Ruanda y la fuerza peligrosa del mito: un viaje personal

'Do not disturb', el libro de Michela Wrong sobre Ruanda, es una crónica de cómo los mitos sobre los que construimos una narrativa pueden apartarnos radicalmente de la realidad.
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Empecé a interesarme por Ruanda cuando estudiaba Periodismo en Madrid y aprendía sobre el mundo y la profesión en el Nickjournal de Arcadi Espada. En Faction, su lista de libros recomendados de no ficción, había uno sobre el genocidio en Ruanda: Queremos informarles de que mañana seremos asesinados con nuestras familias, de Philip Gourevitch. Lo leí, como leí muchas otras crónicas en los periódicos sobre los horrores del genocidio. Todas coincidían en presentar de manera muy favorable a la administración ruandesa que se instaló tras el baño de sangre. En realidad, que puso fin a ese baño de sangre.

El Frente Patriótico de Ruanda (FPR) no solo le había dado al país niveles de estabilidad y de orden impensables en la mayoría de lugares de África. También había desarrollado una política de la memoria rigurosa y sofisticada sobre el genocidio, al que había dedicado museos comparables en calidad a los que en Europa, América e Israel explican el Holocausto. La gestión del FPR en este campo iba más allá, y en la nueva Ruanda se había desterrado la odiosa idea de etnia en tanto que concepto artificial en el origen de tanta tragedia.

Además de pulcros tecnócratas de una inteligencia superior que les apartaba del tópico, tantas veces cierto, del dictador bananero africano, Kagame y los demás cuadros del FPR tenían un halo heroico. El que les daba haber puesto fin con las armas a la barbarie de las fuerzas radicales de etnia hutu que asesinaron, a tiros, machetazos o quemando vivas a las víctimas, a cientos de miles de tutsis y de hutus moderados que se habían negado a entrar en la espiral de odio. 

El FPR había conseguido lo que no fueron capaces de hacer las potencias occidentales y la ONU, cuyos soldados y funcionarios se quedaron mirando y salieron de Ruanda cuando las milicias radicales hutu, los interahamwe, empezaron a matar en los puestos de control a quienes sus propios documentos delataban como tutsis.

Aunque la idea de superioridad étnica era el principal motor de las masacres que había parado el FPR, que teóricamente venía a imponer un concepto de ciudadanía cívica moderna, la fascinación por esta guerrilla ahora en el Gobierno tenía también un pronunciado elemento étnico. Los principales líderes del FPR, incluido Kagame, habían nacido, o al menos crecido, en campos de refugiados de la vecina Uganda. Sus padres, o sus abuelos, eran tutsis ruandeses empujados al exilio por olas pasadas de violencia perpetrada por la mayoría hutu contra la minoría monárquica que les había explotado durante siglos.

Altos, esbeltos y de facciones angulosas, estos guerreros imbuidos de las épicas y humillaciones tribales no tan remotas que les transmitían sus padres se curtieron primero como pilar fundamental, en el ejército, la inteligencia y la contrainteligencia del ejército rebelde con el que el aún hoy presidente Museveni tomó el poder en Uganda. Lejos de asentarse en unos laureles siempre amenazados en Uganda por su condición de extranjeros, aquel grupo de jóvenes brillantes y ambiciosos aprovecharon su experiencia y sus contactos en Kampala para volver a echarse al monte, esta vez para desalojar del poder a los hutus y conseguir el ansiado regreso a Ruanda.

Muchos occidentales, entre los que me cuento, quedamos cautivados por lo poético de esa historia de refugiados niños prodigio que vengan a su pueblo derrotando a las fuerzas genocidas del mal. A la mística de toda la historia contribuía el aspecto de seres casi mitológicos de algunos de ellos. Los cuellos estirados, los perfiles espigados, las piernas y los brazos larguísimos. Y su propia reivindicación como orgullosos guerreros herederos de la guardia de su rey, el mwami. (El último mwami en reinar, Kigeli V, fue deportado por las nuevas autoridades hutus a principios de la década de 1960, después de las matanzas de tutsis que enviaron al exilio al pequeño Kagame con su familia.)

Además de un tratamiento ejemplar de la memoria, al FPR se le reconocía una gestión tecnocrática avalada por indicadores como el crecimiento económico, la seguridad y la limpieza en las calles, la reducción del analftabetismo y el buen uso de la ayuda internacional masiva con que EEUU y el Reino Unido siguen regando a Ruanda. 

