El nuevo libro de Dardo Scavino (Buenos Aires, 1964) nos llega mientras estamos imbuidos y atónitos por la revolución tecnológica y digital. En Máquinas filosóficas, el autor nos da una erudita y por demás amena perspectiva histórico-filosófica de la relación entre los humanos y las máquinas, y nos muestra que este tema nos ha desafiado desde hace milenios. Indicios de robots, por ejemplo, se encuentran en la mitología griega, que concebía la existencia de máquinas autómatas, como los trípodes de Hefesto, los cuales, “según Homero, ‘acudían por sí solos a las tertulias de los dioses’”, se lee en la Política, de Aristóteles, citada por Scavino.
Al autor le interesa indagar “desde cuándo y por qué pensamos lo que pensamos acerca de las máquinas y su relación con los humanos”. Detrás de esta relación hay dualidades como, por ejemplo, la obediencia versus la libertad, el trabajo versus el ocio, el empleado versus el empleador, etc.
Desde el tiempo de Aristóteles se reconocía a un trabajador o un esclavo como una máquina (autómata sofisticado) mientras los amos eran vistos como personas libres, identificados más con el espíritu que con la materia. Pero no han faltado aquellos que han descrito a los humanos como una máquina en sí; tal es el caso, mencionado por Scavino, de Julien Offray de La Mettrie que, a mediados del siglo XVIII, ni siquiera distinguía la parte física de la espiritual de las personas y consideraba que “el pensamiento formaba parte de nuestra fisiología y nuestra fisiología funcionaba a manera de autómata”.
La ilusión de que las máquinas liberarían a los humanos del peso del trabajo físico, para poder dedicarse a actividades más placenteras y creativas, ha sido un anhelo a lo largo de la historia –no ser esclavo, no ser subordinado, no tener que seguir órdenes, es decir, ser libres–. Al respecto, Scavino encuentra un hilo que une a una gran cantidad de pensadores y filósofos de diversas épocas: “Owen, Cabet, Wilde, Lenin, Domin, Bertrand Russell o Marcuse […] eran hijos de Descartes, y la historia, para ellos, como para muchos intelectuales modernos, era la progresiva liberación de los humanos de la esclavitud del trabajo gracias al progreso de la ciencia y de la técnica.” La relación entre las máquinas cibernéticas y los humanos cabe dentro de estas disquisiciones milenarias, aunque la distinción entre los que crean los conocimientos y los que ejecutan las tareas prácticas tiende a disolverse progresivamente mientras más avanzan los algoritmos.
La Revolución industrial que debería haber sido un paso importante para avanzar hacia la “libertad”, ahorrándoles el trabajo a los humanos, resultó, por el contrario, en un gran empobrecimiento de la población que había sido sustituida por las máquinas (al menos en una etapa inicial de esa transformación productiva, yo agregaría). En nuestros días, la ola de desplazamiento de operarios debido a la nueva tecnología, que automatiza y robotiza, es apreciable y probablemente se acentuará. Una de las preocupaciones importantes del libro es precisamente el papel del empleo a lo largo de la historia y su futuro ante el acelerado ritmo de la revolución tecnológica actual.
Algunas estimaciones calculaban que se perderían 120 millones de empleos en el mundo en las actividades industriales y de servicios, solo entre 2020 y 2022. El aumento de la productividad a raíz de la nueva tecnología ha permitido generar crecientes cantidades de bienes y servicios, pero involucrando cada vez menos trabajo. Conforme esto ha ocurrido, una menor proporción del ingreso ha ido a los trabajadores y una parte creciente se ha concentrado en una cúpula empresarial. Fenómenos de este tipo en el pasado hicieron afirmar a Marx y Engels que hasta que los “medios de producción” no estuvieran en manos de los trabajadores estos no podrían librarse de la opresión. Junto a la toma de control sobre las máquinas, el avance tecnológico liberaría a los trabajadores (primero, de los dueños del capital y eventualmente del trabajo mismo, que sería hecho enteramente por las máquinas) y se alcanzaría una sociedad totalmente igualitaria. Pero constatamos que antes, con la maquinaria de la Revolución industrial, y ahora con los sistemas cibernéticos, el desplazamiento de trabajadores no ha ido acompañado por un antídoto que palie los problemas del desempleo masivo. Aunque el autor no lo dice de manera explícita, está claro que no ha habido una emancipación de los trabajadores para alcanzar una fase idílica en los sistemas no capitalistas. Y en los capitalistas tampoco se ha generado un ingreso universal (o solo ha sucedido de modo excepcional) que permita a las personas, liberadas del yugo del trabajo gracias a la tecnología, vivir en forma satisfactoria.
