Carta desde St. Louis: La explosión de Ferguson

El centro del problema de Ferguson es un radical cambio demográfico que ha sido fuertemente resistido por las instituciones políticas de la ciudad.
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Hace unos días cumplí ocho años como habitante de St. Louis, Missouri, una región de un par de millones de habitantes ubicada en el corazón de los Estados Unidos. Es una ciudad a la vez hermosa y conflictiva. Tiene una cultura amplia y brillante, con una cantidad notable de escritores (desde Mark Twain, T. S. Eliot y Tennessee Williams, pasando por  William H. Gass, Eugene Redmond, Maya Angelou, Jonathan Franzen y los condecorados poetas Carl Phillips y Mary Jo Bang hasta nuevas voces de la literatura norteamericana como Danielle Dutton, Devin Johnston, Ted Mathys y Saher Alam), un museo de arte que contiene la colección de expresionismo alemán más grande en el continente americano (gracias a los esfuerzos de Max Beckmann, quien pasó algunos años enseñando aquí) y una cultura musical que se divide entre una de las mejores orquestas sinfónicas del mundo y una vibrante escena de jazz y rock que cuenta a Scott Joplin y a Chuck Berry entre sus fundadores. Fue también la ciudad donde nació la excursión de Lewis y Clark al Oeste y el sitio de la Feria Mundial de 1904, donde se popularizaron el cono de helado, el hot dog y el Jack Daniel’s. Hoy en día es un centro de investigación médica e industrial, una importante capital deportiva (sobre todo por las victorias de los Cardenales en varias Series Mundiales) y uno de los lugares de mayor exploración gastronómica y cultural en los Estados Unidos. Es, como la describió una crónica de la novelista Curtis Sittenfeld, una ciudad que se vuelve entrañable para muchos de los que hemos inmigrado a ella.

Desafortunadamente, St. Louis es también una ciudad notablemente conflictiva, dividida intensa y visiblemente en marcadas líneas raciales y de clase social, históricamente incapaz de resolver los aún palpables legados de la segregación y la desigualdad social. Este segundo aspecto eclipsa frecuentemente al primero. En días recientes, cuando Darren Wilson, oficial de policía del municipio de Ferguson, de raza blanca, disparó seis veces y mató a Michael Brown, un adolescente desarmado en circunstancias que aún no se han aclarado del todo, la región de St. Louis se convirtió en un centro de atención por la complejidad de las lógicas que subyacen a dicho evento. Tras varios días de protestas, de saqueos y de por momentos violentas y desproporcionadas respuestas de la policía, las tensiones siguen en el aire. Conforme escribo este texto, se reporta que la policía orquesta ataques contra aquellos que están protestando, que todos los días hay arrestos, que ha habido otros tiroteos en el área y que las tensiones raciales se encuentran en un momento de gran intensidad. Es una ciudad que duele mucho a los que la queremos y que hoy está confrontando una crisis que la obliga a reflexionar sobre los conflictos que ha buscado invisibilizar y negar pero que se encuentran presentes en la materialidad misma de la región.

