Evitar la catástrofe, invocar la catástrofe

Lo fascinante del debate que tenemos sobre una posible guerra nuclear no es la posibilidad de que se produzca, sino todo lo que hacemos como individuos y como especie para evitar que se produzca.
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El pasado 27 de septiembre la sonda espacial DART, de la NASA, impactaba contra el asteroide Dimorphos, consiguiendo por primera vez en la historia corregir la trayectoria de un cuerpo celeste (en Twitter muchos lamentaron a modo de broma que los dinosaurios no hubieran tenido nada parecido). Dos días antes, en el contexto de la guerra de Ucrania, el gobierno estadounidense advertía a Rusia ante los medios de que el uso de armas nucleares tendría “consecuencias catastróficas” a las que respondería “de manera decisiva”. Nuestras posibilidades de salvación y de autodestrucción quedaron expuestas con escasas horas de diferencia. Lamentablemente, desde entonces el entusiasmo por haber probado nuestra capacidad como especie para tachar de la lista una de las posibles amenazas de extinción se ha ido desvaneciendo, mientras que la retórica de la confrontación nuclear ha ido creciendo en intensidad. Es de esperar que siga aumentando este invierno en la medida en que la guerra siga yendo mal para Putin.

Durante los años de la carrera arrastré a un grupo de amigos y compañeros de la facultad para hacer un trabajo audiovisual sobre el tratamiento a lo largo de la historia del cine de una hipotética guerra nuclear. La idea nació de mí porque siempre tuve una atracción casi morbosa por el tema y nadie se opuso porque a fin de cuentas se trataba de una asignatura de historia y aquel escenario tan plausible solo unas décadas atrás ya era solo eso, historia. Nos quedó un trabajo resultón pero, a lo largo del proyecto, de fondo siempre pensaba en que estábamos dedicando esfuerzos en hablar de un miedo ya enterrado y por momentos dejaba de verle el sentido. Es una sensación que prácticamente desde entonces me acompañó cada vez que pensaba en el tema, hasta el comienzo de la invasión de Ucrania por parte de Rusia el pasado febrero, cuando entonces ese viejo miedo resucitó de golpe para todos. Admito que igual en ese sentido las dos décadas anteriores habían sido mejores. De pronto me encontré recibiendo whatsapps de un número considerable de amigos que me preguntaban por las posibilidades de una guerra nuclear, algunos directamente y otros, los más prudentes, de manera más velada. En aquel momento traté de dar respuestas tranquilizadoras desde el conocimiento que manejo.

Hoy, en cambio, sentiría que estaría mintiendo si diera las mismas respuestas, porque es evidente que la situación bélica en Ucrania se ha deteriorado. Todavía no hasta el punto de la crisis de los misiles de Cuba de 1962, pero aunque la probabilidad sigue siendo baja, la posibilidad de algún tipo de escalada nuclear estos días es más tangible que el pasado febrero. Aún así, un número considerable de analistas tiende a descartar casi por completo esa posibilidad alegando, como hizo el presidente estadounidense Joe Biden, que “Putin es un actor racional que calculó significativamente mal la situación” el pasado febrero. El problema, como escribía recientemente la periodista Masha Gessen en The New Yorker, “no es tanto que Putin sea irracional; el problema es que hay un mundo en que es racional para él acercarse cada vez más a un ataque nuclear, y la mayoría de analistas occidentales no pueden comprender la lógica de ese mundo”. 

Lo fascinante de una conflagración de este tipo no es el inicio de una guerra nuclear en sí, sino todo lo que hacemos como individuos y como especie para evitar que se produzca. Requiere de un estado mental muy concreto donde la disuasión, el lanzamiento de amenazas y faroles, el dominio del relato y la iniciativa, así como el uso medido de las palabras y los gestos, lo son todo. En la ficción, las escasas historias que han abordado esta temática suelen echar la culpa del inicio de una guerra nuclear a un mal funcionamiento de los equipos militares, que lleva a que las órdenes sean irrevocables (por jerarquía o incapacidad para revertirlas) y el desenlace, por tanto, es inevitable. Clásicos del cine como ¿Teléfono rojo?, Punto límite o Juegos de guerra han partido de esta premisa basada en el catastrofismo técnico y jerárquico. Pero son realmente los errores de cálculo, causados por una mala interpretación psicológica de los hechos, los que verdaderamente pueden conducir a una situación fatal.

A modo de ejemplo (uno de muchos) está el llamado Incidente del equinoccio de otoño que tuvo lugar en 1983. El 26 de septiembre de ese año, un radar de alerta temprana de la Unión Soviética detectó el lanzamiento desde Estados Unidos de un misil balístico intercontinental seguido escasos minutos más tarde de otros cuatro. Al frente del sistema de alerta se encontraba ese día el teniente coronel Stanislav Petrov, que interpretó la información como un fallo técnico y no hizo nada, más allá de esperar por otras fuentes la confirmación de que los misiles estaban en camino. Debería haber comunicado a sus superiores la información nada más detectarse los lanzamientos, lo que habría puesto en marcha la respuesta nuclear soviética, pero no lo hizo. Más tarde dijo que fue porque no se dejó llevar por el pánico y concluyó que nadie empieza una guerra nuclear solo con cinco misiles. Otra persona en su lugar, con otro estado mental, podría haber producido un resultado muy diferente. 

En Historia de dos ciudades, Charles Dickens comenzaba la novela, ambientada en los años de la Revolución francesa, diciendo que aquel “era el mejor y el peor de los tiempos”. Todas las épocas son ambas cosas a la vez. Nuestra versión dickensiana de vivir en el mejor y el peor de los tiempos se traduce, en parte, en que tenemos cohetes y sondas para cambiar la órbita de los asteroides, y hasta misiles para interceptar y destruir otros misiles. Pero a la vez sigue siendo escaso lo que podemos hacer para corregir la trayectoria de decisiones erróneas tomadas en base a informaciones incompletas y malos cálculos psicológicos. Precisamente porque malinterpretó la situación, Putin esperaba una invasión rápida de Ucrania, en vez de la guerra larga, estancada y de desgaste en la que se ha convertido, totalmente desligada ya de los objetivos políticos originales. Es bueno que las guerras acaben, pero lo ideal sería que la de Ucrania lo hiciera tras una mesa de negociación, y no porque se haya cometido otro error de cálculo por idealismo o imprudencia que diera como resultado una catástrofe mayor. En este sentido, es descorazonadora (aunque entendible) la postura del presidente ucraniano Volodímir Zelensky, quien hace escasos días decía en su primera entrevista a un medio en español que “la anexión rusa de los territorios ucranios anula toda posibilidad de diálogo”. Abundan en la historia ejemplos de países que sufrieron más de lo debido por sostener el deber moral de perpetuar una guerra.

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Daniel Delisau es periodista.


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