Templado por un sol

Un leve aullido bajo la arena

María Baranda

Ediciones Monte Carmelo

Comalcalco, 2023, 56 pp.

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Casi todos lo hemos escuchado: el eco tan temible de una casa vacía. Muebles y plantas, cuadros y tapetes, ¿cuánto sonido sorben que nos permiten respirar silencio? Cuando no están ahí, se vuelve un espejo nuestra voz. La ausencia de las cosas permite que el sonido se propague: como fuego: como fuga. Un leve aullido bajo la arena, el título más reciente de María Baranda, me confía lo siguiente: el eco es más doloroso que el silencio, nos deja entrever que estamos solos.

Con este libro la poeta inaugura un nuevo ritmo hasta ahora esporádico en su obra, un verso brevísimo, en staccato, con el cual la voz va construyendo un poema a cuentagotas, un poema hecho de ausencia, que avanza como un túnel va abriéndose en la tierra por la persistencia mínima del agua. El libro comienza con una sencilla petición: “ve a verlo / y dime”. Quien habla es la madre enferma. Se refiere a un piano: “si es blanco–”. La voz poética responde de inmediato que no, es “de aire / transparente”. Dada la inmediatez de la respuesta, pareciera que la hija no ha ido a revisar, no le ha dado tiempo –no quiere despegarse ni un momento de su madre–. La hija responde a la pregunta con una afirmación a ciegas, y la madre se conforma con un doloroso y cándido “ah”. Sin embargo, la petición ha sido lanzada: ve al fondo y dime. La voz poética no lo sabe, pero tendrá que descender. A partir del momento de la petición, en la puerta de entrada al libro, el poema se convierte en la fuga de un coro de voces blancas, siguiendo el camino de las palomas invisibles, incendiadas, la pauta de una música roja que tiembla y no se escucha, que refleja otra música que es y no es la misma en el más allá, atravesando esa región oscura en búsqueda de la madre ausente. Una premisa sencilla. Si el piano es de aire transparente, ¿es?

Como en sus previos Arcadia y Teoría de las niñas, se advierte que para María Baranda la poesía tiene al menos dos aspectos: el sonoro y el caligráfico, el fonema y el grafema. En medio, la distancia. Una letra puede existir sin su sonido, en la opacidad nocturna de la tinta. Los sonidos pueden volar sin sus grafemas, como las palomas invisibles que atraviesan este libro. Si es así, ¿cómo podemos capturarlos? Baranda escribe: “rota su palabra / desleída / en la ventana”. ¿Cómo podemos desleer una palabra? La poeta parece ofrecer una respuesta luminosa: solo volviendo a escucharla, regresándola al cristal del oído. Un leve aullido bajo la arena tiene una doble vida, una en blanco y negro, enterrada en sus páginas. Y la otra hecha de la música invisible que lo teje. La única manera que tenemos de juntar estos dos mundos es leyéndolos en voz alta al mismo tiempo que seguimos su negro camino con los ojos.

Aquí están presentes algunos de los elementos inconfundibles de la obra de Baranda: la intertextualidad, la preeminencia sonora, pero no figuran la abundancia léxica, el imaginario científico y exuberante, la épica, y a pesar de la arena que lleva el título, no vemos esa página vastísima y azul que comparten al menos siete de sus libros: el mar. (Me pregunto en qué momento la crítica comenzará a abordar la obra de Baranda en términos de trilogías y tetralogías, en términos de ciclos wagnerianos.) A pesar de los hilos convergentes con Arcadia y Teoría de las niñas, mencionados antes, Un leve aullido bajo la arena comparte nicho con Nadie, los ojos Ávido mundo, donde el epígrafe de Propercio, “Un rumor transita por sobre tierra y mares”, pronostica el título del nuevo poemario. En esta trilogía reina una tonalidad oscura, puntuada por símbolos recurrentes (las culebras, el verano), una manera más llana de decir, una sonora búsqueda incesante. Cuando Baranda escribe en su último libro:

soñé
con un leve
aullido
bajo la arena
al fondo
de la casa
en el jardín

era yo
que moría
cerca
como ella
lejos
y no podía
morir

me pregunto si al fondo del jardín se escucha a sí misma escribiendo Ávido mundo y Nadie, los ojos años atrás. Ciclos, descensos, variaciones. La obra de Baranda comienza a armarse como una totalidad vasta y compleja, llena de referencias, ecos y visión.

