En las últimas semanas, los medios de comunicación españoles y extranjeros reflejan un mismo mensaje: estamos viviendo una tormenta perfecta en el sector tecnológico. Una gran ola de despidos está recorriendo todas las big techs, su valor en bolsa se ha despeñado, las apuestas tecnológicas más recientes no han dado el fruto deseado, la regulación europea –y también la india y la surcoreana– aprietan cada vez más, se ha abierto el melón del pago a los gestores de las redes y, por si esto fuera poco, las criptomonedas han colapsado. Estamos, se dice, ante el estallido de la burbuja tecnológica. Como colofón, The Economist –ese formidable creador de opinión que mantiene la hegemonía británica en el pensamiento global– ya ha publicado dos artículos dando fe del fenómeno, con su incomparable talento para los titulares: “Big tech falls to earth” y “Big tech, big trouble”. Roma locuta, causa finita.
En resumen, un festín para los tecnopesimistas y tecnoapocalípticos, para todos aquellos que llevan años avisándonos de que la digitalización no podía traer nada bueno, ni en lo político (pues ahí se ha visto amparado el nuevo populismo) ni en lo económico ni en lo social. La caída de los dioses y las big techs, que caminan hacia su particular Valhala en llamas.
Las empresas que emergieron como las grandes ganadoras de la pospandemia en muy poco tiempo se encuentran afrontando una grave crisis, inesperada para ellos y para todos. Por eso, lo que mayor atención y análisis merece es la evolución de su valor en bolsa. Arrancaron el ejercicio 2022 con un valor de mercado conjunto de casi diez billones de dólares y ocupando cinco de los siete primeros puestos en el ranking mundial de empresas por capitalización. Ahora valen unos 6,7 billones de dólares, lo que supone una pérdida de capitalización de 3,251 billones –más del doble del pib de España en 2021– y con Meta cayendo desde la séptima hasta la vigésima posición en la clasificación de las cotizadas más valiosas del mundo. Solo una semana, la de presentación de resultados en noviembre, se llevó por delante 500.000 millones de dólares de capitalización. Desde enero las acciones de Apple han caído un 20%, las de Alphabet/Google un 35%, las de Amazon un 50% y las de Meta un 70%.
Detenernos en este dato es muy importante cuantitativamente, pero también cualitativamente, porque la extraordinaria capitalización de estas compañías representaba, más allá de los números, una dinámica de transferencia de riqueza (y su consolidación) en unas pocas manos que recordaba mucho a la acumulación originaria capitalista. Era la manifestación más gráfica de cómo estas empresas se habían convertido en la columna vertebral de nuestro sistema económico, dentro de un proceso de revalorización que no parecía tener límites. Sin embargo, el fin de ese proceso de crecimiento está haciendo que estas empresas descubran las calamidades y las miserias de la economía tradicional y los sectores maduros: profit warnings, presión trimestral por los resultados y escrutinio enfermizo de los analistas. Bienvenidos al mundo real.
Fijarse en el valor en bolsa de estas empresas y su evolución reciente es también importante porque permite entender que lo que está pasando es más complejo y que no todos los gatos son pardos. No parece que estemos ante el estallido de una burbuja cuando el nivel de afectación es tan diferente y no es igual para todos. Como hemos visto, algunos, como Apple, sufren poco; otros bajan sin ponerse en riesgo (Amazon y Google) y uno, Facebook, se hunde.
Third life
Conviene recordar cuáles fueron las circunstancias en las que Facebook decidió cambiar su nombre y convertirse en el adalid del metaverso, porque todo parecía apuntar a que ese cambio era, como hoy se ve claramente, una huida hacia delante.
Facebook estaba envuelto en una crisis de reputación de grandes proporciones como consecuencia, principalmente pero no solo, de su actuación en el caso de Cambrigde Analytica, y necesitaba un revulsivo, un conejo en la chistera, que le hiciera recuperar el favor de la opinión pública y de los gobiernos (en aquel momento los mercados no preocupaban). Entones lanzó a bombo y platillo un nuevo y revolucionario concepto: el metaverso, que iba a cambiar de manera radical el rumbo de la economía y la sociedad, y los medios para su digitalización, abriendo nuevas posibilidades de negocio y desarrollo y devolviendo a Facebook, ahora Meta, el favor de los usuarios y gobiernos y blindando la confianza de los inversores.
Lo que se anunció como un cambio revolucionario en la industria parece más bien otra cosa: ponerle un nombre atractivo a un fenómeno bien conocido, la realidad aumentada, y tratar de convencer a todo el mundo de que un nuevo ciclo virtuoso tecnológico y de crecimiento estaba comenzando. Y solo Facebook conocía sus secretos.
