Hay un pasaje en una novela cómica de P.G. Wodehouse en la que el protagonista comenta que “inadvertido, al fondo, el destino llenaba de plomo el guante de box”. Conozca o no el texto, el presidente electo Barack Obama debe estar sintiendo algo parecido; debe estar sintiéndose emboscado precisamente por una crisis que él y sus colaboradores no creían que tendrían que enfrentar tan pronto llegaran a su nuevo puesto.
Esto no quiere decir que esperaran navegar en aguas tranquilas. Al contrario, la campaña de Obama se basó en la premisa de que durante los ocho años de su presidencia, George W. Bush estropeó las dos guerras –Iraq y Afganistán–, y prácticamente todas las áreas de la política interna, desde la seguridad social, pasando por la infraestructura, hasta la educación. Antes del otoño de 2008, cuando los estadounidenses finalmente comprendieron el alcance real de la crisis financiera, la campaña de Obama insistía una y otra vez en esos temas, por ejemplo el ambicioso plan del candidato para instaurar un seguro médico universal. En gran medida, Obama percibió que podía retomar el mantra de la campaña de Bill Clinton en 1992: “es la economía, estúpido” (it’s the economy, stupid). Y una vez que la gravedad de la situación económica les quedó clara a todos –y de paso y no por azar, terminó con cualquier esperanza del senador John McCain de llegar a la presidencia–, el énfasis de Obama cambió para prometer lo que de hecho era una versión siglo XXI del New Deal de Franklin Delano Roosevelt.
Sin duda, ni Obama ni su círculo interno se imaginaron que la disputa entre Israel y Palestina sería un asunto central para los primeros días de su presidencia. Aparte de su convicción para terminar la guerra en Iraq y rescatar los esfuerzos militares en Afganistán –ambos (muy efectivos) palos con los cuales azotar a George W. Bush–, la campaña no parecía apasionada en asuntos de política exterior. Para ser claros, Obama diligentemente realizó viajes a Europa y a Israel (que ni él ni sus consejeros creyeran necesario ir a Japón, la India, ya no digamos China, es digno de notar). Pero estos viajes fueron más para mandar un mensaje a ciertos votantes estadounidenses preocupados –la élite de la política exterior en el caso de la ida a Europa Occidental; los votantes judíos y evangélicos en el caso de Israel–: aunque fuera inexperto, sus méritos en relaciones exteriores eran más que adecuados.
El ataque israelí a Gaza ha cambiado todo eso. Porque será imposible que la administración Obama se libre de tomar decisiones tajantes con respecto a la crisis. Seguir apoyando la campaña militar de Israel, que de continuar seguramente implicará un número creciente de fatalidades civiles, significa dar carpetazo a cualquier posibilidad de modificar las reacciones inmediatas, casi reflejas, de George W. Bush a prácticamente cualquier cosa que el gobierno israelí decidiera hacer (excepto, como se supo hace poco, bombardear los reactores nucleares iraníes). Pero aun dejando de lado todas las cuestiones del cabildeo israelí, el apoyo a Israel, aunque menor que en la generación pasada, sigue siendo muy alto. Por eso, enfilarse hacia una actitud más balanceada entraña un alto riesgo político.
El primer ministro israelí Ehud Olmert pudo haber exagerado cuando dijo a un periódico israelí que había logrado que interrumpieran al presidente Bush a la mitad de un discurso para insistir, con éxito, en que la secretaria de Estado Rice no votara a favor de la última resolución en Naciones Unidas que pedía un cese al fuego en Gaza. Sea exageración o no, no queda duda de que el hábito de darle carta blanca a Israel es algo ya muy enraizado en Washington. Y que Obama haya decidido designar a Hillary Clinton, una mujer pro Israel, como secretaria de Estado (y convertir a quien fuera negociador en Medio Oriente con el presidente Clinton, Dennis Ross, en enviado especial para Israel y Palestina) sugiere que habrá más continuidad en la política estadounidense para esa región de la que los seguidores más encandilados de Obama esperaban.
La interrogante está en saber si el presidente Obama asumirá el riesgo político interno que inevitablemente trae consigo tomar una línea menos complaciente con Jerusalén. Obama puede creer que está arriesgando suficiente con su apuesta por un mayor gasto deficitario como la medida que sacará a flote a una renqueante economía estadounidense. Pero si, para la nueva administración, cuando se trate de Israel y Palestina las cosas siguen como hasta ahora, el precio que habrán de pagar probablemente sea un mayor deterioro de la posición estadounidense en el mundo islámico –algo que sin duda el equipo de Obama no habría tenido en mente. ~
© 2009, David Rieff
Traducción de Pablo Duarte
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.