Jaime Torres Bodet, poeta

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En ese conflictivo fluir de discurso y tradiciones que llamamos literatura mexicana, Jaime Torres Bodet ocupa una posición incómoda. El grupo descentrado al que perteneció, llamado sin ironía Contemporáneos, es el punto de origen de la poética mexicana del siglo XX, pero su nombre siempre ha estado opacado por los más osados de la cofradía: Xavier Villaurrutia, José Gorostiza y aun Gilberto Owen. Incluso, en el juego de reivindicaciones y remembranzas jugado de tiempo en tiempo por la crítica, Jorge Cuesta ha salido mejor parado. Comparado con la docena de libros dedicados a su melancólico compañero, la exegética de Torres Bodet en esta década se reduce a un solo volumen, el excelente trabajo de Leonardo Martínez Carrizales.

Varias razones existen para explicar esto. Torres Bodet (1902-1974) sucumbió a lo largo de su vida a lo que Alfonso Reyes llamó las “urgencias de la hora” y dio particular prominencia a su carrera de funcionario educativo, desde su puesto de secretario de Vasconcelos en los años veinte hasta su trabajo como secretario de Educación Pública varias décadas más tarde. Algo semejante pasa en la poesía: mientras sus coetáneos sostuvieron duelos agónicos con una tradición poética moderna y vanguardista que, por olas, trajo a la prosodia mexicana los retos del imaginismo y el surrealismo, Torres Bodet se sintió siempre más cómodo en los terrenos poéticos del modernismo. “El pensamiento poético de Jaime Torres Bodet”, nos dice Leonardo Martínez Carrizales, “se articula en torno de la condición ejemplar atribuida al poeta y de elevación y profundidad de su decir poético”. Esta perspectiva, aunada a su constante regreso, documentado por el propio Martínez Carrizales, a figuras como Darío y Othón, demuestra su tendencia al anacronismo, una decisión quizá deliberada de dejar de lado la tormenta subjetiva de la modernidad y de reivindicar los privilegios humanistas del modernismo.

Como todo buen anacronismo, la obra de Torres Bodet ha recibido atención intermitente de la crítica. Las lecturas de su obra se basan, de manera particular, en la apelación de Torres Bodet al equilibrio estético, una estética que aspira a cierto universalismo. Sonja Karsen, por ejemplo, ha escrito un apasionado alegato en torno a la potencial posteridad de la obra de Torres Bodet, basada en que “en su poesía y en sus novelas las generaciones futuras disfrutarán la armonía que existe entre el contenido y la forma”. El anacronismo de su obra radica en su clasicismo. La irritante simetría del verso torresbodetiano opera en una suerte de museografía estilística, el testimonio de una estética que fue y pudo ser, pero que terminó arrollada por la fuerza vital y agónica de sus coetáneos.

Regresar en 2008 a los dos volúmenes de obra poética editados por Rafael Solana en 1967 es un peculiar ejercicio de arqueología literaria. En Poetry and the Fate of the Senses, Susan Stewart observa que la poesía es el archivo sensorial de la modernidad, el registro discursivo que preserva en sus versos lo sólido que, según Marshall Berman, se desvanece en el aire. Leer a Torres Bodet en este código permite recrear un conjunto de experiencias literarias que el río central de la poesía mexicana ha dejado en sus orillas. En “El poema de la urbe cruel”, incluido en El corazón delirante (1922), Torres Bodet ofrece un contrapunto al sutil civismo lopezvelardiano: “¡Oh México incongruente, doloroso y jovial/ sonoro como bronce, frágil como cristal/ hecho de melodía, de odio y de alegría/ de rencores adustos, de difusa energía/ de equívoca elegancia y de fatuo arrebol,/ oh México, sangriento corazón español!” De estas líneas destaca la experiencia del país desde la poesía. La tan llevada y traída épica sordina de López Velarde encuentra aquí un lado oscuro, una “incongruencia” que descansa en las pequeñas dialécticas en cada verso, un México que no puede ser aprehendido por el discurso literario, una nación que sólo habita el poema en la puesta en escena de su conflicto.

Si existe otro Torres Bodet, este radica en algunos momentos claves de su archivo sensorial, en esos puntos de fuga y aporías que registran aquello que no puede ser representado por la simetría y el clasicismo. El poeta anacrónico deviene vigente cuando sus objetos dejan de significar en el poema. Así, no es casual que la duda sobre la forma clásica emerja en “Nada”, incluido en un poemario significativamente titulado Destierro (1930): “Nada/ ni esa vergüenza histórica de mujer rescatada/ a las cenizas de un deseo,/ que te hace, si duermes, comparable a Pompeya.” La cesura dialéctica de “El poema de la urbe cruel” resurge en el iracundo encabalgamiento de “Nada”, la mesurada incapacidad de la forma para contener un significado sensorial que desborda su nostalgia modernista.

Siempre he pensado que lo mejor de una literatura se oculta en los rincones oscuros de la obra de sus escritores raros. Torres Bodet es un raro no sólo por ser el poeta menor de la mayor generación poética de México, sino porque su obra poética no ha encontrado lugar en la configuración canónica de la literatura mexicana. Quizá su mejor momento está en Trébol de cuatro hojas (1958), cuatro epístolas en verso a otros Contemporáneos. En él, Torres Bodet responde así a Gorostiza: “¿Muerte sin fin?… ¡Jamás!/ Porque, en seguida, adivinamos que no muere nada/ de lo que un alma fiel comprende y cuida.” Con esta estocada de clasicismo, Jaime Torres Bodet nos recuerda que la poesía mexicana del siglo XX se sostiene en los andamios de un vacío representacional que su obra, en un desesperado intento de equilibrar forma y fondo, buscó siempre resarcir con el respiro del clasicismo. ~

 

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Es profesor asociado de literatura mexicana y estudios latinoamericanos en Washington University in Saint Louis. Su libro más reciente es Screening Neoliberalism. TransformingMexicanCinema (1988-2010)


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