La reacción de los mercados, dada la trayectoria del sector y de la empresa, fue conceder a Meta el crédito temporal necesario para demostrar con los hechos, y sobre todo con los números, la viabilidad de la apuesta y su futuro. Hasta hoy, el resultado de esta estrategia ha sido magro, y como otras veces, ha sido Apple y su ceo quien nos ha hecho ver que el rey está desnudo y que el metaverso no es una estrategia creíble, lo que ha precipitado la ola de escepticismo que ya se había apoderado de los inversores. “I always think it’s important that people understand what something is […] And I’m really not sure the average person can tell you what the metaverse is.” Dos frases lapidarias de Tim Cook que acabaron de sepultar la menguada credibilidad de Meta.
¿Quiere esto decir que las tecnologías (y su desarrollo) que están detrás del llamado metaverso no son tan relevantes ni lo serán en el futuro? No: la realidad aumentada, el mundo virtual 3d y otras tecnologías conexas son y serán factores de cambio y desarrollo fundamentales, y ahí Apple, Google y otras empresas tecnológicas (pero también las telecos más dinámicas como Telefónica) han hecho una apuesta estratégica. Veremos en los próximos años grandes cambios de la mano de la realidad virtual y la realidad aumentada. No solo en el ocio, sino también en la economía y la productividad de las empresas. Eso ya lo sabíamos antes de que Meta nos lo descubriera.
Pero no era eso lo que Facebook nos vendió, sino un mundo enteramente nuevo, con nuevas reglas y posibilidades infinitas, que íbamos ver a muy corto plazo. Y lo que nos ha traído es Third life, una reedición de Second life, aquel fenómeno que también en su momento levantó grandes expectativas de desarrollo. La montaña, una vez más, ha parido un ratón. Una vez más el parto de los montes de Esopo, pero en versión digital.
La crisis de madurez
Cabe también hacerse la pregunta contraria: ¿esto quiere decir que estamos ante un hecho aislado que afecta solo a Meta y que la evolución de las big techs y el resto de la industria va a seguir inalterada? ¿Esta situación, sin duda seria, se va a resolver simplemente con el sacrificio de una de las big techs? ¿Será Meta el chivo expiatorio de esta crisis?
En modo alguno: en los próximos años vamos a ver una reestructuración radical de estas empresas y del sector tecnológico, que está entrando en un proceso de maduración del que saldrá cambiado, aunque seguirá ocupando un papel esencial en nuestra economía y nuestra sociedad. Es un proceso que no es nuevo y que ya han experimentado antes muchos sectores de la economía, como la banca o las telecomunicaciones, e incluso algunas empresas tecnológicas, como Microsoft, que llevan muchos años paseando por su sector su elegante madurez.
Esta situación, novedosa para ellas, va a plantear a las empresas digitales dominantes nuevos retos y nuevas realidades: un diálogo diferente con la bolsa y los mercados financieros, una crisis reputacional global, un intenso y creciente reto regulatorio y la irrupción de nuevos competidores. De cómo afronten estos desafíos dependerá buena parte de su futuro, el de cada empresa y el de todas en su conjunto.
El reto de gestión
Hasta ahora, las empresas tecnológicas han basado su atractivo para los inversores en los crecimientos esperados y en la revalorización futura, que ha hecho a los mercados financieros muy tolerantes con los modos de gestión más o menos ortodoxos y la rentabilidad intrínseca del negocio a corto plazo. Esto ya lo vivieron las telecomunicaciones en los años noventa.
Pasado el sueño, llega la realidad: los mercados empiezan a distinguir unas empresas de otras, a unos gestores de otros, a mirar los datos de gestión y a prestar atención a cosas tan vulgares y propias del mundo analógico como la caja o los gastos. ¡Bienvenidos al mundo del trimestre, al escrutinio de la deuda y a los profit warnings! Es un mundo duro donde no solo hay que demostrar audacia y visión, sino también capacidad de gestionar y generar beneficios a corto y medio plazo.
Los recientes despidos en la industria tecnológica, más de 50.000 desde principios de 2022, ponen también de manifiesto la necesidad que tienen estas empresas de recomponer la relación con sus empleados y crear un entorno más realista y competitivo. Probablemente se acabarán los sueldos estratosféricos y las estrellas Michelin en los comedores de empresa. Romper el tabú de los despidos va a suponer romper el cordón umbilical que unía a estas empresas con sus empleados, y no será fácil reinventar la cultura corporativa. Han sido muchos años de vino y rosas para que el aterrizaje en la realidad no sea traumático.
El reto reputacional
Por otro lado, estas empresas van a tener que enfrentarse a algo que está sucediendo no solo en Europa sino también, desde hace menos tiempo, en Estados Unidos: la luna de miel con los usuarios y los ciudadanos ha terminado. El fin de la gratuidad, la sospecha en torno al uso de los datos y las dudas sobre su seguridad han deteriorado mucho la imagen de estas empresas. Ya Microsoft vivió este tránsito de héroe a villano, un tránsito que ahora le va a tocar sufrir a un grupo de empresas que, apalancadas durante un tiempo en el “gratis total”, ahora son vistas con recelo.
