbas largas y entrecanas con las que ella se entretenía tejiendo trenzas mientras, acunada en sus brazos, repetía las salmodias de los suras del Corán en árabe clásico o los dísticos en sánscrito del Ramayana que él le recitaba.
O Melquíades, quien siempre la acompañaba en sus viajes, y quien le había enseñado a escribir sus primeras letras en omóplatos de camello y en hojas de palmera de dátil, a encender el fuego, a distinguir plantas comestibles y animales ponzoñosos, a reconocer en las arenas del desierto las huellas de las serpientes y las huellas de los humanos, y a leer en el color del cielo del día las variaciones del clima y en las constelaciones de la noche, la orientación de sus rutas de viaje.
O Alikahn, su sirviente y su sombra, un negro de casi dos metros que debía protegerla y dar la vida, de ser necesario, en caso de que alguien osara hacer un daño físico a Babelia. Un africano yoruba que jamás pronunciaba palabra y quien ni siquiera se atrevía a mirar el rostro de su ama. A pesar de su intimidante aspecto, era manso como un cachorro y estaba pendiente de hacer cualquier favor por ella aún antes de que a Babelia siquiera se le ocurriera pedirlo. Antes de sentarse, ya Alikahn había colocado el cojín correspondiente para que el asiento no maltratara con su dureza las delicadas sentaderas de Babelia. Antes de sentarse a la mesa, la comida ya había sido servida y probada por el negro, por si alguien quisiera envenenarla.
Ella no sólo sería la depositaria de los idiomas y las lenguas del mundo sino, lo más importante: al saber escribirlas y hablarlas todas, tendría la capacidad de armonizar entre los humanos y sus diversos conflictos. Una traductora universal que, más allá de las palabras, habiendo absorbido las lenguas conocidas, tendría la capacidad de transmitir el denominador común de todo lo que tuviera facultad de ser enunciado de una manera u otra: el Entendimiento.
Treinta y cinco años tenía ya Babelia y muchos idiomas y escrituras metidas en su cabeza. Idiomas que dominaba a la perfección. La Torre seguía en construcción y parecía no tener fin. Los sacerdotes se ocupaban de la educación de la Guardiana de la Sabiduría, como sería conocida Babelia una vez terminada la Torre.
Entonces ella conoció al egipcio. Y todo cambió.
Los ojos negros de Hor la perturbaron desde la primera vez que lo vio. Y aquella mirada la persiguió de día y de noche.
Era imposible concentrarse en los dibujos, en los instrumentos, en los significados, en las lecturas de derecha a izquierda y viceversa, en todas las variantes y combinaciones posibles. Observaba cómo las manos del escriba mezclaban el hollín con polvos de colores para preparar la tinta. Observaba cómo preparaba el papiro por medio de un procedimiento mágico, con materiales que él había hecho transportar desde Egipto por los sirvientes que lo acompañaban, siguiendo instrucciones recibidas directamente por los dioses y que para cada escriba eran diferentes. Observaba sus dedos recorrer los símbolos uno por uno y escuchaba su voz explicarle que, por ejemplo, podía dibujarse un ganso que igual representa el sonido “sa” o la palabra “hijo”. O que un círculo con un punto en el centro podía significar el sonido “hru” o “día” pero que también era usado para denominar a Ra, el Magnífico, el Supremo Dios Sol, un Dios tan compasivo que había creado la carne del humano con el llanto de su ojo.
Comenzó a confundirse. Comenzó a tartamudear. Babelia, quien en pocos días, en rápidas lecciones y noches de estudio memorizaba todo, comenzó a fallar. Hor tuvo paciencia. Sonreía cuando la escuchaba equivocarse. Y esa sonrisa trastornaba las cosas aún más.
Hor intuía el motivo de la confusión de la mujer. Y algo en él también se confundió.
Muchas otras cosas también se confundieron. Los constructores de la Torre entraron en serios conflictos. Peleaban por cualquier pequeñez. Por los materiales utilizados, por la manera de transportarlos, por los días perdidos, por el calor del día, por el frío de las noches, por la arena pegándose a sus bocas, picándoles el rostro, por la poca comida, por el zumbido de las moscas, por el hartazgo de todo.
