Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), autora de El huésped (2006), Pétalos (2008) y El matrimonio de los peces rojos (2013), entre otros libros, publicó este año un nuevo e inquietante volumen de cuentos que se gestan bajo la consigna de cuestionar el pequeño lugar de seguridad que habita en cada uno de sus personajes, la refutable idea de realidad que sostiene, unifica y amarra, utilizando el recurso ya no de lo fantástico y la fisura de todas las lógicas semánticas y espaciotemporales de esos mismos personajes, sino con base en pequeños quiebres de una realidad que sobrevive firme frente a esa existencia e interpela la cosmogonía de quien lee. Junto con esto, y con una sólida fuerza narrativa, Nettel horada y fractura la forma de pensar y representar lo literario, para instalar nuevamente su poética, que se funda en desestabilizar seguridades y en la inserción de pequeñas cápsulas de lo extraño, lo inusual y lo raro. Así, Los divagantes en su conjunto es una reflexión acerca de la estabilidad de lo real, su fragilidad y el desamparo.
En cada uno de estos ocho relatos nos enfrentamos al advenimiento de un hecho insólito, una escena o situación que aparece y descoloca a quien la enfrenta, como la aparición de un grafiti que aflora intempestivamente en una pared o la aparición de sujetos, animales y plantas que agonizan y mueren; situaciones que llevan a los personajes a interrumpir lo cotidiano, las relaciones de pareja y los vínculos familiares. También, por ende, hay un quiebre en la mirada de quien la lee, con el fin último no solo de sellar un compromiso con la fisura de lo real, sino de poner en primer plano la metáfora y figura del divagante, del extranjero, el perdido, y cómo el mundo que habita se fractura y se entra en otro plano, tan real como el primero, pero teñido de esa apertura.
Desde el primer cuento, “La impronta”, se ve clara la utilización de este recurso. Una mujer visita en el hospital a la madre de su mejor amiga, Verónica, y en esas visitas se encuentra de forma inesperada, hospitalizado y agonizante, a Frank, un tío que se desvinculó hace años de la familia y al que le habían perdido el rastro. La aparición intempestiva de Frank hace tambalear el mundo de la protagonista y la lleva a buscar en fotografías el rastro y causa de esa separación que nunca logró explicarse del todo, y a entender, mediante ese pequeño suceso, el recorrido de su propia vida, como una viajera que hace espejo de sí en ese otro viaje inesperado. En otro de los cuentos, “La cofradía de los huérfanos”, aparece un cartel de se busca pegado en un parque. Este elemento hace que quien lo protagoniza recuerde la historia de su propia orfandad y todo el dolor oculto en esos recuerdos. Veremos en todo el conjunto este mismo recurso del espejo y la imagen que le devuelve a los personajes. Otro cuento notable es “La vida en otro lugar”, donde un actor frustrado se inmiscuye en la cotidianidad de una familia cuya casa quiso comprar pero le fue arrebatada. Así llega al encuentro de un excompañero de la carrera de teatro, que lo lleva a desear no solo su piso, sino también esa otra vida exitosa, su carrera, cuidar a sus hijos, vivir ahí y quedarse con su mujer.
Lo que interesa en estos cuentos no es necesariamente la transmutación ni el quiebre de la lógica espaciotemporal y, aunque la haya por descarte, no es ese el objetivo último. No se busca ese escándalo de la razón, ni la transformación para el arribo a esa frontera en que quedamos suspendidos, eso de lo que tan bien nos hablaron Todorov, Hoffmann y otros, pero que es ya un procedimiento manido. Los cuentos se centran en la vida de los divagantes, y en cómo en esos viajes enloquecidos, y entre unos y otros personajes, aparecen analogías y espejos de sus propios recorridos.
Ahora bien, sí encontraremos en el volumen un cuento más ligado directamente al mundo de la fantasía, que se desenmarca levemente del realismo de los otros y presenta un tono fantástico más radical. En “La puerta rosada”, un hombre de 63 años traspasa por curiosidad esa puerta y come ciertas golosinas que lo llevan a alterar los ritmos vitales, el registro del suceder el tiempo y la relación con su mujer. Este relato, sin duda, nos hace recordar la pequeña puerta por donde se traslada Alicia y las pócimas que bebe para entrar al mundo maravilloso, irracional e ilógico.
De esta forma, la tradición del cuento latinoamericano fantástico respira a la vez que agoniza en cada uno de estos bordes. La autora baila y se congracia con esa tradición como diciendo ya te dominé y me retiro, bailé aquí y allá con Borges, con Ocampo, Wilcock y Bioy Casares, en esa frontera donde se fragua la resistencia a la concepción positivista de lo real. Nettel apunta más bien a esa pérdida de brújula que aparece tras un acontecimiento que nos arraigaba fuertemente a la realidad para transmutar en la alteración de la ruta y la seguridad del trazado.
Por otro lado, el libro está poblado de metáforas para anunciar los recorridos de esos divagantes. Las más bellas son sin duda la del bosque, las raíces, el fuego y los albatros. Elementos que nos hablan de la pérdida (el albatros que se ha perdido en la lejanía de los polos), de cómo se arrasan las realidades (el fuego que quema todo sin compasión), árboles milenarios como la araucaria (la fuerza de las raíces y la fragilidad de lo que está a la vista) y el bosque (reflejo del extravío).
Estos ocho cuentos, que representan la fragilidad del ser humano y de la naturaleza, muestran el quiebre de la realidad a propósito de eventos imprevistos; el conjunto enfila a los personajes en el lugar del divagante, del perdido, del ausente, del eterno extranjero. ~
(Rancagua, Chile,
1978) es narradora, ensayista y editora. Su
libro más reciente es Historia de mi lengua
(Comisura, 2023)