Las empresas innovadoras del pasado se han convertido en los monstruos del presente. Afrontar esto requiere una madurez que era incompatible con la euforia bursátil pero que ahora va a ser imprescindible. Unas empresas que han medido su éxito por su estratosférico valor en bolsa van a tener que explicar por qué el pinchazo actual no es la medida de su fracaso.
El reto político y regulatorio
El reto regulatorio que los gigantes digitales vienen afrontando desde hace tiempo se ha intensificado. Lo que era una obsesión de la burocracia europea ahora es un proceso compartido por otros países, como India y Corea del Sur, e incluso “en casa”: Estados Unidos está adoptando posiciones cada vez más receptivas a la conveniencia de regular a estas empresas.
La nueva normativa europea digital en materia de servicios y mercados digitales (dsa, Digital Services Act, y dma, Digital Markets Act) es un ejemplo de lo lejos que puede llegar el debate regulatorio y cómo puede afectar a la posición de estas empresas en la cadena de valor. Las grandes empresas digitales van a tener que afrontar un proceso de escrutinio por parte de las autoridades de competencia, soluble a base de talonario, y lidiar con todo un paquete de regulación ex ante que va a condicionar su actividad desde el primer momento, todo ello en un entorno que ya sufrieron las empresas de telecomunicaciones en la salida del monopolio y que ha condicionado su actividad, y su rentabilidad, en los últimos años.
El debate sobre el fair share contribution –es decir, la necesidad de que las empresas digitales compensen de alguna manera el uso que hacen de las redes de telecomunicaciones– es una prueba de hasta qué punto el escenario está cambiando para las big tech. Se trata de un debate antiguo que ha reverdecido, y hoy nadie duda de que vaya a dejar huella en la manera en que estas corporaciones norteamericanas se sitúan en el ecosistema digital, especialmente en Europa y Corea del Sur. Bien harían en aparcar su desdén hacia las viejas empresas de telecomunicaciones y construir una relación cooperativa con ellas.
El reto de los nuevos competidores
Por último, las big tech deben resignarse a ser los incumbentes obligados a lidiar con nuevas empresas, nuevos modelos de negocio y nuevas realidades, y estas no vendrán solo de la economía de las plataformas: de la mano de nuevas tecnologías como el blockchain o la realidad virtual veremos surgir corporaciones que socavarán los fundamentos del negocio de los gigantes digitales.
Que nadie se llame a escándalo o sorpresa si más pronto que tarde vemos a las empresas digitales esgrimir frente a otros los argumentos que el sector de las telecomunicaciones ha venido usando frente a ellas: usar sin invertir, utilizar la gratuidad y el apalancamiento en los negocios ajenos. Y eso sin perder de vista el fenómeno, todavía incipiente, de la resurrección en el mundo digital de aquellas empresas tradicionales que afronten con éxito el proceso de digitalización y que se conviertan en nuevos competidores en los mercados digitales.
Desde luego, esas nuevas amenazas no van a venir de aquella parte del sector digital que está sumido en una crisis aún más grave e irreversible: el de las criptomonedas, sepultado por su propia irracionalidad y cuya única esperanza viene del mundo del pensamiento. Paul Krugman ha pronosticado la pronta desaparición de las criptomonedas y es legendaria la capacidad de equivocarse del Premio Nobel, pero quizá esta vez, como excepción, esté en lo cierto.
Distintos destinos
Teniendo en cuenta todos estos factores comunes, habría que acogerse al viejo principio de que one size fits all o más bien one size doesn’t fit all. Cada una de las empresas de este grupo va a tener una evolución y un destino diferente, hasta el punto de que ese concepto que hoy usamos con cierto desenfado pero con rigor va a cambiar en el futuro: no creo que la noción actual de big techs se pueda mantener mucho tiempo, y cada empresa afrontará los retos del futuro teniendo en cuenta su cultura, personalidad y modelo de negocio.
Apple ha sido siempre, y lo seguirá siendo, un verso suelto en el mundo de la economía digital, con una fuerte cultura distintiva y una reticencia ontológica a cazar en manada. Porque en el fondo Apple es una empresa poco digital o la menos digital de este grupo, tanto por su modelo de negocio como por su cultura. Frente a otras, siempre se ha rendido –incluso con Steve Jobs– a los paradigmas de una empresa bien gestionada según los cánones de las escuelas de negocio americanas: marketing sofisticado, atenta a la experiencia de cliente y con un modelo de negocio basado esencialmente en la venta de productos físicos.
