Camino sonámbulo entre botellas vacías, confeti sucio, vidrios rotos y globos desinflados. Un borracho dormita aún en mitad de la calle y el olor a tabaco y vómito, alcohol y pólvora, lo dice todo: aquí hubo una fiesta mexicana. Relojes gigantes, construidos para dar la cuenta atrás, no saben qué marcar y miles de trajes típicos esperan en húmedas bodegas un futuro museo, inútil y vacuo antes de nacer. Típico. Un coloso descansa desmembrado en un lote baldío. México celebró doscientos años.
¿Qué hicimos? ¿Por qué no fuimos capaces de hacer del bicentenario un punto de inflexión en nuestro desarrollo? ¿No son fechas así la oportunidad que espera todo líder para proponer metas ambiciosas, movilizar las energías ocultas de una sociedad, y cumplirlas solemnemente? ¿Es aceptable que no hayan sido capaces ni siquiera de inaugurar una estela de luz, un parque botánico, por otra parte ambos proyectos mal concebidos?
Desde el primer día del gobierno de Vicente Fox, amparado en la legitimidad de la democracia, se debió haber hecho un plan concreto para llegar a ese día con la tarea hecha y convocar a toda la sociedad a sumarse a un objetivo claro, simple, inobjetable.
¿Se imaginan esta estampa?: el presidente de México abre el grifo del último pueblo del país sin agua potable la mañana del 15 de septiembre del 2010. Al mediodía corta el listón del único municipio que aún no tenía clínica médica. Por la tarde, sube el switch de la más remota ranchería, última población sin luz. Y en la noche, entonces sí, a gritar los “vivas” que se quieran.
Carajo, ¿no sabían que “la polis es la obra de arte de la política”?
Al caos del gobierno, rebasado por la violencia, y su propia falta de peso, se sumó el desdén de la sociedad civil, el boicot de los poderes locales, el rifirrafe de los partidos políticos, la codicia de los grandes empresarios, la retórica de los acadé-micos y el refinado mal gusto de las televisoras privadas.
Plap, plap, plap: aplausos bicentenarios.
Don Porfirio, que fue un criminal muy abusado, quiso hacer del centenario de la Independencia el epitafio sideral de su gobierno. El país se llenó de obras públicas. En las ciudades, red eléctrica y sistema de alcantarillas, verdaderas proezas en aquel entonces; en las costas, faros y puertos bien dragados; y el campo todo surcado, pero por nuevas vías de ferrocarril. Presas y calzadas brotaron como setas. Un teatro para cada capital. Y un desfile temático que era un prodigio de osadía para su época. Hubo hojarasca: banquetes, bailes de gala, exhibiciones de globos aerostáticos y recepciones diplomáticas (con pulque). El nuevo Palacio Legislativo quedó inconcluso y su argamasa es hoy el monumento a la Revolución (semiólogos, abstenerse). Pero había un proyecto, un plan de acción, y se cumplió. Eso sí, tras la mascarada y el papel de China, todo saltó por los aires. Tengo para mí que en el Plan de San Luis, del 5 de octubre de 1910, en que Francisco I. Madero llama a la lucha armada, desmintiendo su credo pacifista y los postulados reformistas de su célebre libro (La sucesión presidencial), influyó mucho la apoteosis del centenario.
Sin embargo, el gobierno de Madero estaba condenado: en un extremo, los rebeldes que lo llevaron a Palacio Nacional presionaban para que se radicalizara; en el otro, los poderes fácticos del Porfiriato aún activos amenazaban con derrocarlo. Y en medio, una sociedad atenazada por décadas descubría el suave licor de la libertad y se emborrachó. Al norte, un vecino abusivo. Y al sur, un caudillo irreductible. El golpe de Estado de Victoriano Huerta, la brutalidad del asesinato de Madero y los demonios sueltos de un país en crisis consigo mismo explican aunque sea parcialmente las dos décadas de guerra civil que se sucederán. Hasta 1934 México no alcanza el nivel de riqueza que tenía el 15 de septiembre de 1910. Eso sí, mucho más poblado.
Ante estos hechos, ¿qué debió hacer un gobierno democrático, encabezado por un partido político que nació justamente para contestar en las urnas el poder revolucionario? Al menos, pienso yo, cuestionar el mito, proponer otra lectura del pasado al país y de su gesta armada. Una mirada compleja y serena, que rescatara los hechos oprobiosos del poder revolucionario. Una pedagogía a favor de los héroes cívicos, que dedicaron su vida a hacer más rica la hacienda pública, y no de los héroes de bronce, segadores de vidas. Abjurar de la lógica política que ensalza la lucha armada sin reparar en sus consecuencias. Abjurar, pues, del mantel con olor a pólvora. Y ante esa posibilidad, ¿qué hicieron?: una estatua ecuestre de Madero para rivalizar con los eternos jinetes de Villa y Zapata.
Ante el segundo aluvión de héroes, ahora centenarios, todos a caballo y con el gatillo fácil, el gobierno tiró la toalla y prefirió repetir mecánicamente “viva la Revolución” que dar la batalla de las ideas. No pudo, o no quiso entender, que por más que se desgañite, se disfrace de Adelita y se ponga unas cartucheras de hojalata, se le ve la peluca de Edmund Burke, la alargada sombra de Chateaubriand y la sonrisa irónica de Francisco Bulnes. ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.