Eran constructores de diferentes regiones y países del mundo y hablaban diversos dialectos y lenguas. Los traductores contratados para lograr que pudieran entenderse estaban hartos de estar bajo el sol, como peones, tragando polvo e intentando pulir las groserías que solían decirse entre sí los albañiles, los carpinteros, los cargadores, los aprendices.
Los sacerdotes no entendían nada y se alteraron aún más cuando escucharon a Babelia pedir un descanso, una pausa. Hor quería regresar a Egipto y pensaba llevársela. Se lo había dicho a ella, pero no a los sacerdotes. Los enamorados sabían que aquello era una empresa imposible, algo que no les sería permitido. Que el oráculo estaba claramente marcado lo sabía Hor, que había soñado con Babelia sentada en una habitación solitaria situada en la punta de una Torre de barro rojo, a la que se accedía ascendiendo durante 3 años y 94 días por una escalera dorada en forma de espiral, Torre en cuyas paredes había más libros que en la propia biblioteca de Alejandría.
La interpretación era clara: ella tenía una misión qué cumplir en aquella Torre, misión que cumpliría a costa de su propia vida. No le gustaba que la Torre, en el sueño, fuera de barro rojo. Eso significaba destrucción. Pero Hor, tan respetuoso de los designios divinos, ni siquiera quiso atreverse a pensar que aquella gran empresa que traería paz y concordia a la humanidad, podría detenerse, derrumbarse para siempre. Y mucho menos quería pensar que él tendría algo que ver en el descalabro de la Torre.
Todo aconteció simultáneamente. Hor, cansado de esperar y conocedor de los designios identificados con toda claridad en sus sueños, regresó con sus sirvientes, sus papiros y sus cañas a Egipto. Se fue sin decir adiós a Babelia.
Mientras ella lloraba desconsolada ante la ausencia de Hor, quien había partido sin una despedida, sin una explicación, habiéndole prometido tan sólo unos días antes amarla por siempre, mientras lloraba sin comprender la contradicción entre las promesas y la ausencia, entre las miradas y el silencio, entre la realidad y el deseo, un par de arquitectos de la Torre se agarraron a puñetazos por alguna diferencia y comenzó una pelea que se extendió a todos los que estaban en el área de construcción.
Nadie supo cómo había comenzado, y lo que era peor, quién luchaba contra quién. Parecía que cualquiera que estuviera por delante era merecedor de un golpe, de un escupitajo, de un puntapié, de una blasfemia. Comenzaron a tirarse piedras y lodo, instrumentos y planos. Los sacerdotes miraron horrorizados lo que ocurría sin podérselo explicar y sin poder detenerlo.
Babelia lloraba. Nunca la habían visto llorar, ni cuando niña. Asomados a la ventana de la estancia donde Babelia había sido instruida y donde ahora se ahogaba en llanto, observaron la nube de polvo desatada por la lucha entre los constructores de la Torre.
—¡Todo se ha perdido! —exclamaron afligidos.
Merkur encontraría más tarde una nota dejada por Hor. Era el oráculo de su último sueño. La única que podía descifrarlo era Babelia. Emocionada, leyó el papel, deseosa de saber algo del escriba.
El oráculo estaba en escritura hierática y era claro en su lectura: “En el sueño, vi una Torre derrumbada y a los hombres vagando por el mundo. Y la Guardiana de la Sabiduría, destinada a unir a los hombres por la palabra, vagará al igual que ellos, masticando soledad”.
Ella leyó para sí el mensaje y exclamó en voz alta:
—Que el oráculo se revierta contra él. Malditos sean el egipcio y su estirpe por siempre.
Fue lo último coherente que le escucharon decir.
[El barco de las promesas rotas se publicará próximamente en El Salvador.]
Jacinta Escudos (San Salvador, 1961) es escritora. Entre sus libros más recientes están 'Maletas perdidas' o 'El asesino melancólico'.