Caja negra y Música marciana, de Álvaro Bisama

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En el ámbito de la actual narrativa latinoamericana, tan propensa a dejarse deslumbrar por los espejismos de una celebridad instant ramen, abundan los lados A: novelas escritas correctamente –a veces demasiado correctamente–, avaladas por un premio y/o una lluvia de elogios más o menos atractivos, que el editor busca insertar a toda costa en el billboard de la semana o el mes sin preocuparse mucho porque el autor rebase el estatus de one-hit wonder. Distintas lecturas me han llevado a descubrir que el material más interesante se halla por lo común en los lados B: novelas que no renuncian –para nada– a la corrección escritural aunque sí a la corrección política y que abrevan del caudal rehabilitado entre otros por Roberto Bolaño, un caudal donde las literaturas “de género” se funden y confunden en un flujo sustancioso. De este flujo que también da cabida a otras corrientes creativas –el cine que se gesta en el extrarradio del establishment, por poner el ejemplo más palmario– se nutre la narrativa de Álvaro Bisama, que comparte con Bolaño no sólo la nacionalidad y la letra inicial del apellido sino una pulsión casi detectivesca por indagar en las márgenes de ese río que es la cultura contemporánea para localizar el oro que suele pasar por alto el resto de los gambusinos. Nacido en 1975 en Valparaíso, locus tanto físico como psíquico que se perfila en Caja negra (2006) y Música marciana (2009), las novelas que ha entregado hasta la fecha, Bisama se desempeña como tallerista y profesor de literatura en varias universidades y ha ganado reputación como crítico, cronista y ensayista gracias a los volúmenes Zona cero (2003), Postales urbanas (2006) y Cien libros chilenos (2008) y a su columna “El Comelibros”, publicada en el diario El Mercurio. Junto con Alejandra Costamagna, Rafael Gumucio, Patricio Jara, Lina Meruane, Pablo Torche y Alejandro Zambra, para mencionar algunos de los nombres más conocidos, Bisama integra la oleada de escritores que vieron la luz en la década de los setenta y cuestionan su tradición literaria optando por oír el lado B de la historia de su país e incluso del continente.

Este cuestionamiento es expuesto así al principio de Música marciana: “Casi nada de lo que narro […] tiene que ver con esos autores afiebrados que exportaron en los sesenta como turismo miseria nuestras ficciones al primer mundo.” No hay duda: en la narrativa de Bisama, las levitaciones del realismo mágico han cedido el paso al vuelo de una imaginación ligada a una especie de surrealismo sucio, un caos extrañamente ordenado. Detrás de sus dos novelas late un corazón pulp y underground que bombea una sangre mestiza en la que coinciden los adn de algunas de las manifestaciones más demenciales de la cultura popular con sus subproductos de pesadilla (“Yo decidí escribir con esta caligrafía hecha de desechos, con estas imágenes que quizás a nadie le interesan”, leemos otra vez en Música marciana): vampiros interdimensionales y zombis que mezclan el look de David Bowie y los New York Dolls; videntes travestidos y dibujantes de cómics que cambian de sexo para luego arrepentirse fatalmente; baladistas pop que practican sacrificios humanos y disqueras pirata que graban los sonidos previos y posteriores a conciertos de rock; colectivos multimedia consagrados al desmembramiento y la mutilación y sectas de fanáticos destructores del arte; películas de terror pornográfico y grafitis que copian fotogramas de cintas gore ya olvidadas; multihomicidas reclutados como actores incidentales y asesinos en serie de mascotas; space operas que se ruedan de noche en sets de programas para niños y filmes donde el hijo del diablo es investigador privado; familias de enanos que entrenan cocodrilos y parejas de ancianos que hacen el amor en medio de la noche austral para evocar “una transmisión desde otro planeta, una escena de vida salvaje, un documental sobre la vida de los insectos”.

Al frente de este fantástico freak show alentado por un espíritu de coleccionista o catalogador –ahí está el delirante diccionario de cine de serie B en Caja negra, el listado de cincuenta tatuajes que en realidad son microhistorias en Música marciana–, Bisama construye un “horroroso Chile” que quedó marcado para siempre por una cifra de fuego: 1973, el año en que “el país estalló” y que se vuelve un ritornelo insoslayable.

Justo con un estallido, el de una bomba colocada en un restaurante de Santiago, inicia Caja negra, cuya trama se fragmenta en esquirlas que vuelan en distintas e insólitas direcciones donde confluyen un rockero japonés que desaparece misteriosamente –la desaparición como fuga metafísica es una de las preocupaciones de Bisama–, un productor de cine trocado en terrorista, unos gemelos que dirigen películas de culto, una estrella de glam rock y un autor de novelas policiacas dispuesto a revelar el mundo que acecha “detrás del lenguaje. Las palabras ocultan ese mundo. Sólo tachándolas se puede entrever el mecanismo. Es un mundo […] desencajado, inenarrable […] pero no lo vemos porque las palabras lo tapan”. La fragmentariedad también está presente en Música marciana, donde un viejo ex drogadicto narra la vida y enigmática muerte o desaparición de sus catorce hermanos para ilustrar con nitidez los versos de Enrique Lihn citados en Caja negra: “Una condensación de absurdos personajes, algo como el horror de un álbum de familia.” En ambas novelas se dibuja asimismo la figura de un patriarca elusivo: en Caja negra, Samuel Mori se esfuma sin dejar huella luego de convertirse en fan de las cintas de sus hijos; en Música marciana, el pintor surrealista que funge como trasunto de Roberto Matta hace de sus gafas oscuras un parapeto que lo defiende de su vasta progenie (los dos patriarcas, aún más, comienzan el exilio en travesías marítimas que se complementan: Mori viaja de Europa a América mientras que el trasunto de Matta emprende el trayecto inverso). En ambas novelas campean las críticas a la identidad chilena: “Hablamos en chileno, en esa habla informe que persigue, que acosa a las otras como si fuera un monstruo, una personalidad escondida” (Caja negra); “Despreciaba de su país de origen [esa] medianía que por momentos se transformaba en locura, en puro miedo cerval al abandono, en una versión lamentable de la pena” (Música marciana). Ambas novelas concluyen con estampas líricas de un apocalipsis que amenaza un territorio “donde los habitantes hablan una lengua que enuncia el mal mejor que ninguna”. Esa es la lengua que Álvaro Bisama ha explorado, y ojalá siga explorando, a través del coro excéntrico que canta en sus fabulosos y perturbadores lados B. ~

 

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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