Más allá de la nota diaria y de las consecuencias tanto visibles como potenciales del asesinato de Michael Brown, resulta indispensable poner sobre la mesa el fenómeno social que subyace a lo que sucede en Ferguson. Lamentablemente, no se trata de un caso aislado. Como sucedió con Trayvon Martin en Florida hace unos meses, el asesinato de jóvenes afroamericanos desarmados por parte de la policía o de autodesignados vigilantes civiles es un síntoma de una cultura de miedo, segregación y racismo que sigue operando en muchas áreas urbanas de los Estados Unidos. Es parte de lo que Michelle Alexander ha llamado “The New Jim Crow”, la nueva versión de las políticas de exclusión de los afroamericanos que datan de la reacción blanca contra la abolición de la esclavitud y la integración de los negros a la sociedad tras la Guerra Civil. En varias ciudades, la policía es un fenómeno que, como ha discutido recientemente john a. powell–uno de los mayores intelectuales negros–, no protege a los ciudadanos afroamericanos, sino que los reprime y vigila en demasía. St. Louis es un microcosmos intensificado de las lógicas de raza y clase que dividen a la sociedad estadounidense contemporánea. En su magnífico libro Mapping Decline, Colin Gordon demuestra que la historia de St. Louis ha sido definida por un gradual vaciamiento del centro urbano de la ciudad hacia los suburbios y municipios del área conurbada, particularmente a partir de la fuga de la población blanca y el decaimiento de la industria pesada.  Es importante saber que el condado de St. Louis y la ciudad son, desde el siglo XIX, entidades separadas. Y mientras la ciudad sigue siendo un bastión del liberalismo (donde se vota 90% o más por el Partido Demócrata), el condado es en realidad un agregado de pequeñas ciudades autónomas, cada uno con su propia estructura, algunas de ellas fuertemente conservadoras y, por lo tanto, resistentes a los cambios demográficos que han diversificado a la población en los últimos lustros. La ciudad se caracteriza por una clara división de clase y por una segregación racial de facto, que se observan, por ejemplo, en la avenida Delmar, donde, como reportó la BBC en un trabajo periodístico, hay enormes variaciones en la raza y el ingreso económico de los habitantes en un espacio de dos cuadras. Yo he vivido por varios años en un departamento en Delmar y el contraste es brutal. En la entrada de mi edificio, que da hacia el interior de una comunidad restringida, se observan condominios y residencias en apacibles calles llenas de árboles. En la salida de mi estacionamiento, que está en Delmar, se observa otra ciudad, una comunidad empobrecida y violenta, casas en ruinas y constantes peleas en la calle. Hace menos de tres meses, un hombre fue asesinado a media cuadra de mi casa, en plena luz del día. Delmar representa las tensiones de una desigualdad económica y racial cruda y visible.

En el caso del condado la situación es aún más tensa, porque cada una de las municipalidades y ciudades tiene características económicas distintas. Existen ciudades como Ladue y Frontenac, de ingresos económicos altísimos, donde viven aquellos que se benefician de la próspera economía neoliberal de la ciudad, alimentada por grandes corporaciones como Monsanto, Purina, Anheuser-Busch y la rama militar de la Boeing, y por los grandes sistemas universitarios y médicos que constituyen una parte central de la vida de la ciudad. Aunque estas ciudades se han diversificado por el influjo de inmigrantes de clase alta (sobre todo de China y la India), y aunque varios de sus habitantes (muchos de ellos profesores universitarios y colegas míos que luchan día a día para revertir el racismo) han trabajado en promover la tolerancia y la inclusión en sus comunidades, es común ver a la policía hostigando y deteniendo, por infracciones menores, a los afroamericanos y a los blancos pobres que circulan por ahí en cualquier carro viejo. Hace unos años, mi colega Gerald Early, un distinguidísimo ensayista afroamericano y reconocido profesor en mi universidad, caminaba por un centro comercial en Frontenac, y el dueño de una joyería llamó a la policía. Early ha relatado esta experiencia varias veces para enfatizar la segregación en la ciudad y recientemente publicó un texto sobre Ferguson en la revista Time. Existen otras ciudades, como Wellston, que son verdaderas zonas de conflicto, debido al empobrecimiento de sus habitantes y su incapacidad de participar en el desarrollo post-industrial. Y existen ciudades intermedias, como Ferguson, habitadas históricamente por una clase media blanca y que, en años recientes, han sido destino de la inmigración de afroamericanos de clase media baja que buscan huir de las ciudades más empobrecidas.

