Después de los clásicos de la poesía estadounidense de la primera mitad del siglo XX, incluso pasados los aquelarres de la generación beat, Charles Simic (1938-2023) y John Ashbery (1927-2017) son posiblemente los dos poetas de mayor interés, circulación e influencia en el ámbito de la lírica mexicana. ¿Ocurrirá lo mismo en otras latitudes del castellano? Otros sumarían al elenco los nombres de Mark Strand (1934-2014), W.S. Merwin (1927-2019), Anne Sexton (1928-1974), Sylvia Plath (1932-1963) o Jerome Rothenberg (1931).
En mis lecturas y relecturas, Simic y Ashbery representan los puntos extremos que recorre el péndulo del lenguaje poético en su intento “de perturbar el Universo” de lo real y lo imaginado. Austeridad y contención por un lado. Opulencia y bifurcación por el otro. Para el primero, el poder de las palabras pierde terreno en cada nueva avanzada. Las palabras en su afán de nombrar la realidad la distorsionan y empobrecen; en lugar de iluminarla la cubren de brillos o de densa bruma. En la apuesta del segundo, los vocablos escritos y hablados se lanzan a la página y a la calle movidos por apetencias ilimitadas e insospechadas; de esos intercambios surgirán otros especímenes y puntos de partida, otras conexiones y aventuras para inventariar el mundo siempre al alza.
El lector mexicano debe a varios esmerados y talentosos traductores la familiaridad con la obra de Charles Simic. Desde las primeras traducciones de Ulalume González de León, publicadas en la revista Plural de Octavio Paz, pasando por las numerosas versiones de Rafael Vargas compiladas en El sueño del alquimista (UNAM, 1994), Una boda en el infierno (Pequeño Fondo Editorial, 1996) y Si le ha fallado la suerte (Cal y Arena, 2015), más los trasvases de Elisa Ramírez Castañeda reunidos en Alquimia de tendajón: El arte de Joseph Cornell (UNAM, 1996), se fueron revelando paulatinamente las querencias y obsesiones de este poeta nacido en Belgrado, capital de la antigua Yugoslavia, quien tomaría sus primeras lecciones de inglés pasados los quince años.
Al poco de nacer Simic, su país se convirtió en campo de batalla; luego, concluido el conflicto bélico, en territorio de ocupación por los vencedores. En la reconstrucción de aquel paisaje desolador dice en Una mosca en la sopa. Memorias (Vaso Roto, 2010): “¿Era el mundo realmente tan gris en aquella época? En mis primeros recuerdos siempre es otoño. Los soldados eran grises y la gente también.” Con ese telón de fondo en su biografía, con ese resabio otoñal en su memoria, el sedimento melancólico y nostálgico será consustancial en su obra poética, un territorio en permanente zozobra, “una alegría que siempre está diciendo adiós”, diría con Keats.
Desde su debut literario con What the grass says: poems (1967) hasta No land in sight: Poems (2022), la lengua inglesa sirvió a Charles Simic para expresar “con menos más”, una extraña y contradictoria ecuación para un admirador de primera fila de Walt Whitman. La mayoría de sus poemas son breves, pequeños relatos contados en diez, quince o a lo mucho veinte versos. Son piezas con trama, personajes y escenario. Pero casi siempre, a mitad de la historia, hay un cambio de luz, una súbita intromisión, una frase fuera lugar, estrambótica o violenta, que tornan el sueño en pesadilla, la oración en blasfemia, el bosque en un incendio. ¿La herencia surrealista del poeta? Posiblemente y algo más. Estos versos de “Dolor”, poema de Paseando al gato negro (Valparaíso, 2017), apuntarían hacia otra dirección, menos onírica ciertamente: “Sólo quedaban mis ojos ardiendo/ con fiebre y curiosidad/ en la oscura ventana/ que algunas veces usé como espejo.” Porque, también, es cierto, en el paisaje de su lírica aparece la realidad rotunda y descarnada, sin los afeites de la literatura, una visión naturalista que sabe llevarnos al lugar de la encrucijada y de la expiación.
Después de las ediciones mexicanas de Charles Simic, en España y Colombia empezaron a circular otras obras en verso y en prosa del poeta laureado por la Biblioteca del Congreso en 2007. Las traducciones de Jordi Doce, Nieves García Prados, Antonio Albors o Luis Ingelmo publicadas en Vaso Roto, Visor y Valparaíso han ampliado el espectro de escritura que en la recepción del lector –en un apremiante y cálido frente a frente– muestra sus cartas sin protocolos ni ambigüedades. Va a lo que va a riesgo de extraviarse. Dice lo que dice aunque de pronto tenga un llamado del más allá o escuche voces de otros dominios. El autor descree de la magia y los videntes no obstante que asuma al agua y a las veletas como muy confiables amuletos. ¿La herencia eslava y gitana del poeta? Tal vez y algo más. Este poema, “Carbón” (que aparece en El sueño del alquimista), traducido por Rafael Vargas, ofrece claves, pero también fugas y claroscuros para internarnos, con una lámpara sorda y tartamudea, a las fábulas sin consejo de Simic, lugares de un paradójico furor hospitalario:
Ángel desmembrado
en cuyo corazón la tierra arde todavía
y la luna aún no se ha dividido;
he aquí el mensaje
que anuncia tu larga noche:Todo lo que mi ojo abarca en este instante,
este fuego, esta mano ahuecada, esta ventana
tras la que hay árboles y kilómetros de nieve,
incluso este pensamiento, este poema,
serán comprimidos
en un terrón de tu sueño
hasta que ocurra un nuevo despertar. ~
(Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966) es poeta. Su libro más reciente de poemas es Tabla de restar (UAQ, 2017). La editorial Calygramma, con el apoyo del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales (2018) del FONCA, acaba de publicar su ensayo El acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921.