Éric Rohmer ha sido uno de los grandes directores de la historia del cine y el más modesto, con una parquedad de medios que no estaba motivada por la estrechez del presupuesto sino por la voluntad. Voluntad de independencia (casi toda su obra fue producida por la marca que él mismo creó, Les Films du Losange) y voluntad de estilo o de impronta: Rohmer quiso hacer siempre un cine sin costuras, es decir, sin “arte”, y de ahí la famosa polémica indirecta que el director recién fallecido y Pier Paolo Pasolini sostuvieron en 1965 a propósito del cine de poesía y el cine de prosa, que, resumiendo lo que ocupó en su día páginas y páginas, podría definirse como la contraposición entre un lenguaje fílmico que se deja notar (“donde se siente la cámara”, decía Rohmer), y otro, el que él prefería y practicaba, autolimitado al relato y reacio al tropo y la rima. En cierta medida, ambos cineastas marcan (junto a Godard, que está por supuesto, junto a Pasolini, en el grupo de los metafóricos) el desarrollo del cine de la segunda mitad del siglo XX, y a todos los aficionados nos cabe –y no sólo porque estén ya muertos– la posibilidad de celebrar el enorme genio de los dos sin tener que decidir una preferencia o formular una exclusión.
Lo curioso de Rohmer es que, siendo un “joven turco” de la Nouvelle Vague y figura seminal de la revista Cahiers du Cinéma, en la que los mejores nombres de la corriente coincidieron como críticos, hizo un cine, hasta el final, arraigadamente francés, en el sentido que este adjetivo puede tener de peyorativo para una parte del público; lo francés como paradigma de lo retórico, lo engolado y lo moroso, manteniéndose por tanto alejado de la constante reinvención formal del Godard de la primera etapa y de Truffaut, que amoldaba su peculiar poética a los cánones de la gran narrativa hollywoodense. En todas sus películas, desde la primera, de 1959, Le signe du Lion (El signo de Leo), hasta la última, Los amores de Astrée y Céladon, que data de 2007, Rohmer buscó, con un estatismo que remite al origen teatral del cine, la preponderancia de la palabra y el amortiguamiento de la sintaxis, logrando que incluso al trabajar con artistas de la fotografía del calibre de Néstor Almendros, con quien rodó seis películas, el resultado no fuera “demasiado bonito”, pues él aspiraba, como declaró a propósito de La mujer del aviador (1980) a “una fotografía que no tuviese ese lado brillante, lamido, hiperrealista, de la película actual”. De igual modo, Rohmer casi nunca utilizaba músicas compuestas ex profeso (es decir, no diegéticas), algo que consideraba “un pleonasmo […] Hay una partitura, una melodía de imágenes que queda oculta por la música cuando ésta se superpone”, le confesó en 2004, en una de sus raras entrevistas, al crítico español Carlos F. Heredero.
Su honda identidad francesa se origina a mi modo de ver en Marivaux, un escritor que el antiguo profesor de literatura nacido como Jean-Marie Schérer nunca adaptó –convertido en el cineasta Éric Rohmer– en sus películas de época extraídas de autores clásicos (Chrétien de Troyes, Jules Verne, Heinrich von Kleist, Grace Elliott u Honoré d’Urfé). Marivaux es un modelo en la velocidad del diálogo, el espíritu galante y libertino (recordemos las dos obras maestras de Rohmer de los finales sesenta, La coleccionista y La rodilla de Clara) y una cierta abstracción sentimental, producto de las ecuaciones del alma con la carne. El marivaudage también quedaba de manifiesto en uno de los trabajos menos conocidos y más relevantes del cineasta francés, su comedia El trío en mi bemol, que él mismo dirigió en el Teatro Renaud Barrault de París y tuvo a fines de 1990 una brillante versión española traducida y dirigida por el cineasta Fernando Trueba en el Teatro María Guerrero de Madrid. El diálogo amoroso de la pareja protagonista tenía en la función el contrapunto del trío para piano, viola y clarinete del título, el K. 498 de Mozart, que se interpretaba en vivo en momentos señalados. Marivaux, Mozart y, para ser justos con el cine, Jean Renoir: tres constelaciones artísticas que infunden en la obra rohmeriana la profunda ligereza, el sentido melódico y el gozo de la fecundidad.
La filmografía de Rohmer es muy extensa (más de treinta títulos entre largos y cortometrajes) y elegir favoritos puede resultar mezquino. Yo prefiero las más aladas, su cine inconsútil (por la misma razón que de Pasolini me quedo con el aparatoso, el de más subrayado formalismo). Mi noche con Maud es seguramente la película más hablada de la historia del cine, más que algunas de Mankiewicz y más que la propiamente titulada Um filme falado de Oliveira. El rayo verde tuvo una enorme cantidad de entusiastas y el León de Oro del festival de Venecia y a mí, a propósito de colores, me ha excitado siempre mucho que Rohmer fuese tan viejo verde en su elección de jóvenes figuras eróticas: Haydée Politoff, Françoise Fabian, Béatrice Romand, Zouzou, Marie Rivière, Arielle Dombasle, algunas descubiertas y así lanzadas por él, y todas escrutadas sensualmente por el objetivo de su cámara de jansenista. En esto, pero sólo en esto, se parecía a otro gran cineasta womaniser del cine francés, el tan católico Robert Bresson. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).