Turistas y locales

A veces los barrios clásicos se pueblan de otro tipo de vecinos y ya no tienen sentido los colegios ni los negocios de siempre. Las ciudades se rodean de ensanches impersonales. Los antiguos habitantes abandonan las casas viejas por nuevos edificios de viviendas idénticas a las de cualquier otra ciudad.
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En un pasaje de su Viaje a Italia, Goethe cuenta su descubrimiento de que las vecinas de un apartado pueblecito falseaban y deterioraban cerámicas nuevas para vendérselas como hallazgos arqueológicos a los visitantes extranjeros. Estas escenas tuvieron lugar a finales del siglo XVIII, hace doscientos cincuenta años. Sorprende que sea tan antigua una picaresca que creemos muy reciente, inducida por el turismo pervertidor en los inocentes locales. El Grand Tour era una práctica entre las clases acomodadas europeas desde al menos cien años antes. Sabemos que Goethe se dio cuenta de la estafa, pero no cuántos viajeros anteriores picaron. A la avidez de esos turistas sin escrúpulos para el timo respondían las falsificadoras con una artimaña que incluía no solo la manipulación de las piezas sino también la interpretación del papel de ingenuas que no saben lo que tienen entre manos. Todo esto quiere decir que ese recóndito pueblo estaba ya habituado al paso de los extranjeros y otra vez que no hay nada nuevo bajo el sol.

Por un lado están los turistas deseosos de dar con algo valioso en lo que hasta entonces no haya reparado nadie, y los que menos los propios lugareños, que vivirían sobre brillantes tesoros, invisibles para ellos pero de los que todo el mundo habla al otro lado de la montaña (la imagen, que tiene algo de cuento de hadas, opera en muchos ámbitos. También cuando se dice que usamos un porcentaje muy bajo de nuestras capacidades cerebrales podría vérsenos como pobretones que dormitan sobre las doradas riquezas que podrían sacarlos de la miseria). La esperanza de encontrar, a lo largo del viaje, un vestigio de pureza que ya no queda −y que ni siquiera deseamos− en la ciudad donde vivimos se sigue manteniendo ahora, y de ahí la leve decepción cuando distinguimos que alguien habla nuestro idioma en un pintoresco mercadillo costero, y la sensación de triunfo cuando nos sentimos los primeros en llegar a algún lugar.

Por otro lado están los autóctonos. No tienen que hacer nada para serlo realmente, pero si adivinan la expectativa de los visitantes, y la fuerzan, pueden hacer de esa idiosincrasia idealizada su modo de vida, representando el sainete de sus costumbres.

Otra vez Italia, hace sesenta años: en una entrevista que concedió Orson Welles a Huw Wheldon en 1960, el cineasta, que entonces vivía en Roma, cuenta que la ciudad se está poniendo un poco insoportable debido al turismo. ¡En 1960! Otra vez nos asombra lo temprano de la popularidad. ¿Desde cuándo se están poniendo tan horribles como de moda las cosas que nos gustan? En la misma entrevista Welles confiesa que la ciudad donde le gustaría vivir es Ávila (“… un clima horrible, demasiado calor en verano, demasiado frío en invierno. Es un lugar extraño y trágico…”), de la que el periodista de la BBC no había oído hablar. Entre el tedio de vivir en Ávila en los años sesenta y el de vivir en un centro histórico entregado al turismo de fin de semana, no está claro cuál resulta más atractivo, pero ese salto forzado ha producido ejemplos de poesía involuntaria como el de la traducción de judiones del Barco de Ávila por big jewish boat que alguna vez ha animado la carta de algún restaurante al pie de las murallas de la ciudad.

Cuando los centros históricos estaban que se caían a pedazos, uno se preguntaba cómo los habitantes podían vivir entre esas ruinas, y cómo no se daban cuenta de que podían sacarle rendimiento a su herencia con solo cuidarla un poco. Ahora inquieta que por las barridas callejuelas no nos crucemos más que con grupos de turistas, entre los que siempre hay alguno que mira al infinito con aire ausente, como deseando estar en otra parte, y que al lado de cada puerta haya una placa que indica “apartamento turístico”. A veces los barrios clásicos se pueblan de otro tipo de vecinos y ya no tienen sentido los colegios ni los negocios de siempre. Las ciudades se rodean de ensanches impersonales. Los antiguos habitantes abandonan las casas viejas por nuevos edificios de viviendas idénticas a las de cualquier otra ciudad, y el centro quizá no lo pisen más que si trabajan en la oficina de turismo. Los barrios intermedios, con su gracia de urbanismo popular pero demasiado vulgares para alcanzar el estatus de patrimonio, son los que quedan irrecuperables. En ellos ya no quiere vivir nadie y los turistas no los visitan. Una interesante misión para las administraciones sería impedir que esos barrios se degraden y abandonen, pero lleva demasiados años desarrollar planes para eso.

Así que los viajes se han quedado un poco raros. Visitamos ciudades monumentales en las que tenemos que esforzarnos para percibir el aura por debajo de las cadenas de restaurantes y de muchas capas superpuestas. A veces la cosa se ha estropeado tanto que da la vuelta y se hace de nuevo interesante: en lugares como Montmartre lo verdaderamente fascinante es ver a los turistas haciendo de turistas, y es uno de los espectáculos más auténticos que se puede ver.

El desparrame del turismo y la degradación o bien la cartonpiedrización de los centros de las ciudades son fenómenos con los que debe de estar conectado el afán actual por hacer de la propia ciudad un lugar rebosante de tradiciones que merece la pena rescatar. De ahí vienen los escaparates de las pastelerías abigarradas de dulces tradicionales de los que nadie había oído hablar, la moda de los trajes folclóricos y la recuperación o directamente el invento de las fiestas populares que no celebraba nadie. Y así ya podemos ser turistas de nosotros mismos.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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