A pesar de todo, el ingreso per cápita, la ingesta de proteína, el acceso a la salud y el ascenso social de enormes capas de la población han sido también efectos de la maquinización del trabajo, aunque obtenidos a través de las múltiples formas de negociación política, lo que escapa a las consideraciones de nuestro autor. También habría que reconocer que la industrialización ha incrementado el tiempo libre dedicado al ocio en comparación con lo que ocurría a fines del siglo XIX y principios del XX.
Coincido con Scavino en que los humanos, o al menos las masas de trabajadores (los no “creadores”), han salido perdiendo en esta evolución tecnológica del trabajo: las destrezas que habían desarrollado los artesanos en el pasado, y que fueron sustituidas en el fordismo por tareas repetitivas al lado de las máquinas, desplazaron la creatividad hacia los ingenieros (conocedores de las matemáticas y la física). Sin embargo, habría que agregar que la proporción de la población educada y con profesiones más creativas es muchísimo mayor ahora comparada a la que había al inicio del capitalismo. En la actualidad, advierte acertadamente Scavino, la tecnología va mucho más allá y estamos frente a “máquinas creativas” que pueden aprender y con ese aprendizaje inventar, con lo cual la humanidad podría perder también aquellas destrezas identificadas con quienes ideaban las máquinas: los teóricos, los pensadores.
Un segmento importante del libro se enfoca en la emancipación no física sino mental de las personas. Existe una relación entre los individuos y las reglas impuestas por una autoridad a una comunidad, que los primeros siguen en forma pasiva (como autómatas mentales). En estos casos “no se permite razonar: hay que obedecer”. Pero, como señalaba Kant, si un sujeto deja de actuar como un miembro pasivo de la comunidad y logra emancipar su pensamiento y distanciarse de “dogmas poderosos” (religión, por ejemplo), puede demostrar que el ser humano es más que una máquina. Aquí se está considerando que la persona puede estar subyugada no solo en términos de su trabajo físico, sino también en cuanto a su mente. No obstante, algunos sujetos activos, a la manera de Kant, pueden llegar a actuar libre y creativamente y con ello deslindarse de las normas establecidas, provocando cambios profundos en el saber o en la forma en que operan las sociedades (Nietzsche habla de la “excepcionalidad” de los creadores, como señala el autor del libro).
A menudo, Scavino vuelve a la pregunta de si los instrumentos o las máquinas son un apéndice de las personas o si las personas son, en realidad un apéndice de las máquinas. O incluso, si los empleados y el empleador son “órganos de una ‘megamáquina’ superior a unos y a otros”. La última parte del libro está dedicada a analizar estas “megamáquinas” a lo largo de la historia. Entre estas se encuentra la religión, en la que hay un “Dios omnipresente y omnipotente”, lo cual significa que todas las personas forman parte de un cuerpo eclesiástico, es decir: obedecen instrucciones y, en conjunto, funcionan como una gran máquina. El Estado es otra “megamáquina” que con “los ministros y los funcionarios forman parte de los engranajes de este gigantesco homo artificialis”. Y, por supuesto, las fábricas desde fines del siglo XIX eran en sí grandes máquinas en las que los trabajadores se desempeñaban como piezas dentro de ellas, perfeccionadas con los sistemas tayloristas no solo en el mundo capitalista sino también en el soviético, que imitó la optimización de la producción industrial con este método. La digitalización ha cambiado hoy día las cosas.
El autor se pregunta: “Si existían máquinas que aumentaban la fuerza de nuestros brazos, la velocidad de nuestras piernas y hasta el alcance de nuestros ojos y oídos, ¿por qué no inventar un ‘órgano separado’ que aumentara la capacidad de almacenamiento de nuestro cerebro?” y sostiene que “las máquinas de la Revolución industrial convertían a los trabajadores en autómatas; las máquinas de la revolución cibernética convierten a los autómatas [robots] en trabajadores”.
¿Dónde terminará esta evolución de la relación entre la humanidad y las máquinas?, como es de esperar, es una pregunta que queda en el aire. Quizás “gracias a las ‘redes artificiales de neuronas’, cada vez más potentes y complejas, gracias a los programas capaces de ‘mutaciones aleatorias’ semejantes a las que tienen lugar en el código genético y ocasionan la mutación de las especies, las computadoras remplazarían a los humanos no solo a la hora de tejer, interpretar una melodía o efectuar cálculos largos y engorrosos, sino también en el momento de descubrir leyes científicas, introducir innovaciones tecnológicas, componer temas musicales o realizar obras pictóricas”. Es decir, este gólem creado por los humanos ¿llegará a ser más inteligente que ellos? O bien, desde un punto de vista humanista, pensaríamos que, por más que se desarrollen los robots, estos seguirán siendo programados por las personas, por lo que continuarán siendo máquinas que obedecen a la instrucción humana. Fascinante dilema con el que el autor cierra una profunda indagación y reflexión sobre la filosofía de las máquinas y los seres humanos. ~
es economista y consultora independiente. Su investigación se ha centrado en temas de política industrial; comercio y medio ambiente y políticas de competencia.