Ya una vez escribí en estas páginas que en cierta entrevista, se le preguntó al director del museo Thyssen-Bornemisza si salvaría un cuadro o un perro en caso de que el museo se incendiara. Su respuesta fue: “Heine decía que si tuviera que salvar una obra de arte muy valiosa o un perro, salvaría al perro… Cuando se trata de elegir entre algo verdaderamente vivo y una obra de arte por maravillosa que sea, pero que al fin y al cabo es un objeto, no hay ninguna duda”.
En estas éticas caninas, más perplejidad me provocó el comentario de George Steiner. “Si los torturadores tocaran a mi mujer o a mis hijos, creo que podría gritarles ‘¡Aguanten!’, porque ellos sabrían de qué va la cosa. Sé que si alguien comenzara a torturar a mi perro, me desmoronaría en diez segundos y traicionaría a todos.” Luego continúa: “Lo considero la verdad y creo que es una de las grandes verdades tabú de la sicología moderna.”
Yo no lo sé de cierto, pero supongo que mi sicología es antigua. Griega, quizás protagórica. O renacentista, de aquella era en la que rescataron la máxima de Protágoras. “El hombre es la medida de todas las cosas.” Así, llanamente, sin buscarle sentidos más profundos o relativistas.
La mayoría de los perros famosos vienen del cine o la televisión, donde hay que darles facultades sobrecaninas para que funcionen en las historias, como Rintintín o Lassie. No tomo en cuenta a los humanos atrapados en cuerpos de perro, como Tribilín.
Del afrancesado Turguéniev recuerdo dos perros. Fifí, la galguita que se acercaba “por turno, moviendo el rabo, a cada uno de los dos huéspedes, y les ponía en la mano su frío hociquillo, husmeando”; y Mumu, el perro de un sirviente que ha de ser sacrificado porque a la patrona le molestan sus ladridos. Grande es la pena por la muerte de Mumu.
Muchos perros hacen su labor de manera anónima, como los San Bernardo, adiestrados para rescates alpinos, y los de Pavlov, apreciados por demostrar algo más o menos obvio, o los perros antitanque soviéticos que desfilaban frente al Kremlin, “Salve, Stalin, los que van a morir te ladran”, y luego volaban en pedazos bajo los panzer alemanes.
La perra más famosa de la historia debe de ser Laika. Con imprecisa fecha de nacimiento, pues era una callejera de padres desconocidos, y muerta por sobrecalentamiento el 3 de noviembre de 1957, allá arriba donde ningún ser humano había llegado antes. Laika murió tan pronto que no habrá visto el espacio, pero lo rusos le alargaron la vida con ficciones. Todavía el día 6 relataban que ladraba y movía la cola; aunque tuvieron que desengañar a quienes pensaron que el viaje tendría regreso. “Radio Moscú dijo esta noche que la perra Laika está condenada a morir en aras de la ciencia y que los expertos soviéticos no podrán traerla con vida de regreso a la tierra.”
“Por mucha que sea la lástima que sintamos por la pequeña Laika”, dijo uno de esos expertos, “debemos pensar en la tremenda contribución que está haciendo a la ciencia.”
Una semana después, los soviéticos no aceptaban que el Sputnik llevaba un perro rostizado. Fue hasta el día 11 cuando se pudo leer sobre la muerte de Laika, pero siempre con mentiras: “Para evitar que sufriera, se le suministró veneno automáticamente con la última gota de alimento que le restaba. Con su sacrificio, Laika ha proporcionado a la ciencia preciosos datos que permitirán al hombre dominar el espacio interplanetario.”
El primer ministro de la Unión Soviética dijo que “no quería darle mucha importancia a la perra”, que ni siquiera sabía si era macho o hembra, aunque “a juzgar por el nombre debía de tratarse de una perrita”.
Entonces el columnista Ignacio Gutiérrez Hermosillo publicó con pluma deslenguada y mala gramática que la muerte de Laika “debe tener escandalizadísimas a las viejas apergaminadas de la Sociedad Protectora de Animales”, y algunos estudiantes de Sevilla con humor que las décadas volvió incorrecto, lanzaron un supuesto satélite casero llamado Spanik con una “perra gorda”, o sea, una moneda de diez céntimos a la que daban ese mote canino.
Justo entonces el papa Juan XXIII dio un discurso a los trabajadores del matadero de Roma, en el que aseguró que “el hombre, mientras esté al servicio de dios, no tiene nada que le impida dar muerte a los animales, inclusive haciéndolos sufrir, en busca de su propio sustento.” Un portavoz del Vaticano tuvo que aclarar que “las observaciones del papa no se referían, en forma alguna, al perro ruso Laika enviado a bordo del Sputnik soviético”.
Ya para rematar las mentiras soviéticas, una revista publicó en un artículo plagado de datos falsos el legado científico de Laika. “El análisis del pulso, la tensión arterial y la respiración de Laika permitió llegar a conclusiones sumamente importantes de que ningún daño sufre un organismo viviente en condiciones de imponderabilidad”. Bonita esta última palabra para hablar de ausencia de gravedad. Lo cierto es que la muerte de la perra fue punto menos que inútil para la ciencia, pero hizo algo por el espíritu de aventura.
Cinco meses después, el Sputnik dejó de dar vueltas a la tierra con su cadáver y se precipitó a tierra. Las cenizas de Laika cayeron en algún sitio de Brasil justo cuando el texano Van Cliburn ganaba en Moscú el concurso Chaikovski.
Vasili Grossman escribió un cuento titulado “La perra”. Quizás los censores no se dieron cuenta de sus mañas. Su historia va de una tal perra Petrushka, con mejor suerte que “Laika, que hubo de morir”, y por tanto “eran esos tiernos ojos caninos, y no los de Niels Bohr, los primeros que verían el universo sin límites… Por primera vez los ojos de un ser viviente verían el espacio sin aire, el espacio de Kant, de Einstein, de los filósofos, astrónomos y matemáticos, no en la mente, no en las fórmulas, sino tal como es.”
En el cuento, todo funciona de maravilla. Los indicadores registran cada uno de los signos vitales de Petrushka, y esta regresa de su largo viaje por obra de la literatura. Su amo, el hombre que la había adiestrado, es el primero en recibirla. “Ella corrió hacia él, meneando tímidamente la punta de la cola metida entre las patas. Pasó un largo tiempo antes de que él pudiera ver esos ojos que habían absorbido el universo. La perra le lamió la mano en señal de obediencia, en señal del eterno rechazo a ser errante y libre, en señal de reconciliación a todo lo que fue y será”.
Los censores tenían fama de brutos, y de verdad creyeron que Vasili Grossman estaba escribiendo sobre una perra. ~
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.