Las denuncias de atrocidades cometidas por el FPR en su camino a la toma de Kigali antes y durante el genocidio nunca dejaron de aflorar, sobre todo en Francia, donde seguía viva la tradición de cercanía con los hutus. Pero los medios anglosajones, los que leemos y vemos todos, las consideraban tragedias poco menos que inevitables, propias de la guerra y disculpables en vista del bien mayor que le debíamos a los nobles guerreros refugiados tutsis: haber detenido la carnicería que había avergonzado al mundo.

Con la antigua guerrilla en el poder, pronto comenzó también la persecución de críticos, opositores y disidentes. Con la acusación de justificar o promover ideas genocidas, Kagame y la camarilla de militares y espías que lo controlaba todo en Kigali suprimía cualquier muestra de desafecto con la misma dureza que otros regímenes a los que se les castiga con sanciones por ello. También a esto encontramos todos justificación: ¿qué eran algunos disidentes muertos, exiliados y detenidos, en un país de África, además, frente a las ventajas del progreso, la paz y la calma que garantizaba esta administración en un país con la historia sangrienta de Ruanda?

Los primeros problemas con esta idea de Ruanda se me presentaron cuando trabajaba de periodista en Sudáfrica. El día de Año Nuevo de 2014 tuve que escribir de una muerte por estrangulamiento en un hotel de Sandton, la milla de oro de Johannesburgo y probablemente de África. El asesinado era Patrick Karegeya, mano derecha de Kagame durante lustros como jefe internacional de inteligencia del régimen. Karegeya había huido de Ruanda años antes tras ser encarcelado por sospechas de desafección y era uno de los principales líderes del Congreso Nacional de Ruanda (CNR), un movimiento político iniciado por antiguos gerifaltes exiliados del FPR. 

Mientras vivía en Johannesburgo también escribí sobre los dos intentos de asesinato que sufrió el general Nyamwasa Kayumba, otra vaca sagrada del FPR que perdió la confianza de Kagame y se exilió para volver a juntarse con su amigo Karegeya en el CNR. Todos los indicios en ambos casos apuntaban a Kigali, sobre el que ya pesaban numerosas denuncias de asesinatos por encargo en el extranjero. 

Por curiosidad personal, más que interés periodístico, quise entrevistar a Nyamwasa. Me puse en contacto con un militante del CNR que me prometió intentarlo. No era fácil, me dijo. ‘El General’, como le llamaban con respeto en el partido, vivía bajo la estricta protección de escoltas pagados por el Estado sudafricano. Todo movimiento debía ser estudiado y mantenido en secreto hasta última hora. Todos los riesgos calibrados. Como no me dieron audiencia, mi contacto en el CNR me invitó a acudir a un memorial por Karegeya. Quizá acudiera Nyamwasa. Se celebraba en una parroquia de los suburbios residenciales del norte de Johannesburgo. Se respiraba la desconfianza. Todos sabían que entre ellos estaban los espías de Kagame. El general no apareció.

Trabé amistad con el hombre del CNR que me atendía. Me contó muchas veces su historia y fui testigo de las penalidades de la vida de exiliado. Por un lado, las económicas y las demás que afligen a todo emigrante. A las que este caso se añadía el miedo al largo brazo ejecutor de Kigali, la desconfianza a todo el que se le acercara, especialmente si era un compatriota. Este prototípico tutsi alto y delgado me contó que había sobrevivido al genocidio alistándose al FPR. 

Desde el primer momento vio en sus filas muestras de crueldad innecesarias que no eran la excepción ni tenían que ver con los rigores que se imponen en la guerra. El discurso de la neutralidad étnica también era un cuento, construido para esconder el supremacismo, esta vez tutsi, de un régimen que también había traicionado a supervivientes del genocidio como él instrumentalizándolo como arma política con la que neutralizar a los críticos.

Recuerdo que le presionaba para que reconociera algunos logros de gobierno del régimen. Es un pecado habitual de los exiliados, de los rebotados, negarle toda virtud a quien les ha hecho la vida imposible, lo que no ayuda a su credibilidad al denunciar los defectos. Él me decía que no, que Ruanda no era ningún ejemplo de gestión, sino una gran cárcel controlada por Kagame y su círculo de securócratas sumisos en la que reinaba la arbitrariedad y donde se siguen maquillando los datos para complacer a los donantes. La pobreza solemne de la mayoría, me decía, se esconde en el escaparate de los centros de convenciones y los autobuses con wifi en Kigali.

