Desde que se celebraron las elecciones generales del pasado mes de julio, la vida política española ha entrado en una fase especialmente accidentada; no sería inapropiado hablar de “turbopolítica” para aludir a la velocidad con que se suceden las decisiones controvertidas y los anuncios chocantes a raíz de los pactos de investidura que han permitido a Pedro Sánchez revalidar la presidencia del gobierno con el apoyo de populistas de izquierda y nacionalistas de diferente condición. Esta investidura del shock se caracteriza así por el alcance potencial de unos acuerdos cuya materialización producirá un impacto sobre la comunidad política española cuyo alcance todavía no se alcanza a vislumbrar. Entre ellos, ninguno ha causado más polémica que la amnistía llamada a extinguir la responsabilidad penal de todos los implicados en el procés separatista; una insólita transacción mediante la cual unos llegan al poder y otros son exonerados de sus delitos. La proyectada medida ha sido criticada sin ambages por destacados ex dirigentes socialistas, generado un intenso debate público y propiciado un cierto grado de movilización colectiva: cientos de miles de personas han acudido a las manifestaciones autorizadas y algunos grupos más reducidos llevan semanas protestando –de manera menos ordenada– ante la sede del partido socialista en Madrid.
No estamos, sin embargo, ante una novedad radical. Aunque la incorporación de Junts per Catalunya a la denominada “mayoría progresista” ahormada por el PSOE de Pedro Sánchez ha forzado a los socialistas a hacer algunas concesiones –amnistía, denuncia del lawfare, aceptación del mediador internacional, asunción del relato independentista sobre las relaciones entre Cataluña y España– que hubieran preferido eludir o retrasar, el vehículo que ahora acelera ya se encontraba en marcha. Así puede comprobarlo quien haya prestado atención a lo sucedido en la democracia española desde la exitosa moción de censura socialista de 2018 contra Mariano Rajoy: es entonces cuando la alianza entre socialistas, populistas de izquierda y nacionalistas –muchos de ellos abiertamente separatistas– cobra carta de naturaleza. Desde ese momento, el deterioro de la democracia española ha sido constante. Además de recurrirse de manera habitual a la mentira, se han ignorado las convenciones más elementales (felicitación al ganador de las elecciones, reconocimiento de la legitimidad de los rivales) y se ha vulnerado la separación de poderes (ex miembros del gobierno han sido nombrados para el desempeño de cargos en el Tribunal Constitucional, la Fiscalía del Estado o el cuerpo de Letrados del Congreso), se ha procedido a la captura partidista de las instituciones públicas (del CIS a TVE o el INE) y se ha empleado de manera abusiva el decreto-ley en detrimento de la función legislativa del parlamento. Hay donde elegir.
Sobre todo esto se ha hablado mucho ya, pero conviene recordar que se trata de hechos objetivables más que de interpretaciones fabulosas. Por más que haya quienes excusen el proceder del gobierno, por ejemplo comparando su ejecutoria con la de otros gobiernos posibles o señalando incongruencias en el discurso de la oposición, lo cierto es que su comportamiento “iliberal” está a la vista; puede ser medido empíricamente y comparado con el de otros gobiernos de similar inclinación. Ahí es donde reside la universalidad –u occidentalidad, si quieren– del problema español: lo que sucede aquí se parece a lo que sucede en Hungría, México o Israel; a lo que venía sucediendo en Polonia y pudo haber sucedido en Estados Unidos o Brasil; a lo que empezó sucediendo en Venezuela. Todos estos casos, con sus obvias diferencias, tienen algo en común: en todos ellos hay un partido –o una coalición de partidos– que socava la integridad de la democracia liberal en nombre de la mayoría social o del pueblo, asegurándose con ello las condiciones que le permiten consolidar su poder.
El resultado de ese proceso de gradual debilitamiento no es una dictadura, aunque haya raros supuestos –Venezuela– en los que la democracia termina ciertamente por desaparecer. Por lo general, nos encontramos con procesos distintos entre sí: la neutralización de los contrapesos institucionales o la confusión de los poderes estatales conoce distintos grados y se manifiesta de diferente forma según los casos. Digamos que todas las democracias liberales –o defectuosas– se parecen, pero cada democracia iliberal –o defectuosa– lo es a su manera. No obstante, la dinámica es similar en todas ellas: siempre hay un partido o coalición de partidos que llega al gobierno y, desde esa posición, trata de poner al Estado al servicio de sus objetivos. Y dado que hace ya mucho tiempo que los regímenes parlamentarios tienen dificultades para separar al poder legislativo del ejecutivo y viceversa, es lógico que el poder judicial sea el oscuro objeto del deseo de populistas, destituyentes y oportunistas: los jueces no solo simbolizan el imperio de la ley, sino que se erigen en la última instancia de control del poder público. Va de suyo que los populistas de todas las confesiones afirman que quien tiene una mayoría parlamentaria habla en nombre del pueblo y está autorizado –legitimado– para hacer lo que quiera, pero eso no es lo que dicen las constituciones democráticas ni lo que recomienda la experiencia histórica. La democracia liberal se caracteriza justamente por asentarse sobre la premisa de que el gobierno es, por definición, gobierno limitado; la idea de una voluntad política carente de cualquier freno es propia del autoritarismo. Y no digamos cuando esa voluntad política termina por identificarse con la voluntad de un solo hombre.