Apple no ha sido rupturista o innovadora tecnológicamente: ni inventó el iPad, que construyó sobre la base de la tableta de Microsoft, ni el iPod, que se cimentó en los reproductores mp3 que ya existían, ni, por supuesto, el teléfono móvil. Ha sido su talento para la innovación de los productos, un marketing superlativo y una obsesión por la satisfacción del cliente y por la calidad lo que ha llevado a Apple a la cima del mundo corporativo. Por eso no ha de extrañar que sea la empresa que menos ha perdido en bolsa o que no tenga que realizar despidos en su plantilla. Seguiremos viendo a Apple como hasta ahora, afrontando en solitario su estrategia de negocio y las amenazas políticas y regulatorias bajo el tradicional principio de solve et repete, como sucedió en su caso fiscal de Irlanda.
Amazon también es una rara avis: a lomos de la digitalización, el centro de su negocio es algo tan tradicional como la logística. Dependerá cada vez más de la evolución de la economía real y de factores como la inflación, los tipos de interés, la demanda o la marcha de la economía que de los desarrollos tecnológicos. Si hay que hablar de posibles amenazas para Amazon, son las empresas tradicionales reinventadas en digitales las que pueden hacerle más daño.
Google, por el contrario, juega en la liga de los digitales puros. No depende de la venta física ni de la logística y debería ser más vulnerable ante la situación actual. Sufrirá, pero ha sabido crear una cultura digital y un ecosistema bastante bien integrados en el mundo real: mapas, buscadores y otros productos similares son indispensables hoy. A eso hay que sumar su apuesta por la computación cuántica, que convierte la empresa en un activo estratégico en la pugna geopolítica con China. De eso la administración estadounidense es bien consciente.
Meta en su encrucijada
Queda Facebook/Meta, que quizá se encamina en solitario a cruzar el puente que lleva al Valhala en llamas: la empresa digital con el modelo más complicado, la gestión más deficiente, y que se ha visto sepultada en debates que afectan de manera radical a su reputación, hasta el punto de obligarla a cambiar de nombre –también Google lo hizo, pero por otras razones bien distintas–. Su huida hacia delante con el metaverso, lejos de detener su caída, va a acelerarla. Esa pérdida de prestigio se ha contagiado, quizá de manera irreversible, a los inversores, y también a los reguladores y políticos, lo cual representa un peligro mayor. Para un regulador siempre es mucho más fácil tomarla con una empresa con la reputación dañada que con una empresa de gran prestigio social.
Quizá hay quien piense, no sin razón, que parte de los males de Meta se deben a que, al contrario que otros, no haya cambiado a sus gestores originales: Apple vio morir a su creador, Google pasó a manos de gestores profesionales y hasta Jeff Bezos entendió la necesidad de dar un paso atrás para preparar a su empresa para un futuro más complejo, lección que Mark Zuckerberg no parece haber aprendido.
Podemos decir con poco margen de error que, entre las empresas del sector digital, en el futuro habrá cambios, pero estos no serán radicales ni supondrán un proceso darwiniano de total sustitución de estas empresas por otras. Cosa distinta es si este grupo de cuatro se verá a reducido en número, depende de si Facebook/Meta entra en una grave crisis existencial, algo nada descartable pero tampoco evidente.
La situación de Meta no tiene nada que envidiar, pero sería injusto pensar que la empresa que ha cambiado como ninguna otra el mundo de la comunicación digital y las redes sociales no vaya a ser capaz de volver a la primera línea del sector tecnológico. Ahora bien, eso tendrá que suceder sobre la base de una estrategia más solvente que la de vender como inminente una tecnología inmadura que no ha demostrado su potencial de convertirse ni a corto ni a medio plazo en la base de un negocio próspero y sólido.
En 2018 publiqué en esta revista un artículo de título parecido al de este: “Internet y el ocaso de los dioses”. En este caso he preferido la traducción del drama wagneriano, menos rigurosa, que evoca la viscontiana caduta degli dei. Quien tenga la paciencia de comparar ambos artículos verá lo mucho que han cambiado el mundo digital y sus empresas emblemáticas en estos años. Resumiendo, podría decirse que quienes llevados por su tecnofobia o simplemente por su morbo están esperando ver entrar a los nuevos dioses tecnológicos en el Valhala en llamas deberían refrenar su entusiasmo, porque eso no va a suceder. Aunque eso no quiere decir que el puente no exista y que en un futuro cercano, o no muy lejano, podamos observar a alguno de los gigantes digitales avanzar resignado hacia su proceso de autodestrucción. ~
es abogado del Estado (en excedencia) y experto en regulación y economía digital. Ha sido secretario de Estado de telecomunicaciones y director general de asuntos públicos de Telefónica. Preside la Comisión de
Digitalización de la Cámara de Comercio de España.