En las páginas de su nuevo libro no solo encontramos ecos de la obra de la autora. Están las huellas de Rimbaud y su larga temporada de fuego. Se oyen los pasos de Octavio Paz, pero destilada su lógica formal para llevarla a la región del desamparo. (Es decir, lo que había sido un ejercicio poético en la década de los cincuenta, se transforma ahora en un ejercicio emotivo, un todo coherente en donde el eco retumba no solo en la página sino en la región no localizable del sentir.) Vemos la sombra delineada de Viel Temperley, como previamente en Nadie, los ojos, y la blancura pétrea de Ósip Mandelshtam. Se presiente, al fondo, la fuga en el jardín de “Burnt Norton” de T. S. Eliot, quizá devolviéndonos al primer imaginario de la autora, El jardín de los encantamientos.

Si bien estas referencias son palpables, Un leve aullido bajo la arena me remite, de manera más íntima y contingente, a uno de los momentos de mayor genialidad en la historia del cine –la secuencia de montaje de la muerte de Thérèse en La felicidad de Agnès Varda– donde vemos una y otra vez, como si se tratara de un error cíclico de continuidad, cómo su amado la lleva en brazos, húmeda y muerta. El duelo es incredulidad, repetición. Quizá por eso Un leve aullido funciona como una partitura, con la signatura de tiempo del duelo, maleable y negra, con sus estructuras cuádruples reminiscentes del fraseo más icónico de la historia de la música occidental, la obertura de la quinta de Beethoven –Tan-tan-tan-tan–, de las fugas bachianas, por supuesto, pero también, de manera más silenciosa: toc-toctoc-toc: cuatro ladridos en la puerta. ¿Quién está ahí?

La voz es un instrumento que mueve y mide la distancia. Lanzamos su red, esperando que vuelva como paloma mensajera, dando vuelta en la esquina donde “están” las cosas. Quizá los muertos no nos pueden ver: nosotros no los podemos ver. Quizá no están en ninguna parte, pero por lo menos en un mundo posible nos siguen escuchando. María Baranda conjura y compone ese mundo. “No escuches –dijo.” A los vivos, nos pide que desveamos la tinta, que desoigamos lo que está diciendo en sincronía. Lo que amamos, el objeto de deseo, ¿va delante de nosotros? Vamos atrás como una sombra, menos reales que lo ausente, adheridos. Es lo que nos mantiene caminando. Escuchamos.

En este, su libro más duro e íntimo a la fecha –“te quiero / hacer daño / dije / aún / no sé por qué / dije eso que dije”–, Baranda ha tenido que fragmentar la voz para cruzar las recámaras innumerables del duelo, así como en un reloj de arena la duna de una hora puede atravesar de un lado al otro, casi por el ojo de una aguja, solo porque ha sabido fragmentarse. Y los versos de Un leve aullido son pequeñas sílabas de piedra en la ventana, quieren entrar. Aquí, lo fragmentario no se desmorona, pues ha sido templado por el sol de la emoción. Su clave y su luz. Leo el más reciente libro de María Baranda y no puedo dejar de pensar en un hecho asombroso del mundo natural: que la arena pasada por el fuego se vuelve vidrio. Con Un leve aullido bajo la arena tenemos frente a nosotros una prueba salvaje y contundente de este fenómeno. Solo aquello que se sumerge de cuerpo completo en las llamas puede salir a flote con tanta claridad. ~

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(Ciudad de México,
1994) es poeta, ensayista y traductora.
Forma parte del libro colectivo Fuego en
construcción. Resistencia política en las artes
(UNAM, 2020), editado por Elsa R. Brondo


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