También es característico de los gobiernos iliberales hacer lo posible para asegurarse el favor del electorado en las elecciones competitivas que constituyen la principal amenaza a su continuidad; acabamos de comprobarlo en Polonia, donde la oposición ha logrado derrotar en las urnas a los partidos del gobierno tras hacer un considerable esfuerzo organizativo y presentarse toda ella unificada bajo unas mismas siglas. Es habitual que los gobiernos iliberales traten de influir sobre los medios de comunicación (intimidar o encerrar a periodistas sería ya dictatorial, aunque negarles su acreditación para acompañar al presidente del gobierno en sus viajes internacionales, como ha pasado con ABC, no es precisamente juego limpio) y sobre las organizaciones de la sociedad civil, incluidos los sindicatos. También suelen emplear los presupuestos públicos para tejer densas redes clientelares, multiplicando así el número de quienes los apoyarán pase lo que pase: a nadie le amarga un dulce y no digamos un salario público. Intentarán asimismo comprometer o suprimir la neutralidad de los funcionarios anónimos que integran la administración pública, sometiéndolos a control político y supeditando su ascenso en el escalafón a su lealtad política; en muchos casos, huelga decirlo, el funcionario aceptará gustosamente servir a los fines del partido por ser ya su simpatizante o militante.
Desde luego, podríamos entrar a debatir si estos partidos están actuando “racionalmente”. O sea: si se limitan a ejecutar las maniobras que les permiten acceder al poder y mantenerse en él. Pero sería un error aceptar esa lógica argumentativa, desprovista de cualquier valoración normativa e indiferente a los principios sobre los que se asientan las democracias constitucionales. Una cosa es que la naturaleza de los partidos los “empuje” a emplear cualquier medio a su alcance que les permita ganar elecciones, forjar mayorías o mantenerse en el poder; asunto distinto es que esa realidad se justifique a sí misma. Hay que tener en cuenta que el buen funcionamiento de una democracia exige que los actores que participan en ella –con los partidos a la cabeza– contribuyan son su conducta a reforzar el sistema en lugar de socavarlo. Dicho de otra manera: los partidos pueden ser egoístas cuando persiguen sus fines, siempre y cuando el resultado final de sus acciones sea beneficioso para el conjunto de la sociedad y para la democracia misma; lo que no pueden es perseguir sus fines a costa de la integridad del sistema democrático. O, por ser más precisos, no deben.
Para evitar dar esa impresión, los partidos y gobiernos de vocación iliberal procuran disimular la verdadera naturaleza de sus acciones, erigiendo construcciones retóricas en las que figuran con letras de oro la voluntad popular y la lucha sin cuartel contra los enemigos de la democracia. A estas alturas, casi ningún líder político occidental dice abiertamente que quiere acabar con la democracia e implantar una dictadura; el que más lejos ha ido es Víctor Orbán llamando a reemplazar la democracia liberal con una de carácter “iliberal” o mayoritaria. Sucede lo mismo con el discurso populista, que explota la ideología democrática –gobierno del pueblo– en contra de la democracia. No deja de ser chocante que esta última pueda morir mientras se cantan sus alabanzas: el fin de la Historia, entendido a la manera de Fukuyama como triunfo universal de la democracia liberal sobre sus alternativas, termina siendo el comienzo de una historia mucho más siniestra: el uso interesado del lenguaje democrático por parte de quienes solo aceptan las reglas del juego mientras sean ellos quienes gobiernan.
Así las cosas, no queda más remedio que aceptar la utilidad heurística de un concepto –democracia iliberal– que a primera vista podría parecer incongruente. No en vano, la democracia liberal es la única democracia posible en las sociedades de masas; o, al menos, la única democracia viable. Pero como su deterioro no conduce necesariamente a una dictadura y desde luego no lo hace de la noche a la mañana, necesitamos una noción de la que podamos echar mano para describir ese conjunto de situaciones intermedias. Por lo general, estas responden al intento por acentuar la dimensión democrática de la democracia liberal en detrimento de su dimensión liberal; el partido que se erige en representante del pueblo o de la mayoría proclamará el derecho a gobernar sin respetar los derechos o intereses de las minorías, yendo más allá de lo que permite la constitución y advirtiendo a los jueces de que no pueden convertirse en freno del poder ejecutivo legitimado por las urnas. No es estrictamente necesario que un gobierno así vulnere las leyes; puede simplemente reescribirlas a su conveniencia, como hicieron los partidos catalanes con aquellas “leyes de desconexión” aprobadas en el parlamento autonómico a primeros de septiembre de 2017.
