Formado en la École de Mime Corporel Dramatique, en Francia, Jorge A. Vargas es uno de los principales directores del teatro contemporáneo en México. Sus trabajos incluyen, entre otros, La mujer de antes, Blod, Galería de moribundos y El censor. Es director artístico de la compañía Teatro Línea de Sombra, que recientemente produjo Mujeres soñaron caballos, escrita y dirigida por Daniel Veronese.
¿Cómo empezaste a hacer teatro?
Yo soy de Durango. Empecé a hacer teatro en la preparatoria. Y, después, en la compañía de la universidad de allá. Sin embargo, me exilié muy temprano. Estuve en varios lugares. En Guanajuato participé en varios laboratorios, un poco a la manera de Grotowski, y fue ahí donde empecé a tomar el teatro en serio. Después de un tiempo en el df, me fui a Monterrey porque en esa época [principios de los ochenta] había un movimiento de teatro universitario muy activo. Era una ciudad interesante porque se hacía una especie de teatro de empresas, con un gran aparato privado, paralelo a la producción estatal. Y al mismo tiempo había un teatro de riesgo con figuras muy relevantes como Sergio García y León Guajardo. Te hablo de la prehistoria. Además, era interesante que el mercado laboral te permitía subsistir como grupo independiente.
¿Dirigías tus espectáculos?
Empecé haciendo teatro de mimo, muy influido por Étienne Decroux. Lo que hacía era muy físico: usábamos máscaras y formas muy estilizadas. Trabajaba en el contexto de lo que en ese entonces llamábamos teatro de grupo. Era una idea que implicaba un discurso muy político. Lo más importante, sin embargo, fue que ese impulso me llevó a descubrir que podía haber cierta autonomía, ciertas condiciones de trabajo, donde se podía articular un lenguaje propio y crear obras que no necesitaban de las grandes producciones o de los modos convencionales. Comencé a dirigir después. Fue una especie de coincidencia. Conocí a Gabriel Contreras, un escritor y periodista que no era dramaturgo, y empecé a trabajar con él. A los dos nos interesaba la mitología del norte. Tomamos ciertos arquetipos del desierto, personajes emblemáticos como el Niño Fidencio o Agapito Treviño, un bandido que vivió durante la época de la intervención norteamericana, y creamos textos hechos en una dinámica de escritura recíproca: Gabriel escribía, nosotros improvisábamos a partir de eso, y él volvía a escribir. Así armamos tres espectáculos. Mis inicios como director se dieron en ese territorio, no desde el teatro de texto, ni desde un teatro convencional, sino desde procesos más alternativos. En ese entonces conocí a Rogelio Luévano, que había participado en la fundación del Centro Universitario de Teatro. Juntos intentamos generar un diálogo entre la vena realista en que trabajaba él y lo que hacía yo, que se centraba más en la realidad física del actor. Ahí se cohesionó lo que hoy es Teatro Línea de Sombra.
Mencionaste a Decroux. ¿Qué entiendes por mimo?
Definitivamente no me refiero al mimo arlequinado, maquillado de blanco, sino a la idea de Étienne Decroux, un creador escénico del teatro moderno francés, compañero de aventura de Copeau, Dullin, contemporáneo de Artaud, maestro de Barrault. Él construyó una gramática muy precisa a partir de una serie de ejercicios en que los actores improvisaban con el rostro velado. Digamos que inventó un lenguaje donde el rostro del actor, y por lo tanto su psicología, dejan de ser importantes para que el énfasis recaiga en el cuerpo. Él fundó una técnica, que llamó mimo corporal, basada en la idea de que el tronco es la unidad expresiva del actor. Su intérprete está sustentado en ese trozo, en esa arquitectura corporal que es el torso. En los ochenta se organizaba en Guanajuato un encuentro internacional de pantomima. Ahí conocí a Daniel Stein y a otros alumnos de Decroux. En 85 y 86 me fui a París a estudiar con ellos. Incluso conocí a Decroux, que para entonces ya era un hombre muy grande.
Hay algo muy inspirador en la audacia, en la independencia creadora del mimo.
Sí, es alguien que no puede esperar a que un director lo llame. Crea su propio material, construye su propia dramaturgia, genera sus propios espectáculos.
Pienso que uno de los problemas centrales del teatro mexicano tiene que ver con que frecuentemente el actor no forma parte de la propuesta estética, sino que se asume como empleado de una producción teatral. Son contados los actores que se ven como creadores. ¿Por qué?
Es la luz y la sombra del teatro de director en México. Por un lado, propició renovaciones importantes, nos permitió adentrarnos en eso que llamamos teatro de arte. Por otro lado, lo hizo recurriendo a un paternalismo muy exacerbado, donde las decisiones se toman verticalmente, dando por descontado que el actor sólo obedece. En muchos montajes de nuestro teatro no existe una complicidad entre director y actor. Idealmente, uno aspira a crear el montaje junto con el actor. Sin embargo, ya sea por herencia o por falta de capacidad de riesgo, no sé, son pocos los directores que lo hacen. Es más común que el trabajo con el actor ocurra en un territorio seguro, donde las decisiones importantes se tomaron en un proceso previo a los ensayos. Otra razón tiene que ver con la educación de los actores. Es una perspectiva de formación. Si tú los educaras en escuelas europeas, como Lecoq, supongo que eso no sucedería. Ahí te enseñan a ser un creador, no un ejecutante. El actor tiene la obligación de aportar material para definir la puesta en escena.
Esto me recuerda una obra de la nueva Compañía Nacional de Teatro, Ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente, de Wajdi Mouawad, dirigida por Rolf y Heidi Abderhalden, donde trabajan varios actores con trayectorias extraordinarias. Y aun así se ve con toda claridad que si el director no les da la instrucción precisa de qué deben de hacer, aunque lleven cuarenta años actuando, ellos sólo salen a escena, cruzan, se paran, dicen su parlamento y se van. Lo hacen con una gran dedicación y con un gran compromiso, pero no colaboran con la propuesta estética del director.
Ese es un ejemplo claro de un problema cultural. Hay un actor que entra en conflicto con un modo de producción. Si pensamos que estas formas no son solamente operaciones mecánicas, sino que también reflejan convicciones estéticas, creo que no puedes decirle a un actor “aquí está el planteamiento y ahora espero de ti una propuesta”, si nunca ha trabajado así. No hay diálogo posible. La contemporaneidad no se da por decreto. En ese caso, hay una tensión entre conceptos muy antagónicos del teatro, que se nota en escena.
En tus puestas veo un interés muy marcado por la dramaturgia contemporánea: Lars Norén, Anthony Neilson, Jon Fosse, recientemente Roland Schimmelpfennig.
Todo empezó cuando leí Munich-Atenas, de Lars Norén. De pronto, descubrí una estructura dramatúrgica con características muy particulares: había un realismo que se agrietaba conforme la acción avanzaba. Al final terminaba por volverse otra cosa, como si en un ámbito doméstico el tapiz de una casa se empezara a cuartear, dejando ver cuevas primitivas, heridas donde se filtra lo irracional. Creo que ese uso del realismo me ha ido llevando de un autor a otro.
El censor funciona de un modo similar.
Sí, son esas heridas del ego, de la psique, que tocan arquetipos muy primitivos. Blod sería la estructura más obvia.
Ahí el mito edípico está en primer plano.
Hay una corriente constante de esa dramaturgia, aparentemente realista, que conecta la contemporaneidad con los mitos, demostrándonos su resonancia actual, y que me ha permitido construir una teatralidad que recurre a lo físico y al cuerpo sin ignorar las construcciones mentales de los personajes. ~
(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.