Decadencia y muerte del informativo

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El 27 de febrero de 1968, Walter Cronkite –el presentador de las noticias de la noche de la CBS, considerado “el hombre más fiable de América”– terminó su especial informativo sobre la guerra de Vietnam con una nota educadamente crítica con la manera en que el gobierno la estaba conduciendo. Nada más acabar el programa, el presidente Lyndon B. Johnson dijo a sus asesores: “Si he perdido a Cronkite, he perdido al americano medio.” Semanas después, anunciaba que no se presentaría a la reelección. La televisión, y especialmente su programación informativa, servían para algo más que para entretener la cena: servían para controlar al poder y su gestión de lo público.

Durante las últimas seis décadas, como ejemplifica este célebre hecho, la democracia no habría sido como la conocemos de no ser por la existencia de la televisión (tampoco las dictaduras, por cierto). Sin embargo, si hoy confiáramos a la televisión española, y a su información política en particular, la vigilancia de nuestra democracia, las cosas estarían mucho peor de lo que ya están. Los programas informativos en España se han convertido en un trámite que algunas cadenas rellenan casi exclusivamente con cuerpos asesinados, haciendo deporte o prestos al sexo –Telecinco, Antena3–, un escenario formal para el sensacionalismo partidista –Cuatro, La Sexta–, o mera propaganda –la mayor parte de las autonómicas, si no todas. Las nuevas cadenas de TDT –La 10, Veo7, Intereconomía, Libertad Digital– no son más que periodismo deportivo aplicado a la política: frases hechas masticadas con mucho énfasis; Televisión Española es al fin imparcial –y se trata de una excelente noticia–, pero no será nunca un órgano de control del poder, pues depende de él; y CNN+, que era un buen intento de hacer información para ciudadanos conscientes de su importancia para ser eso, ciudadanos, era deficitaria y sus nuevos propietarios, legítimamente, decidieron cerrarla. De todos los casos que he mencionado, es este último –pese a sus indiscutibles defectos, como su moralismo progresista y exceso de tertulias frente a reportajes– el que más me preocupa. Trataré de explicar por qué.

La existencia de un proyecto cultural –y una redacción de informativos es un inmenso proyecto cultural– necesita, por supuesto, de empresarios con talento y recursos, de anunciantes fieles, de profesionales muy cualificados y de una imagen pública reconocible y fiable; pero además de todo eso, es imprescindible que cuente con un público al que dirigirse, un interlocutor que, en última instancia, esté dispuesto a pagar –de la forma que sea– por tener acceso a ese producto singular. Pues bien, en España parece que no existe ese público, y esa es una pésima noticia para nuestra cultura. Sí existe, sin duda, el que da buena audiencia a una inmensa televisión pública deficitaria o sostiene canales vulgares y muy rentables, sí el que hace posible la prensa rosa y también la de calidad; sí el que compra libros buenos y malos, el que ve películas ridículas y descubre pequeñas joyas, pero no el que debería sostener un proyecto informativo como el de CNN+ o cualquier otro parecido: una clase media culta, curiosa, cosmopolita, descreída y con algo de dinero en el bolsillo. Cuando ese canal desapareció, yo mismo corrí a decir que su sustitución por Gran Hermano 24 horas era una perfecta metáfora del funcionamiento de la televisión española. Es algo peor: una perfecta metáfora de la sociedad española.

Por una vez, pues, no podemos echarle la culpa a los políticos taimados –aunque vayan a La noria–, a los pérfidos empresarios –aunque sean timoratos– o a la atontada masa –que, en cualquier caso, no parece tener gustos muy sofisticados. Si usted está leyendo esta revista, es muy probable que forme parte de la porción más culta de la sociedad española, y es precisamente esa pequeña pero decisiva parte del país la que ha decidido desinteresarse de la información televisiva. Nos preocupa que sea mala, porque seguimos desconfiando –y no nos faltan razones– de la capacidad de nuestros conciudadanos para informarse en los periódicos, las revistas, las radios y las webs de calidad; pero al mismo tiempo no hemos sido capaces de apoyar proyectos sólidos –CNN+ tenía una audiencia inferior al uno por ciento del share– que remediaran en algo lo que tanto nos consume.

La consecuencia de esa inexistencia de un público suficientemente amplio es, naturalmente, la inviabilidad de proyectos así y, a su vez, la desaparición del periodismo serio en la televisión. Esta sigue siendo un buen espectáculo, un magnífico espectáculo a veces, pero ya no ofrece ningún servicio parecido a la jerarquización de las noticias, al establecimiento de un diálogo civilizado sobre asuntos de importancia pública. Puede que RTVE haga esfuerzos admirables por hacer las cosas bien con unos recursos que no se nos ha preguntado si queríamos aportar, pero mientras no haya un público dispuesto a apoyar con su atención o su dinero a los empresarios que lo intenten, la cosa no va a ser posible. Y no creo que quede ya ningún empresario con esperanzas. Es sintomático que las nuevas televisiones que emanan de compañías dedicadas, sobre todo, a la prensa escrita hayan decidido hacer canales mucho peores que sus periódicos.

Tengo para mí, pues, que la información televisiva de calidad y privada es imposible en España. Carece de público, y el que podría serlo, escaldado, se busca la vida en otra parte; incluso en cadenas privadas extranjeras, de CNN a Al Yazira, que ofrecen un buen servicio online. Y aunque me irrite mucho la mala calidad de las privadas generalistas y, especialmente, la función puramente clientelar de la mayor parte de autonómicas, me preocupa mucho más la incapacidad de la sociedad española, de sus estamentos más dotados, para crear y apoyar productos a la altura de los que existen, entre su buena porción de basura, en los países a los que querríamos parecernos. No es que no tengamos un Cronkite; es que si lo tuviéramos no tendría audiencia y el pobre tendría que irse a narrar los partidos de la selección. ~

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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