Finalmente ha aparecido en México, en traducción de Horacio Pons para el Fondo de Cultura Económica, este libro de Enzo Traverso, que publicó Verso en inglés en 2021. Se trata de una travesía hermenéutica por las grandes revoluciones modernas, entre la francesa del siglo XVIII y la rusa del siglo XX, con algunas escalas en las latinoamericanas, asiáticas y africanas del último tramo del pasado milenio.
El libro está estructurado a partir de un puñado de emblemas o imágenes poderosas de aquellas revoluciones, que permite a Traverso recorrer las ideas que movilizaron el cambio social en doscientos años. Esas imágenes pueden ser físicas o tangibles, como las de las locomotoras y los cuerpos, o más abstractas como las de los conceptos y los símbolos, la memoria y la emancipación, los intelectuales y los comunistas. Pero en cada caso hacen visible la existencia de una tradición revolucionaria moderna, por lo menos, hasta fines del siglo pasado.
Traverso inicia su libro con la idea del naufragio, escenificada en el cuadro La balsa de Medusa (1819) de Théodore Géricault. El lienzo ilustraba una trama propicia: los tripulantes descamisados de la balsa eran sobrevivientes del naufragio de una fragata francesa, que conducía a militares borbónicos, encargados de la administración colonial y esclavista en Senegal. La igualdad natural de aquellos náufragos, que parecían conducidos por un joven marinero negro, es leída por Traverso como una metáfora de la rebelión.
Desde entonces, adelanta el historiador italiano, el naufragio es también un símbolo de los desencantos y frustraciones generados por toda revolución que llega a construir un nuevo Estado u orden social y político. Las revueltas y disidencias que esa institucionalización estatal produce (“desde Kronstadt en 1921 hasta Budapest en 1956, desde Praga en 1968 hasta Gdansk en 1980”) forman parte también de cualquier intento riguroso de historiar el cambio revolucionario.
De hecho, Traverso va más allá y, de la mano de historiadores como Arno J. Mayer y China Miéville, asegura que una historia nacional o global de las revoluciones no puede desentenderse del pasado de las contrarrevoluciones. “Las revoluciones son la respiración de la historia. Rehabilitarlas como hitos de la modernidad y momentos prototípicos del cambio histórico no significa idealizarlas”, dice el profesor de la Universidad Cornell, y a continuación hace advertencias muy pertinentes tanto contra las narrativas líricas como contra la confusión conceptual entre el fenómeno revolucionario y los regímenes políticos que le sucedieron.
En la “Introducción” se menciona una docena de revoluciones: Francia 1789, Haití 1804, Europa 1848, París 1871, Rusia 1917, Alemania y Hungría 1919, Barcelona 1936, China 1949, Cuba 1959, Vietnam 1975 y Nicaragua 1979. Pero el libro no las relata todas y, a la vez, recorre muchas otras situaciones revolucionarias, en el sentido leninista de la frase, que sorprenderán a la historiografía más ideológica: la primavera checa del 68, los claveles portugueses de 1974 o las revoluciones de terciopelo en Europa del Este en los ochenta.
A pesar de este amplio arco de alusiones, el contenido del libro está bastante recargado en dos procesos revolucionarios: el francés y, sobre todo, el ruso. Sin embargo, la arquitectura visual de la investigación, construida sobre imágenes (trenes, estatuas, columnas, barricadas, banderas, pinturas, retratos, fotografías, carteles…) facilita un gran desplazamiento espacial por las figuras revolucionarias, especialmente, del siglo XX: Trotski y Lenin, Mao y Ho Chi Minh, Castro y Guevara, pero también Gramsci y Lukács, Luxemburgo y Arendt, Benjamin y Fanon, Marcuse y Foucault.
Dos aspectos que crean tensión con la historiografía latinoamericana, en este libro, son el poco peso de las corrientes nacionalistas, populistas y antiimperialistas de la región, que protagonizaron múltiples revoluciones entre la mexicana de 1910 y la sandinista de 1979. Hay menciones puntuales a Zapata, Villa, Fidel y el Che, un pasaje más detenido sobre Mariátegui y una lectura fascinante del mural de Diego Rivera El hombre controlador del universo (1934). Pero América Latina y el Caribe, incluso con las reveladoras menciones de Haití y Cuba, conforman una experiencia lateral en este ensayo.
Un breve apunte, sin embargo, sobre la guerrilla de Guevara en Bolivia, demuestra un discernimiento de la tradición revolucionaria latinoamericana, poco común en la historiografía europea y estadounidense. Sostiene Traverso que el fracaso de la guerrilla del ELN guevarista, en 1967, estuvo relacionado con una “subestimación de la dimensión telúrica del movimiento revolucionario triunfante”, en alusión al MNR boliviano, que había llegado al poder una década atrás. Tiene razón: las guerrillas marxistas de los años sesenta y setenta muchas veces subvaloraron los movimientos revolucionarios nacionalistas y socialistas que las antecedieron.
La parte final del libro, dedicada a “historizar el comunismo”, también contiene lecciones importantes para el estudio de la América Latina en el siglo XX. La distinción conceptual entre “revolución” y “régimen”, que ahí se plasma, es muy esclarecedora para el campo académico e intelectual latinoamericano y caribeño, donde todavía abundan visiones teleológicas y homogéneas, por no decir míticas, de las izquierdas continentales del pasado siglo y sus sucesivos íconos. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.