Breve historial de agravios

Unos meses de mi vida.

Michel Houellebecq

Traducción por Traducción de Jaime Zulaika Barcelona,

Anagrama,

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Unos meses de mi vida es el libro de un hombre humillado. Es una venganza extraña. Houellebecq fue engañado y manipulado para participar en un vídeo pornográfico. El autor se venga escribiendo contra el perpetrador de ese engaño, al que llama Cucaracha, y sus secuaces. En realidad, el engaño no es tan engaño. El autor firmó un contrato (que aparece reproducido íntegramente en el libro, una autohumillación que me resulta incomprensible). Es cierto que es un contrato con unas condiciones leoninas; incluye una delirante cláusula con efecto retroactivo que nadie con un mínimo de cuidado firmaría. Pero Houellebecq es un adulto. Por eso es difícil compartir su rabia. Lo que uno experimenta al leer la crónica de este engaño es conmiseración. Houellebecq aparece aquí como un pobre hombre ingenuo, un individuo que sabe leer su sociedad (sus mejores novelas tienen una sociología muy interesante), que tiene la capacidad de dotar a sus personajes de profundidad psicológica, pero que parece incapaz de leer un contrato, de moverse en el mundo real, donde existen individuos y no arquetipos. Y que ante el fracaso judicial decide recurrir a la venganza literaria.

“¿Puedo tener una erección y hacer otra cosa al mismo tiempo? Pues sí, […] pero no puedo hacer nada que no sea sexual, me es totalmente imposible, tengo la sensación de entrar en una niebla mental donde ya no existe nada más en el mundo que el sexo, lo cual, por cierto, no facilita mucho la transcripción posterior de esos momentos”, escribe. Da la sensación de que esa nube mental la conservó durante todo el proceso. Firmó el contrato con una erección, y por eso no tenía la mente clara. “Mi mente no funciona muy rápido; compenso esa insuficiencia con una precisa intuición moral acerca de las personas, aunada a un tipo de obstinación realmente brutal, monolítica”, escribe en otra ocasión. Esta aceptación de su error no provoca empatía, sino compasión.

Como es un gran novelista, incluso en esta obra deslavazada y desesperada hay momentos de brillantez, belleza y, sobre todo, de humanidad. El autor dice, al contrario de lo que pueda parecer por su pose de provocador, que no es un punki. Demuestra, y es algo que sorprende, que realmente sí le importa lo que piensen de él. Muestra un miedo muy humano, el miedo a que no le entiendan, a ser malinterpretado. Es un miedo muy comprensible, especialmente en una época llena de mala fe, literalidad y rigorismo. Por eso esta obra es una especie de disclaimer. No solo sobre su experiencia con la película porno. En las primeras casi cuarenta páginas, Houellebecq se explaya sobre el islamismo y matiza algunas de sus opiniones más polémicas sobre el tema, especialmente en una entrevista que provocó cierto revuelo y le costó una querella. En la entrevista original dice que “el deseo de la población francesa ‘de pura cepa’ no es en absoluto que los musulmanes se asimilen, sino que dejen de robarles y agredirlos, en suma, que respeten la ley y les respeten”. Como provocó cierta polémica, aquí se matiza largo y tendido: “Cuando tenemos miedo no reflexionamos, y también saben [los franceses de pura cepa, dice], de forma empírica, que los barrios donde los musulmanes son numerosos son asimismo los barrios donde abundan los delincuentes. Por eso, como es lógico, tienden a huir de esos barrios. ¿Qué hacer al respecto? No lo sé.” Hay reflexiones interesantes, pero el objetivo no queda muy claro. También hay muchas digresiones. En todas hay algo salvable, pero no parecen pertinentes. Por ejemplo, una sobre Theodor Fontane, con una larga cita sobre él que no ilumina absolutamente nada de la historia, otra sobre John Grisham, o un comentario arbitrario sobre la guerra de Ucrania: dice que hasta que Rusia invadió Crimea no sabía que Ucrania y Crimea no eran ya parte de Rusia, y que tampoco conocía los países bálticos (¿es una especie de chiste?). A veces esas digresiones parecen escapatorias, intentos de ocultar la rabia y la vergüenza. El formato es de collage y reflexiones a vuelapluma, pero el tono es solemne, a veces hiperbólico (algo no encaja cuando compara su experiencia con la de una mujer violada, por ejemplo). Hay un desacompasamiento entre la gravedad que quiere dar a su drama y la manera de abordarlo.

Quizá este libro no hacía falta. Es una obra desesperada. ¿Quizá necesitaba ganar dinero para afrontar la batalla judicial? Lo dudo. ¿Es el orgullo, la búsqueda de reparación? Resulta extraño en alguien al que se le ha acusado de todo durante décadas sin que parezca que le afecte. Houellebecq explica más o menos su motivo: “Tenía en mi haber polémicas, era, ya se sabe, un misógino además de un fascista, pero hasta entonces habían respetado relativamente mi vida privada.” Confía en que esta obra pueda servirle de exorcismo “con respecto a esos tres desechos humanos que perturbaron unos meses de mi vida: la Cucaracha, la Cerda y el Pavo”. Sin embargo, a pesar de todo, es Houellebecq. En Unos meses de mi vida están sus señas de identidad: su provocación resulta honesta y refrescante, sus boutades nunca son gratuitas y en ellas hay siempre reflexiones interesantes. Quizá tenía que escribir esto porque, en el fondo, la historia es muy houellebecqiana: un hombre que accede a grabarse practicando sexo, se arrepiente e inicia un procedimiento judicial absurdo que muestra las costuras y limitaciones del mundo periodístico, político y judicial de su país. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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