Es diez de octubre y hace mucho calor

Un tren no es como un avión o un barco, donde el comandante o el capitán son una autoridad que toma las riendas sin tener que consultar a nadie, y un capitán puede incluso celebrar una boda, y con las horas que llevábamos allí dentro habría dado tiempo a una pareja a conocerse y a querer casarse.
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El tren se retrasaba, pero no nos decían cuándo iba a salir, cuánto tiempo más iba a retrasarse. Estuvimos más de una hora en la cola de embarque o como se llame en ese caso, el ferroviario, y hacía mucho calor, el cielo estaba liso como un esmalte y en la vía cercana había unos vagones de dos plantas de transporte de coches en los que ponía en estarcido Orcasitas y Villaverde, adonde todos queríamos acercarnos por esas mismas vías. Al fondo había un barrio nuevo de edificios horrorosos, muy tristones a la luz plana del sol, planos también como si hubiesen pegado con cola las páginas de los folletos de promociones de viviendas de semilujo directamente sobre el horizonte, y pensé en la cantidad de cosas que te obligan a estudiar en las escuelas de arquitectura y si la que produce estos edificios no será una disciplina diferente. Nos hicieron atravesar un paso subterráneo para llegar al andén bueno, pero allí tuvimos que esperar más rato, y cuando llegó un tren de cercanías del que se bajaban los como embriagados excursionistas que habían apurado hasta última hora para volver de sus paseos por el campo se formó un gran lío, porque ese andén estaba entre dos vías y formaba como un estrecho bulevar en el que no cabían a la vez los que esperaban un tren y los que bajaban de otro, y el difícil movimiento tan cerca del espacio entre el coche y el andén parecía peligroso. Estar de pie al sol con la maleta entre las piernas sin saber cuánto iba a durar la espera era muy pesado, pero no me parecía bien quejarme por dentro porque pensaba en los que se tienen que ir de su país y apenas han podido llevarse nada, y ese poco que se han llevado estarán todo el tiempo deseando dejarlo tirado en cualquier parte, ahí mismo, el sentido más preciso de la palabra impedimenta, pero a la vez es lo único que tienen, y no saben ni dónde van a dormir esa noche ni dónde estarán la semana siguiente ni qué van a necesitar o echar de menos. Me entretuve en tratar de adivinar la edad de la gente que estaba allí conmigo. El sistema de megafonía se volvió loco y repitió unas quince veces el mismo mensaje, que el tren saldría de la vía 7, como un recurso teatral para subrayar un sinsentido. Un señor de cara colorada, de unos ochenta años y que acompañaba a una mujer de unos setenta y seis mal llevados y a otra de unos ochenta y seis muy resueltos y con aire de antigua estrella de la canción cubana, intentó pegar la hebra conmigo, y me dijo que pensaba que ese viaje debería salirnos gratis. No se sabe muy bien qué se suele pretender con esos comentarios, si un pequeño motín cuyo detonante se delegue en la persona que se tiene al lado o si sencillamente aplacar los nervios de estar en silencio junto a alguien, y me limité a sonreírle y decirle desde luego mientras pensaba en que no quería afrontar la pesadez de hacer una nueva cola y rellenar ochocientos papeles al llegar a la estación a las mil, y además el billete no lo había pagado yo, pero al cabo de las horas, cuando ya estábamos a bordo del tren cruzando nada raudos el campo oscuro que separa los enormes aparcamientos de coches sin matricular que están a la entrada de todas las ciudades y del que no se puede ver nada desde dentro a no ser que pegues la cara al cristal, me acordé de ese señor con simpatía y reconocimiento como si fuese el último representante humano, o de una humanidad torpe y tierna, porque a pesar de que nadie se había dignado explicarnos o ni siquiera hacer mención de lo que estaba pasando todo el pasaje iba sumergido en la contemplación de las pantallas individuales y el ambiente era un poco zombie y sugería que bien podían estar llevándonos en dirección contraria, por ejemplo hasta las costas del Mar de Japón, donde nos harían bajarnos a formar otra cola con la mano agarrotada en el asa de las maletas en una estación extraña hasta que nos volviesen a meter en otro tren o en un barco, demasiado cansados y aturdidos para aprovechar la extraordinaria oportunidad que se nos brindaba de deambular por unas horas por la exótica ciudad de Vladivostok, a cuya visita ya habíamos renunciado en algún momento del fin de la infancia, bien podía estar pasando eso, que nadie decía nada ni levantaba la vista ni se rebullía ostentosamente en el asiento con la esperanza de llamar la atención de un semejante que también estuviese escamado con la situación y se sintiese también como una mercancía a la que por supuesto nadie se toma la molestia de explicar por qué la llevan de aquí hacia allá y mucho menos la asombrosa suspensión de las leyes físicas según la cual, y como comprobaríamos al llegar a la estación, el tiempo de retraso que había tomado subirse al tren desde la hora prevista se había multiplicado por dos cuando se trataba de medir la duración del trayecto, sino que más bien a todo el mundo parecía sudársela todo, incluido el revisor joven que se había sentado en un asiento libre a mirar él también su pantalla y que cuando alguien se acercaba a preguntar si quedaba agua respondía con un bufido y dejaba contestar al revisor viejo que no, que ya no quedaba agua pero sí otras bebidas, y resultaba muy raro que no dijesen ni siquiera este tren va a llegar tarde, o ha habido unos problemas, e igual de raro que la megafonía del tren no informase de algo desde la cabina, cualquier cosa, que no diese un mensaje aunque fuera tautológico, según costumbre de las compañías asentadas, y eso dejaba claro que un tren no es como un avión o un barco, donde el comandante o el capitán son una autoridad que toma las riendas sin tener que consultar a nadie, claro que el aire y el agua son otros elementos y quizá por eso la tierra para el que la trabaja, y un capitán puede incluso celebrar una boda, y con las horas que llevábamos allí dentro habría dado tiempo a una pareja a conocerse y a querer casarse y no habría podido hacerlo como si estuviésemos en un barco, pero también el matrimonio es una institución que está en declive en nuestro siglo.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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