Ocaranza tiranizaba a su mujer y dos hijos. Era un hombre muy gordo. Así lo cuenta Jesús Gardea en su tremendo cuento “Como el mundo”. Los lugareños lo odiaban “con su boquita roja de muchacha y sus nalgas increíbles”. Le daba por ir a cualquier hora, incluso en la madrugada, al excusado que tenían fuera de la casa. Como no se valía por sí mismo, los hijos habían de acarrearlo y estar pendientes hasta que terminara de obrar. “La vida de Ocaranza consistía en comer y echar lo comido. Cuando no estaba mandando a sus tristes soldaditos, estaba en el excusado.” Hasta que un buen día los hijos se hartan y dejan al padre abandonado en el retrete. Los lugareños se dan cuenta del inminente final de Ocaranza. Montan guardia hasta que “un soplo de viento nos trajo una hedentina atroz, como si se estuviera pudriendo el mundo entero”.
En la letrina también Arrio encontró la muerte por no creer en la Santísima Trinidad. El historiador eclesiástico Sócrates de Constantinopla lo cuenta con más detalles de lo que exige la elegancia:
Cuando se acercaba al sitio llamado Foro de Constantino, donde se levanta la columna de pórfido, la conciencia de Arrio se vio asaltada por un terror que surgía del remordimiento, y con el terror le vino un relajamiento de los esfínteres. Entonces preguntó si en ese sitio había un lugar apropiado. Le indicaron la parte posterior del Foro de Constantino y se apresuró a ese lugar. Una vez ahí le vino un desfallecimiento, y junto con las evacuaciones se le asomaron las entrañas, seguidas de una gran hemorragia y el descenso de los intestinos; además le salieron porciones del bazo y del hígado en la efusión de sangre, de manera que murió en el acto.
Hay un icono que muestra la suerte final de Arrio. Por fortuna mantiene las vestiduras y lo que le brota parece llamaradas que salen del vientre. Tengo una edición sobre esa misma historia pasada por agua que simplemente dice: “Se dirigió rápidamente a unas letrinas que había detrás del foro, y murió reventado”.
No sé si la letrina siguió empleándose para lo que fue edificada. Sócrates de Constantinopla sí cuenta que, más de un siglo después, el sitio aún era lugar de curiosidad y escarmiento.
Se entiende que estas narraciones deben evitar ciertos detalles. Cuando los personajes de la novela decimonónica enferman de tuberculosis hay mucha tos y sangre. Tolstói llega a hablar de una pared salpicada de tosiduras. Se hablaba de pañuelos impregnados.
En cambio con la malaria, el tifus u otras enfermedades diarreicas, la donosura obligaba a pasar de la fiebre a la muerte sin más pormenores.
Acaso el que se halla en agradable situación para el lector, que no para él, es Sancho Panza, cuando bebe el bálsamo de Fierabrás y “pensó bien y verdaderamente que era llegada su última hora”, pues “comenzó el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales, con tanta prisa, que la estera de enea sobre quien se había vuelto a echar, ni la manta de anjeo con que se cubría, fueron más de provecho”.
Siempre tuve dificultad con la insolvencia poética de aquel pasaje en que Jesús explica una de sus parábolas: “¿No entienden aún que todo lo que entra en la boca va al vientre y es echado en la letrina?”, tal como está en la Reina Valera. Si bien hay una versión “revisada” que empeora la palabra de Dios: “¿No entienden que todo lo que entra en la boca pasa al vientre, y es echado en el estercolero?”. El original dice: ἀφεδρών, una de esas comodidades que llevaron los romanos al mundo.
Por esas mismas fechas, pero en Roma, el emperador Tiberio le cortó la cabeza a un cónsul de la mayor nobleza, diciéndole: “Llevando mi moneda en su seno y entrando en lugares impuros y llenos de excremento, vaciaste así tu vientre cargado”.
La historia dice que tampoco se podía llevar la imagen del emperador a los burdeles.
Leyenda o verdad, algo así le ocurría en la Unión Soviética a quienes utilizaran para fines higiénicos algún periódico con la imagen o nombre de Stalin. Quizás leyenda, pues en Los que susurran, de Orlando Figes, puede leerse el testimonio de una mujer: “Solo había un retrete para cuarenta y ocho personas. La gente iba con su propio jabón y papel higiénico, que guardaban en su habitación”.
En estos menesteres es difícil superar el desparpajo Gargantúa.
Mas alguna atracción han de llevar estas historias, pues del libro de Suetonio sobre la vida de Lucano se ha perdido casi todo y apenas han sobrevivido unas líneas, entre las que se hallan estas: “Hasta tal punto que en una ocasión, en las letrinas públicas, después de expulsar con gran estruendo una ventosidad, provocó la huida en masa de los que estaban sentados cerca de él pronunciando este hemistiquio de Nerón: Se diría que ha tronado bajo tierra.”
Las palabras sobre el estruendo, están así en el original: “cum strepitu ventris emissi”. Más fino suena que en español.
Marcial le compuso un epigrama a un tal Vacerra, que pasaba el día sentado en los retretes comunales, no para hacer lo que ahí se hace, sino para encontrarse con alguien que lo invitara a cenar. El verso final, en claro latín dice: “cenaturit Vacerra, non cacaturit”. La nota al pie informa: “Al no disponer las letrinas públicas de compartimentos individuales, eran un buen lugar de encuentro para solucionar la gran obsesión romana de ser invitado a cenar”.
¿Por qué me dio hoy por pensar en letrinas y estercoleros?
Esta mañana releí el cuento sobre Ocaranza y pensé en el final: “Como si se estuviera pudriendo el mundo entero”.
También pensé en el principio:
“Era notable cuánto le gustaba el mando. Desde que el sol nacía, en su casa, y fuera de ella, todo era órdenes. En esto, su ingenio no tenía límites. Secaba y retorcía las cosas con tal de salirse con la suya.”
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.