El centro del problema de Ferguson es entonces un radical cambio demográfico que ha sido fuertemente resistido por las instituciones políticas de la ciudad. Al Jazeera America reportó recientemente que una cantidad importante de habitantes afroamericanos de Ferguson provienen de la desaparecida Kinloch, una comunidad negra que fue desplazada debido a una expansión del aeropuerto. En otros casos, ciudades como Ferguson y Kirkwood (donde unciudadano y empresario afroamericano mató a varios miembros del gobierno de la ciudad aparentemente como resultado del hostigamiento legal a su negocio de construcción) han recibido grandes flujos de afroamericanos en busca de mejores distritos escolares (una cuestión que no es trivial, dado que el sistema escolar estadounidense es distrital y no federal y el financiamiento proviene de impuestos prediales, por lo cual una comunidad pobre tiene una escuela exponencialmente peor a una comunidad de clase media o alta) y de lugares con más bajo índice de criminalidad. El problema es que los gobiernos de estas ciudades no han reflejado el cambio demográfico debido a la baja participación electoral de una ciudadanía afroamericana decepcionada por el sistema político y a los intentos de la población blanca de preservar su poder en las comunidades. El New York Times, en uno de los mejores reportajes de estos días, observa que, si bien dos terceras partes de la población de Ferguson es afroamericana hoy en día, cinco de los seis miembros del consejo de gobierno y 50 de los 53 policías de la ciudad son blancos. Esta desproporción, que se repite de manera sistemática a lo largo y ancho de las ciudades y municipalidades de los Estados Unidos, crea gobiernos locales que ven a sus ciudadanos como una amenaza al pasado idealizado de segregación y privilegio blanco, y como a una ciudadanía negra o latina que mantiene una relación de desconfianza y desprecio por instituciones que no la representan. Si uno ve la respuesta inicial de la policía de Ferguson a las protestas, puede observarse cómo se ha intensificado este conflicto. Como denunció el cómico John Oliver, una de las voces críticas indispensables en los Estados Unidos, la respuesta de la policía fue una combinación entre la criminalización de la víctima a través de un video (de veracidad en disputa) que muestra a Brown robando una tienda, una respuesta desproporcionadamente violenta a la protesta y un despliegue del aterrador equipo militar con el que cuenta el cuerpo policial, este último resultado del paranoico armado de los cuerpos de seguridad locales y regionales con fondos nacidos de la “guerra contra el terrorismo”. La policía de Ferguson es hoy en día un cuerpo innecesariamente militarizado, que utiliza tanques, rifles y trajes de kevlar diseñados para luchar contra la vaga amenaza del terrorismo internacional en su ciudad. El reportaje de Oliver muestra el grado de locura en la militarización que hoy se despliega contra personas que ejercen su derecho constitucional a protestar en la vía pública.

Es probable que, en unos meses, este incidente se olvide y Michael Brown se convierta en una estadística. Pero la herida racial y económica que provocó su muerte se intensifica cada día. La población blanca y afroamericana de lugares como Ferguson interpretan acontecimientos como este desde perspectivas irreconciliables. Los blancos identifican la necesidad de crear un estado de seguridad ante la percibida amenaza de inmigrantes negros que son estereotipados como vándalos y delincuentes; los afroamericanos por su parte, perciben una manifestación más del violento racismo del que han sido objeto históricamente y contra el que deben luchar, a veces de manera violenta. Por eso, a nadie debe sorprender que el Ku Klux Klan haya anunciado su intención de crear un fondo para defender a Darren Wilson y ampliar su presencia en Ferguson para “proteger” a los blancos. En los tiempos de la corrección política, el conflicto racial ha superado ese mito ridículo de la “sociedad posracial” que muchos identificaron con la elección de Obama. Sin embargo,  la lógica de migración y desplazamiento sigue funcionando. En las partes afroamericanas de la ciudad de St. Louis, varias escuelas están cerrando debido a la incapacidad de resolver décadas de rezago y conflicto, forzando a una mayor migración a los suburbios. Incluso la pequeña población mexicana está mudándose a ciudades como Florissant, vecina de Ferguson, porque su reducto en la avenida Cherokee, un distrito comercial que existe por las inversiones de empresarios inmigrantes, ha sido tomado por una ola de gentrificación blanca (de hipsters, panaderías orgánicas, galerías y taquerías fusión) que los está sacando de la ciudad al grado que el festival del Cinco de Mayo del año pasado tenía más negocios blancos que mexicanos, debido a la conformación de una “asociación de comerciantes” que, de nuevo, privilegia a los blancos sobre las minorías.

Los afroamericanos y latinos viven entre la espada de un desplazamiento forzado por la gentrificación o la devastación de sus comunidades y la pared de ciudades y suburbios históricamente blancos que se niegan a diversificarse. Todos los que vivimos en St. Louis esperamos que estas tensiones se resuelvan, y que la ciudad pueda tener una convivencia ciudadana que honre su rica historia cultural y no sus horrendos legados segregacionistas. Pero el panorama es desolador. Es probable que muchos más jóvenes caerán víctimas de la violencia que resulta de décadas de racismo y desconfianza. La única esperanza radica en algo que es  que es difícil, pero no imposible: dejar de tolerar y sensacionalizar la violencia y comenzar a escuchar las voces de nuestros vecinos de todas las razas y nacionalidades, en vez de buscar bunkers y espacios de segregación para protegernos de amenazas que solo existen cuando interpretamos a aquellos diferentes a nosotros desde el miedo y la desconfianza.

 

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Es profesor asociado de literatura mexicana y estudios latinoamericanos en Washington University in Saint Louis. Su libro más reciente es Screening Neoliberalism. TransformingMexicanCinema (1988-2010)


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