De entrada: José Saramago no es un escritor que me entusiasme. Leí hace años Ensayo sobre la ceguera (1995), que me pareció un libro excesivamente atareado en hacer de mí una mejor persona. Lo bueno fue que me obligó a recordar The Day of the Triffids (1951) de John Wyndham, una novela que leí de muchacho y que también se trataba de que todos los habitantes de una ciudad (Londres) se quedaban ciegos de un día para otro.
Me abstuve de leer otra novela de Saramago, El viaje del elefante (2008), porque la solapa decía que trataba del viaje a través de Europa que realiza un elefante que el rey Juan III de Portugal le regala a Maximiliano de Austria. Y como unos años antes había logrado leer El rinoceronte del Papa (1996), espeso novelón de Lawrence Norfolk que narra el viaje del rinoceronte que el rey Manuel I de Portugal le regala al Papa León X, ya no tenía muchas ganas de viajar (Juan III, el del elefante, era hijo de Manuel I, el del rinoceronte que, por cierto, es el que dibujó Durero).
Ahora Saramago ha publicado otra novela, Caín (Alfaguara), que nace rodeada de un útil alboroto. “La Biblia es un manual de malas costumbres, un catálogo de crueldad y de lo peor de la naturaleza humana”, dijo José Saramago al presentarla. Pensé, ingenuamente, que se trataba de un halago. Me percaté del error al ver que, antes que su novela, sus declaraciones suscitaron el previsible te deum del coro mixto comecuras; que los abundantes lectores de Saramago se ponían de plácemes y –desde luego– que las iglesias judeocristianas, una vez más, lo invitaban a la mesa puesta del escándalo. Que las iglesias acepten hacerle tanta publicidad a Saramago se entiende: es un apóstata simple y pataleante, un jacobino inocuo y, a fin de cuentas, un moralista horrorizado por las “malas costumbres”. Al presentar su libro, en efecto, Saramago se “declaró sorprendido por las historias de incesto, violencia y demás horrores” que hay en la Biblia. Conmueve que un hombre de 87 años aún se deje sorprender por esas cosas. Y alegra que sea novelista, y no censor.
Ahora bien, el tonante juicio de Saramago contra la Biblia podría aplicarse a todos los libros sagrados de todas las religiones. Todos arraigan, inevitablemente, en mitologías parturientas y crueles. No hay mitología fundacional que no esté saturada de reyes y héroes chauvinistas, dioses más o menos antropofágicos y matones que, de haber vivido en nuestros tiempos, habrían sido sumariamente hallados culpables de crímenes de guerra. Y si bien hay quienes leen esas mitologías con fervor religioso, sería una pena privarse de la fastuosa riqueza lírica y narrativa de la Biblia, del Garuda Purana o de la Teogonía en nombre de un ateísmo convertido en dogma de fe.
No obstante esas perogrulladas, adicto que soy a lo numinoso, curioso de la historia de las religiones y atento a las novelas que se cruzan con la mitografía (mi preferida es la infinita José y sus hermanos de Thomas Mann) me asomé a Caín. No me pareció interesante, ni bien escrita, ni original y ni siquiera divertida (ni, para el caso, bien traducida). Nada de lo que dice Saramago agrega nada a las mucho más ingeniosas sátiras/críticas que han hecho de la Biblia desde Mark Twain hasta Eddie Izzard.
De hecho, diría que el escrito de Saramago se antoja redactado al margen de las sátiras y diatribas de ese otro obsesionado adversario de Dios que fue Twain, y que se recopilaron en The Bible According to Mark Twain (Simon & Schuster, 1966). Libro que recoge y anota los sublimes diarios de Adán y de Eva, el de Matusalén y las furiosas “Cartas desde la Tierra”, firmadas por Satanás, que Twain prefirió no publicar en vida. Se trata de un Satanás que debió ser, por lo menos, primo hermano del que en otra novela de Saramago, El evangelio según Jesucristo (1991), denuesta compulsivamente el gusto con que al Dios de la Biblia le da por torturar y aniquilar inocentes.
Tanto Saramago como Twain, claro, traducen a terminología vulgar los argumentos racionalistas típicos del ateísmo clásico. El más sobado es aquel que abomina de Dios por hacer a sus creaturas responsables de sus propios errores e imprevisiones. Al comenzar su novela escribe Saramago que dios (nunca con mayúscula, para que se le note el desdén) “no tuvo otro remedio que irritarse consigo mismo, ya que no había nadie más en el jardín del edén a quien responsabilizar de la gravísima falta” que consiste en que Adán y Eva son incapaces de hablar. Por su parte, la Eva de Twain anota en su diario: “No podíamos saber que estaba mal desobedecer la orden, pues las palabras nos eran ajenas y no las entendíamos. No podíamos diferenciar lo bueno de lo malo […] Si se nos hubiese dotado primero con el sentido de la moral habría sido más justo, más generoso, y se nos podría haber culpado en caso de desobedecer.”
Saramago terminó su presentación de Caín diciendo que “sin la influencia que ha tenido la Biblia en nuestra cultura y hasta en nuestra manera de ser, los seres humanos serían probablemente mejores”. Queda claro que se encuentra convencido de que ese libro, a su parecer abominable, es el que ha dado forma a la naturaleza humana, y no la naturaleza humana la que se ha expresado en el libro. Esta, me parece, es fe de la buena. ~
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.