El encuentro iba a ser en el parque, uno de los días de la Feria del libro, hacia el final de la tarde, cuando hubiera bajado el calor y empezaran a salir los mosquitos. Viernes: alguien tendría que llevar a mi hija mayor a ballet y recogerla. Acepté. A mi novio le pusieron una reunión, así que tenía que pensar qué hacer con los pequeños. Podían venir conmigo y estar por ahí mientras yo atendía el club de lectura. Le pedí a mi madre que viniera a evitar que atascaran una fuente, se cayeran rodando por una ladera, etc. Acudiría allí me dijo. Mi hermano se ocupaba de la mayor. Todo parecía bajo control. El viaje en tranvía hasta allí no fue un trayecto agradable: mi hijo mediano insistía en que quería tirar la peonza y tenía hambre y sed y hacía calor. Todo eso salpicado de palabrotas que no suelen formar parte del vocabulario de un niño de su edad. Quien se había puesto en contacto conmigo para que acudiera al club de lectura me esperaba frente a la caseta de la librería Antígona, para ella llegábamos tarde. Lo sé porque tenía ya una llamada perdida de ella y varios whatsapp. Los dos minutos que los niños estuvieron mirando libros fueron un bálsamo. No me atreví a dejarlos ahí y los arrastré hacia donde iba a ser el encuentro. Me hacía ilusión porque era el club de lectura del barrio Oliver, donde mi madre trabaja de médica y porque el libro acaba ahí, en el centro de salud.
Había unas sillas puestas en círculo, no había llegado nadie aún y mi hijo mediano seguía enfadado porque la peonza no iba a rodar ahí: césped o suelo de tierra, él necesitaba asfalto. Intenté sobornarlos con un vasito de leche del puesto de café absurdamente caro, les compré una galleta por un precio que podría considerarse atraco.
Fuimos hacia las sillas dispuestas en corro y observé: muchas mujeres, menos de cuatro hombres, un par de chicas jóvenes, un bebé. El bebé era la nieta de la que coordinaba el club, ni el bebé ni la madre participaban en el club, pero mi hija pequeña estuvo muy entretenida haciendo carantoñas al bebé en cuanto se dio cuenta de que estaba. Hubo un poco de barullo con las sillas porque uno de los señores no escuchaba bien y tenía que ponerse cerca de la coordinadora del club. Al cambiarse de silla vi que el señor llevaba plegado el bastón blanco.
La que coordinaba fue muy amable, hizo una presentación breve y dejó algunas pistas de lo que iba a venir que yo no supe leer. Pasó el turno de palabra a la persona que estaba a su derecha, iba a ser una rueda. El primero explicó que no había podido leer el libro porque no les había dado tiempo a pasarlo a braille a los de la ONCE, pero me dijo que la bibliotecaria de la ONCE tenía un hijo que vivía en Garrapinillos y que coincidía con alguno de mis hermanos. El otro señor tampoco había podido leerse el libro pero sabía dónde estaba Garrapinillos. Fueron pasando: no les había dado tiempo, lo habían encargado en una librería, etc. La primera que sí había leído el libro me dijo que ella también había llevado a sus hijos al colegio. La siguiente esperaba su turno con los brazos cruzados. Mal no se lee, empezó.
No te voy a decir que se lee mal porque me lo empecé a la tarde y al día siguiente ya casi que me lo había acabado. Pues cuentas lo que te pasa… Pues sí, llevas a los niños al cole, como todas…
A usted le gustan libros con trama, pregunté.
Me gustan los libros con enjundia, dijo ella, y el tuyo pues me parece que no tiene, pues eso cuentas tu vida.
Me alegré de llevar puestas mis gafas de sol y de que mi madre me hubiera enseñado el truco de su profesora de pilates: sonrisa de clavícula. A su lado había una chica sonriente que dijo que en realidad ella había ido al taller de escritura creativa; está detrás de la cafetería, le indiqué, pero que se iba a quedar y que además iba a comprar el libro. Me habría gustado darle un abrazo. Mi hijo mediano me chupaba el brazo para llamar mi atención y yo hacía como que no me daba cuenta. Apareció mi hermano con mi hija mayor y pensé que estaba salvada, se quedaría con los niños mientras yo seguía recibiendo impresiones de lectores reales. EJEM. Mi hermano, sonriente y musculoso, tenía que irse. Te dejo con tus fans, dijo. Entonces la cosa empezó a mejorar: una señora de pelo corto dijo cosas bonitas del libro, había disfrutado de la lectura, le habían hecho gracia los chistes, decía que era difícil conseguir esa apariencia de sencillez. Pero, dijo, tengo que decirte una cosa: hay un bajón, y te voy a decir dónde está, porque lo tengo marcado. El bajón abarcaba unas cuantas páginas.
Mis hijas estaban con el bebé, al mediano se le había medio pasado el enfado y estaba intentando subirse a un árbol. Vi a mi madre a lo lejos. Traía la manicura recién hecha y se acercaba con calma, como si no existiera el mal en el mundo. Empezaron a acercarse a que les firmara el libro. La señora que pensaba que a mi libro le faltaba enjundia me lo tendió y me dijo anda, fírmamelo. Con todo mi cariño, empecé.