En un reciente artículo publicado en El País, el escritor Antonio Muñoz Molina decía que “hay descubrimientos que habría sido mejor no haber hecho”. Ponía a modo de ejemplo la energía nuclear y su uso militar contra Japón durante la Segunda Guerra Mundial en Hiroshima y Nagasaki o, más recientemente, los incipientes peligros del desarrollo sin límites de la inteligencia artificial. Comprendo su miedo porque es el mío y el de tantas personas que se ven abrumadas y con dificultades para asimilar la rapidez de los avances científicos y tecnológicos (muchas veces, hay que añadir, por su naturaleza contraintuitiva). Por otro lado, el miedo y la prudencia asociada a él nunca deberían servir como justificación para frenar nuestra curiosidad y capacidad de descubrimiento.
Muchas veces durante los últimos doscientos años, y más concretamente en el siglo pasado, hemos sentido cómo Prometeo nos regalaba de distintas maneras el fuego que había robado a los dioses y por el que fue castigado. La comprensión y dominio del electromagnetismo, el descubrimiento de la energía nuclear, el desarrollo de la genética, la invención de la aviación o del internet son solo algunos de los más evidentes de una larguísima lista. Por cada uno de estos fuegos ha habido una jarra de Pandora (como certeramente las llama Muñoz Molina), un mal uso inocente o intencionado de estos descubrimientos que nos puede llevar a la perdición. Han pasado todos estos años y ninguno de ellos se ha producido del todo. Más bien al contrario, la humanidad ha progresado a pesar de haber entreabierto la tapa de múltiples jarras de Pandora y echado una mirada a su interior a través de una pequeña abertura.
Es verdad que durante la ilustración y la revolución industrial del siglo XIX los descubrimientos científicos eran vistos con un optimismo descarado y hasta ingenuo. Prometeo, es verdad, era el mártir de la ciencia. Pero es comprensible imaginar por qué: en una época donde las condiciones de vida en los países más ricos eran inferiores a las de los países pobres de hoy en día según los indicadores de desarrollo humano actuales, cualquier avance, por ínfimo que parezca ahora, era visto como un gran paso para sacar a la humanidad de todo tipo de infortunios. Cuando se tiene poco se tiene poco que perder. El riesgo de abrir la jarra de Pandora parecía aceptable.
La gran pregunta que ahora deberíamos hacernos es por qué ese riesgo hoy ya no nos parece tan aceptable. ¿Es porque somos más sabios, porque conocemos mejor las consecuencias de nuestros descubrimientos? Probablemente no. ¿Es porque sentimos que ya tenemos una vida suficientemente cómoda y plena de conocimiento y tememos arriesgar más ante el miedo de perder lo conseguido? Puede ser, pero por sí sola esta explicación no termina de convencer. Me inclino a pensar que es lo anterior más nuestra escasa habilidad de pensar de manera contraintuitiva, que es el estado en el que opera la realidad la mayor parte del tiempo.
Nos cuesta pensar de manera contraintuitiva a la hora de hacer descubrimientos (por eso estos fueron tan espaciados en el tiempo hasta la aplicación implacable del método científico, diseñado para mitigar nuestros defectos cognitivos). También cuando llega el momento de hacer predicciones sobre las consecuencias de su aplicación práctica. La energía nuclear, citada ampliamente en el artículo, es un buen ejemplo de ello. En primer lugar porque el ciudadano medio no tiene nociones básicas de física nuclear. En segundo lugar porque la era atómica se inició con la explosión de dos bombas que acabaron inmediatamente con la vida de más de 250.000 personas. Todos estaremos de acuerdo en que matar a un cuarto de millón de personas no es la mejor publicidad para una tecnología incipiente fruto del descubrimiento científico.
Pero desde entonces se ha usado en la generación de energía (hoy en torno a un 10% del total global), la medicina o la exploración espacial, áreas muy distintas que nos han servido para vivir más, mejor y ampliar nuestra comprensión del cosmos. Tres accidentes medioambientales catastróficos (solo tres en setenta años, Chernóbyl, Fukushima y Three Miles Island) empañaron todavía más la imagen de esta fuente de energía, pero incluso sumándolos todos, palidecen en magnitud con los 40.600 millones de toneladas de CO2 vertidos a la atmósfera globalmente solo el año pasado. También en la arena internacional, si uno mantiene una postura no carente de cierto cinismo pero no por ello menos verdadera, la paz global, con la excepción actual de la guerra en Ucrania, está sostenida sobre miles de bombas nucleares pensadas para no usarse.
Ningún descubrimiento es malo en sí mismo, y no debería ser la maravillosa capacidad y necesidad humanas de conocimiento a quien deberíamos culpar cuando otros rasgos débiles de nuestra naturaleza tornan nuestros descubrimientos e invenciones contra nosotros. Precisamente por esto habría que tomar los mitos de Prometeo y Pandora como lo que son, un recordatorio de los rasgos negativos de nuestro carácter y de los positivos llevados al extremo. Pero desde luego no hemos robado nada a nadie (como Prometeo) y a la vez deberíamos deshacernos de la noción de castigo (como el impuesto por los dioses a la humanidad a través de Pandora por su curiosidad), principalmente de la autoflagelación cuando los nuevos conocimientos adquiridos tienen consecuencias indeseadas. Simplemente, como especie, nos dedicamos a descubrir lo que siempre estuvo ahí.
La Grecia clásica no solo produjo mitos exquisitos que seguimos repitiendo y reformulando hoy en día porque en ellos está concentrada toda la naturaleza humana. También, a través de la filosofía, se empezaron a levantar los cimientos del pensamiento científico. Platón y su alegoría de la caverna es el resumen más evidente de esta aproximación: no te conformes con las sombras que ves en la pared de la cueva, sal fuera y descubre la realidad tal y como es. Sí, puede que el mundo en el exterior sea peligroso, pero la aproximación a la verdad merece la pena, más aún si esta puede mejorar nuestra vida.
Dos milenios y medio más tarde podemos afirmar que hemos dado los primeros pasos fuera de la caverna, que seguimos vivos y no deberíamos arrepentirnos de ello a pesar de nuestros constantes y grandes tropiezos. Por el camino descubrimos los electrones y dominamos la electricidad. Al igual que el fuego de Prometeo, esta ilumina, calienta y puede matar de muchas formas. Leucipo y Demócrito, que fueron los primeros filósofos clásicos en especular sobre la naturaleza atómica de la materia, se mostrarían satisfechos al ver que tenían razón, y más aún cuando descubrieran que podrían seguir practicando la filosofía hasta altas horas de la noche solo con pulsar un interruptor que genera luz y calor, dos cosas que costaba mucho esfuerzo obtener por aquel entonces, cuando todavía estábamos en la caverna.
Daniel Delisau es periodista.