Reconozco que no lo creí, como no me creí que el colérico Kagame pegara habitualmente palizas en público a altos mandos del ejército y del Gobierno que le habían molestado por algo. Hace poco me compré Do not disturb, el libro sobre la historia reciente de Ruanda que publicó en 2022 la periodista Michela Wrong. Se llama así por la muerte de Patrick Karegeya, cuyo cadáver estuvo sin ser descubierto las horas que necesitaron sus asesinos para volver a Ruanda detrás de una puerta con el signo de ‘no molestar’ colgado en el picaporte. El subtítulo dice así: The story of a political murder and an African regime gone bad.

El libro de Wrong hace honor a ese subtítulo. Personalmente, me fascinó desde el principio porque incluye un fresco vivísimo de la vida en el Johannesburgo en que entrevista repetidamente a Patrick y al general. Las flamantes autopistas urbanas y las violentas tormentas al final de verano al final de la tarde. La ciudad vacía en diciembre, el agosto austral. El efecto magnético que provoca en el periodista occidental su condición de gran metrópolis africana, de Meca continental de libertad y prosperidad. La soledad, pero también la impersonal libertad, que ofrecen sus autopistas urbanas y sus malls y esa idiosincrasia radicalmente diferente a la de todos los demás países del mundo que Wrong entendió y disfrutó tanto como yo.

A través de Patrick y de otros exiliados caídos en desgracia con Kagame, Wrong hace un retrato psicológico inolvidable de la élite del RPF. Sus miedos y angustias de refugiados. Su ambivalente relación, entre la lealtad y la competición, con Museveni y la guerrilla en que sirvieron de jóvenes, donde eran conocidos como ‘los muchachos’. El ascenso silencioso de Kagame, que nunca fue el más brillante y parece dispuesto cada día a vengarse por ello. El carisma torrencial de Fred Rwigyema, líder natural del movimiento muerto en los primeros días de ofensiva bajo el manto de la sospecha que envuelve a las muertes de tantas figuras capitales de la historia de Ruanda. 

Y, por supuesto, el altísimo precio del exilio para hombres (y alguna mujer) como Patrick acostumbrados a mandar a seducir y a veces a preparar los golpes a disidentes de los que ellos mismos han pasado a ser víctimas. A manos del régimen que ellos mismos construyeron, de camaradas con los que tuvieron una relación de familia.

Leyendo el libro de Wrong he ido descubriendo poco a poco que mi amigo del CNR tenía razón en sus denuncias. Como muchos otros exiliados ruandeses, tuvo que aceptar con resignación que un observador extranjero le mirara con desconfianza por exagerado y pusiera en duda lo que él mismo había presenciado, porque ¿cómo podía ser capaz de aquellas monstruosidades el Gobierno modelo de África? 

Por romanticismo y mala conciencia, Occidente quiere creer en África, muchas veces a cualquier precio, al precio altísimo de los miles de millones de dólares transferidos a los gobernantes incapaces y corruptos que vienen defraudando uno tras otro a los entusiasmos voluntariosos de los progresistas blancos. Ruanda ofrecía, al fin, una cierta sustancia a ese empecinamiento en creer. ¿Y cómo estropear algo tan esperado con los detalles de los hechos?

Esa realidad incómoda que tantos siguen obviando está profusamente documentada en Do not disturb. El FPR no solo mató masivamente a hutus durante su campaña contra el régimen de Habyarimana. Según han confesado muchos de los disidentes que en el pasado habían estado a los mandos, fue el propio FPR el que disparó el misil que acabó con la vida del presidente hutu de Ruanda Habyarimana y de su homólogo de Burundi en el atentado nunca esclarecido de abril de 1994 que desató el genocidio. 

Después de leer la recopilación de testimonios de Wrong es difícil seguir sosteniendo la teoría aceptada durante tantos años por la mayor parte de medios anglosajones: que el avión fue derribado por los radicales hutus que luego aprovecharon el vacío de poder para ponerse a matar a machetazos. Como deja claro Wrong, esto no quiere decir que el FPR quisiera provocar el genocidio de sus propios hermanos tutsis. Ni siquiera que fuera responsable de los cientos de miles de muertes. Pero suma otra mentira fundacional al ya nutrido haber del movimiento. 

Cuando hasta ahora escribía de Ruanda mencionaba la represión en casa y los asesinatos por encargo en el extranjero, pero no la intervención que la administración del FPR ha venido llevando a cabo durante décadas, simplemente porque desconocía su magnitud. Kigali no solo apoya a guerrillas de proxies en el Este rico en minerales de la República Democrática del Congo (RDC). Las mismas fuerzas ruandesas invadieron dos veces este país del que siguen extrayendo ilegalmente minerales y otros recursos naturales y donde instalaron en su día a Kabila padre, cuyo asesinato parece que también ordenó Kigali cuando había dejado de serles útil. 