La hipertrofia de la voluntad popular –tal como la interpreta el gobierno de turno– supone, correlativamente, el debilitamiento de esos principios liberales que limitan el ejercicio del poder público a fin de garantizar la protección de individuos y de minorías y el respeto al pluralismo: imperio de la ley, separación de poderes, independencia de los jueces, derechos de participación y de oposición, neutralidad de los funcionarios y los organismos públicos. Pero tiene sentido incluir también en este catálogo aquellas conductas que erosionan la cultura política liberal sobre cuya vigencia reposa el funcionamiento de las democracias occidentales: cumplimiento de las normas tácitas que regulan el comportamiento de líderes y partidos, reconocimiento de la legitimidad de los rivales políticos, aceptación explícita de las reglas del juego constitucional, respeto a la independencia de los medios de comunicación.
Allí donde estos principios sean vulnerados, aunque no lo sean todos a la vez ni de una vez para siempre, no tendremos ya una democracia plena; pero tampoco habrá una dictadura mientras pueda votarse en elecciones competitivas y limpias, los jueces no sean objeto de intimidación sistemática y exista un espacio público en el que medios de comunicación y ciudadanos pueden expresarse libremente. De acuerdo con los politólogos Wolfgang Merkel, Jürgen Puhle y Aurel Croissant, estaremos así ante una democracia defectuosa (defective); de entre ellas, el tipo más frecuente es la democracia iliberal a la que nos hemos venido refiriendo. Tal como recordaba hace unos días el también politólogo Fernando Casal Bertoa en una tribuna de prensa, los norteamericanos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han puesto de manifiesto en su célebre Cómo mueren las democracias que estas no pueden sobrevivir si no concurren dos elementos fundamentales: uno es la “tolerancia mutua” entre los rivales políticos, que admiten su mutua legitimidad y no se consideran enemigos recíprocos; el otro es la “contención institucional” por la cual los gobernantes renuncian a abusar del poder que se les ha otorgado legalmente. Si vamos a la obra de Levitsky y Ziblatt, nos encontramos con que los autores norteamericanos se apoyan en el trabajo del eminente politólogo español Juan José Linz a la hora de identificar los rasgos de conducta que permiten caracterizar a un líder político como “autoritario”. Dos de ellos son inusuales: tolerar o estimular el uso de la violencia (como hizo Trump con la toma del Capitolio) y exhibir la voluntad de restringir las libertades civiles de sus oponentes. Pero los otros dos son más familiares: rechazar de palabra u obra las reglas democráticas y negar la legitimidad de sus rivales.
Ahora bien: el líder político de un gobierno occidental de tendencia iliberal difícilmente rechazará de manera explícita las reglas democráticas. Y si niega la legitimidad de sus rivales, lo hará sobre la base de que ellos son enemigos de la democracia o del pueblo. En el caso de que coquetee con la restricción de las libertades civiles de sus oponentes, lo hará asimismo en nombre de la democracia o de la justicia: procurará en todo momento mantener la apariencia del demócrata, aun cuando su conducta responda a la de alguien que apuesta por formas plebiscitarias o mayoritarias de democracia.
Sucede que la literatura académica reciente sobre la posible muerte de las democracias fue una reacción alarmada ante la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas; sus hallazgos fueron aplicados sucesivamente a los casos polaco, húngaro, turco, israelí, brasileño y solo ocasionalmente venezolano. De manera similar, los análisis del populismo se han centrado en el populismo de derechas y los estudios sobre extremismo se han ocupado sobre todo del extremismo de derecha: líderes como Bolsonaro, Abascal, Orban o Le Pen han centrado la atención de los académicos durante la última década; también, por cierto, en lo que a la producción de posverdad se refiere. Y es indudable que el populismo de derechas ha tenido más éxito que su contraparte de izquierdas en lo que al continente europeo se refiere; el marcador está más igualado en el conjunto de las democracias latinoamericanas. Tal vez eso ayude a explicar por qué los científicos sociales –sesgos ideológicos al margen– se resistan a incluir a la democracia española en el grupo de aquellas que exhiben una sintomatología iliberal, pese a que la evidencia en ese sentido es ya considerable: empezando por el procés y terminando con los últimos gobiernos socialpopulistas.
