El proyecto de rescate de los lagos para la ciudad de México significa no solo entender y usar el territorio de una nueva manera, sino creer todavía en la posibilidad de construir su guion. Se suelen cometer dos errores básicos al pensar en nuestras ciudades. Por un lado se las considera con vida propia y, por el otro, paradójicamente, se las cree estáticas o por lo menos lentas. Pensamos, aunque sabemos que no es cierto, que una ciudad donde llueve tendrá agua y una ciudad industrial siempre lo será. Incluso las imaginamos depositarias del carácter falsamente inamovible de sus habitantes (“las personas de Monterrey son honestas y trabajadoras”). Pero hay una diferencia radical entre tomar la ciudad como algo heredado y asumirla como algo que se construye.
Resulta tan fácil secar un lago como inventarse uno. Si bien sobran ejemplos de ciudades ampliadas sobre olas, de montañas escarbadas o de ríos contaminados vueltos potables, parecen casos esporádicos o difíciles, hasta que volvemos a encontrarnos con una avenida reemplazando un bosque o una ciudad diseñada desde sus escombros.
Barcelona decidió dejar de dar la espalda al mar para reinventarse, así como otras ciudades lo han hecho con sus ríos o infraestructura obsoleta: del soterramiento de la M-30 de Madrid al Big Dig de Boston, de Central Park al Highline neoyorquinos, del próximo East London Olímpico al Curitiba brasileño. Convertir una fantasía en un mejor lugar no es solo factible sino extremadamente rentable. Pistas de esquí o canales navegables, bosques instantáneos y ciudades peatonalizadas, lugares entendidos en función de su territorio, basados en la certeza de poder reescribir su historia.
En la ciudad de México, que en menos de cinco décadas pasó de dos millones de habitantes a casi veinte, donde el setenta por ciento del crecimiento ha consistido en asentamientos irregulares y el noventa por ciento del agua se tira al drenaje, ¿por qué no querer en solo un par de años, a diez kilómetros del Zócalo, un sistema de lagos tres veces mayor a la bahía de Acapulco, capaz de restaurar el equilibrio hidrológico, evitar el hundimiento de la ciudad, disminuir la contaminación…? No se trata solo de un proyecto de agua y de lagos, ni de un aeropuerto necesario, sino de dirigir el desarrollo de la metrópolis.
Las colonias céntricas de la capital –Cuauhtémoc, Juárez, Santa María, Guerrero, Doctores, Centro Histórico, Zona Rosa, Roma, Condesa y Polanco– apenas equivalen a un dos por ciento del área metropolitana (cuyo crecimiento se calcula en casi una hectárea al día, insostenible en términos tanto ambientales como cívicos). Históricamente, la ciudad ha dado la espalda a su condición natural, desentendiéndose del equilibrio que el urbanismo azteca había supuesto con el agua como aliada. Después, con ríos hechos drenaje, el lago se convirtió en llano, y se ha nombrado valle a lo que es una cuenca. El proyecto, retomando la vocación lacustre del sitio, propone una alternativa de subsistencia para la urbe.
Se quiere rescatar el diez por ciento de los lagos que existían (hoy en proceso de urbanización y cada día reducidos). Además del vacío expectante del antiguo lago –foco de las partículas suspendidas culpables de hacernos solo toser–, el proyecto abarca los bordes de la ciudad, la periferia, el tema de la basura, las construcciones informales, el desarrollo turístico, lo urbano así como lo regional. Plantea también la redensificación a partir de la liberación de espacios públicos.
Mientras parece que las palabras naturaleza y artificio han dejado de ser dos para volverse una sola, es cada vez más inútil obviar los efectos del uso de recursos. La existencia de carreteras bajo el agua, playas inventadas y ciudades construidas en un día o sobre un basurero apenas sorprende, por lo que no se explica que la naturaleza de una ciudad y sus posibilidades se desoigan, eliminando la alternativa de un panorama equitativo y sustentable.
La ciudad de México dejó de verse como proyecto desde los Juegos Olímpicos del 68. Aunque la estrategia olímpica fue acelerada y dispersa, unida más por la gráfica y la televisión que por visiones uniformes, representa la última ocasión en que se visualizó la ciudad bajo un plan. Desde entonces, el país ha optado por las fanfarrias de una escultura frente a las posibilidades de un parque. Del intangible Fórum de las Culturas 2007 de Monterrey a los desaprovechados Juegos Panamericanos de Guadalajara de este año, del Arco-Estela del Paseo de la Reforma a los segundos pisos (demolidos en otros países interesados en tejer sus ciudades de nuevo), el desarrollo se ha entendido solo desde la inmediatez o la ventaja individual, y no desde la lógica de resolver, conectar, potenciar.
Medellín lo hizo en cuatro años con un gobierno municipal enfocado en recuperar la ciudad a partir del espacio público. Consiguió sustituir armas por libros y espacios residuales por parques, convirtiendo colonias inaccesibles en rutas obligadas donde lo cultural, el deporte, lo educativo y la calle son lo mismo. La estrategia colombiana hizo obvio lo que hasta hace poco se veía inalcanzable. Pensar que un lugar puede funcionar sin atender las zonas más duras, sin la creación de espacios colectivos, olvidando la conectividad tanto social como geográfica, es hoy, por fin, incosteable.
Se dice que la ciudad que perdimos puede ayudar a imaginar la ciudad que queremos. Se dice también que si dejáramos desierta la ciudad de México, volvería pronto a ser un lago. La factibilidad del proyecto Ciudad Futura subyace en los planes del ingeniero Nabor Carrillo de los años sesenta. Conocemos, sin embargo, la inercia de un lugar al que gustamos llamar escenario fatalista, de ficción, orgullosos porque opera de manera casi milagrosa, como si todo esto redujera nuestra complicidad.
Si las cifras en México preocupan, así como su condición de país estadísticamente indeterminado, muchas de las condiciones urbanas desbordadas son compartidas. A Bombay emigran cada hora 42 personas, además de las que nacen, mientras en Nueva Delhi la población oscila entre los trece y catorce millones de habitantes dependiendo de la hora del día. Los ejemplos podrían seguir, tanto como los proyectos y foros que atienden estos fenómenos. Las ciudades no son solo la concentración de problemas, sino los lugares donde pueden resolverse.
El proyecto Gran París –una iniciativa de diez propuestas lanzadas imaginando la nueva identidad regional del 2030 para favorecer la continuidad entre la capital y los barrios periféricos–, así como el London Legacyque los ingleses inventan utilizando la escusa del 2012 para reconvertir terrenos inservibles en áreas verdes, acercando el East Side y anunciando los primeros Juegos Olímpicos sostenibles, buscan, en palabras de Nicolas Sarkozy, “crear la base del arte de vivir juntos”.
En Nueva York, el MOMA convocó a cinco equipos interdisciplinarios a pensar la ciudad en función de los niveles de agua crecientes pronosticados para las próximas décadas. Por medio de talleres y una exposición en el 2010, Rising currents: Projects for New York’s waterfront, la ciudad se reinventa pensando en transformar su litoral problemático en innovación. Hoy la sostenibilidad de una ciudad depende de qué tan compacta sea, pero también de su creatividad.
¿Por qué convertir durante navidades una plancha de concreto en pista de hielo, pudiendo tener un plan factible de rescate ambiental, de reencuentro de la ciudad con su geografía? Donde no hay un debate sobre decisiones urbanas ni existe la planeación, en territorios donde un puente peatonal sirve igualmente para cruzar que para colgar, ¿por qué no una estrategia que plantee, sobre todo, la posibilidad de un proyecto común? ~