Las intervenciones directas de Ruanda en el antiguo Zaire impresionan, en primer lugar, por su descaro, el mismo que exhibe a la hora de vigilar y controlar con celo inverosímil a las comunidades de la diáspora y de amenazar, secuestrar y ejecutar a ruandeses incómodos en el territorio de países mucho más poderosos de los que en ocasiones depende. Pese a ser un país pobre, pequeño y muy necesitado de la ayuda internacional, la Ruanda de Kagame se comporta con la insolencia de una gran potencia, lo que le ha valido comparaciones con Israel que sus líderes alimentaban también por los paralelismos con el Holocausto. 

Además de expoliar una de las regiones más ricas de la RDC, y de hacerlo a la manera metódica y sistemática que muy pocos asociamos a África, Ruanda ha cometido en el país vecino numerosas matanzas indiscriminadas de refugiados hutus a los que había colgado previamente la etiqueta también indiscriminada génocidaires.

Incluso en los halagos que tantos hicimos del orden y la pulcritud que Kagame le había imprimido a Ruanda había mucho de ingenuidad e ignorancia. Wrong conoce bien la historia de Ruanda, no solo la reciente. Por eso puede contarnos que siempre ha sido un país ordenado, silencioso y metódico. Incluso en pleno genocidio, agentes de policía impecablemente vestidos y muy educados podían ponerte una multa por una infracción de tráfico. Y el soniquete de la Suiza de África ya lo utilizaba la propaganda del hutu Habyarimana, aunque fuera en el idioma francés que ha ido perdiendo fuerza en favor del inglés que los guerreros refugiados tutsis aprendieron en Uganda y Burundi.

Mi contacto en el CNR tampoco mentía en lo de las palizas de Kagame, de las que Wrong cita a varios testigos en su libro. Testigos que las sufrieron o que asistieron a ellas atónitos, presas del terror que paraliza a militares curtidos en la guerra ante la ira de alguien mucho más débil físicamente como Kagame.

La Ruanda del FPR es presentada a menudo como un ejemplo de rectitud moral en lo que respecta a la corrupción, una idea radicalmente incompatible con la información que ofrece el libro de Wrong, que habla de un país regido como una hacienda familiar por Kagame y la élite militar que le rodea en la que el jefe del Estado y sus favoritos toman discrecionalmente hasta las decisiones más nimias, desde la suerte de todas las empresas que prosperan en Ruanda al destino del último céntimo de dinero público. 

También en esto, parece, estaba en lo cierto mi amigo del CNR, que, como sus camaradas de más alto rango, cargaba con la losa de su propio pasado como integrante del régimen monstruoso que ahora criticaba. ¿Por qué denunciaban ahora lo que ellos mismos habían ayudado a construir? ¿No lo estarían haciendo por resentimiento y ánimo de venganza? Son las preguntas que muchos se hacían al escuchar las denuncias, y a veces confesiones, de Karegeya, el general Nyamwasa y otros integrantes exiliados de la vieja guardia del FPR. Son preguntas justas, desde el punto de vista moral, pero no descalifican la credibilidad de estos exiliados trágicamente acostumbrados al más insidioso gaslighting, que es el que se hace sin mala intención.

Al comenzar a escribir Do not disturb, Wrong comprendió que tenía que elegir con quién hablaría para su libro. Si optaba por hablar con Kagame y quienes le siguen siendo fiel se le cerrarán las puertas de los líderes del exilio. Pero sobre todo al revés. Decidió hablar con el exilio. No es que los antiguos edecanes de Kagame se hubieran convertido súbitamente a la causa de la verdad, pero sin duda tenían más incentivos para decirla, calculó Wrong, que quienes seguían a merced del caudillo en el ambiente ultraopresivo que caracteriza a Kigali.

Michela Wrong ha escrito un libro total estimable desde muchas perspectivas, y que va más allá de Ruanda o los Grandes Lagos también en esto. Do not disturb es una crónica de cómo los mitos sobre los que construimos una narrativa pueden hacernos descarrilar y apartarnos radicalmente de la realidad, aunque estos mitos se fundamentaran un día en hechos reales. El libro de Wrong es una invitación a prestar atención, a mantenerse siempre despiertos y no sucumbir a los cantos de sirena de lo mágico, por atractivos que a veces sean. Estaría bien que alguien se animara a traducirlo al español.

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Marcel Gascón es periodista.


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