Esa omisión también se debe a la propia rareza del caso: el principal protagonista de esa deriva iliberal es un partido socialdemócrata centenario que fue decisivo en la modernización de la sociedad española una vez consumada la transición de la dictadura a la democracia. Su cómplice es un partido populista de extrema izquierda e inspiración latinoamericana, algo verdaderamente inusual en el contexto europeo, que supo además hacer suya la imagen romántica de los indignados españoles del 15-M. Y sus socios son unos partidos nacionalistas que se han hecho –con la excepción táctica del PNV– abiertamente separatistas, con especial mención para las fuerzas políticas catalanas que fueron más allá del iliberalismo al perpetrar un golpe contra el orden constitucional desde las instituciones autonómicas. Entre tanto, la aparición de un partido de extrema derecha de corte nacionalista español ha contribuido a disimular el deterioro de la democracia española desde que gobiernan Pedro Sánchez y sus socios, confirmando los sesgos orientalistas de esa parte de la opinión pública europea que se representa el escenario actual como una lucha entre demócratas progresistas y herederos del franquismo. Huelga decir que la oposición conservadora –desaparecido el liberalismo a la europea que representaba Cs– tampoco suele estar a la altura de las circunstancias y su conducta dicta de ser intachable allí donde gobierna.
En condiciones normales, este singular panorama sería ya bastante para explicar el caso español y la forma en que se lo percibe por ahí fuera e incluso aquí dentro. Pero aun hay dos rasgos excepcionales que nos distinguen nuestra sintomatología iliberal de las demás.
De un lado, aquí no gobierna un partido que haya obtenido mayoría absoluta en las elecciones generales y pueda arrogarse la representación exclusiva de la voluntad popular; lo hace una coalición de dos partidos –aunque uno de ellos aglutina a su vez a quince formaciones distintas– que a su vez recibe el apoyo de los partidos nacionalistas catalanes y vascos. Se trata de un bloque de poder unido por sus intereses comunes y carente, sin embargo, de cualquier coherencia doctrinal o ideológica: no hay un “nosotros” común para socialistas españoles y separatistas catalanes. Su discurso se apoya así en la exclusión de la derecha, entendida toda ella como extrema derecha reaccionaria e identificada con una visión monista de España que remitiría a la dictadura franquista. Así que socialistas y populistas de base nacional encontrarían en la idea de la “diversidad” de España el nexo que les permite aliarse con las fuerzas separatistas de izquierda y derecha, o sea con partidos de base territorial que exhiben fuertes tendencias xenófobas y excluyentes.
De otro lado, y en relación con lo anterior, la democracia española no se encuentra únicamente sometida a tensiones iliberales “ordinarias”, sino que estas viene acompañadas de presiones desnacionalizadoras y disgregadoras; con independencia de que el resultado final de estas sea la secesión de algunas comunidades o el troceamiento confederal del Estado. Esto no es habitual, ya que los populismos de derecha suelen ser nacionalistas; son iliberalismos con bandera. Y lo mismo ha sucedido en Venezuela o Argentina, donde los populismos de izquierda –bolivarismo y peronismo– han echado mano de la nación para legitimarse ante sus seguidores; también allí ondean las banderas. Por el contrario, el socialpopulismo español rehúye la identificación con la nación y defiende por el contrario una confusa “plurinacionalidad” que sirve de fundamento doctrinal –aunque es más bien un eslogan– para la aplicación de políticas confederales que refuerzan la unión contra natura entre los partidos de izquierda y las fuerzas nacionalistas.
Dicho esto, el Parlamento Europeo ha debatido recientemente la amnistía y el Comisario de Justicia de la UE ha prometido estudiar el proyecto de ley para verificar que no sea contrario a los valores fundamentales de la comunidad política europea. Esto no implica que España forme ya parte del grupo de sospechosos habituales en el que ahora mismo se encuentra en solitario la Hungría de Víctor Orbán, pero sí que arroja dudas sobre el compromiso del gobierno español con el Estado de Derecho y los principios de la democracia liberal. La capacidad de la UE de influir sobre los asuntos nacionales de uno de los países miembros es limitada; que la democracia española recupere su plenitud o termine de perderla dependerá casi exclusivamente de lo que suceda en su interior. De ahí que se haya abierto un debate acerca de cómo puede oponerse una resistencia eficaz y legítima contra las acciones de un gobierno cuyas decisiones están causando el deterioro del Estado de Derecho y propiciando una mutación constitucional que los ciudadanos no han votado en ningún momento. Habrá quien diga que no es para tanto y que no hay debate que valga: la oposición contra un gobierno salido de las urnas debe limitarse a la actividad parlamentaria y al discurso político. Por eso se repite que todo lo que hace ese gobierno es “legítimo”, al estar validado por los procedimientos legales establecidos. Al mismo tiempo, cunde la sensación de que no existe un debate público digno de tal nombre; las decisiones están tomadas y hablar sobre ellas no sirve de mucho.
¿Y bien? ¿En qué quedamos? ¿Quién tiene razón? Saldremos de dudas –lo intentaremos– en la siguiente entrega de este blog.
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).