Unas cuantas décadas atrás, en un mundo que nos parece ahora lejanísimo, como si hubiera sido habitado por otros –y, en rigor, para quienes éramos niños por entonces, lo estaba–, una frase lapidaria como ésta de Pete Townshend podía tener aún belleza y sentido: “Si grita pidiendo verdad en lugar de auxilio, si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer, si se pone de pie para señalar algo que está mal pero no pide sangre para redimirlo, entonces es rock and roll”. Unos años después de que el líder de The Who dijera estas palabras, el final de la contracultura, el fracaso de los modos de vida alternativos propuestos durante la década de los sesenta y la incorporación de las reglas del mercado a todos los aspectos de su producción –desde la composición de las canciones hasta la apariencia física de los músicos– han convertido al rock en una música que ya no grita pidiendo verdad ni se compromete ni señala injusticia alguna. Una música predecible y sin capacidad ni determinación para la innovación y el riesgo, una música hegemónica pero esencialmente conservadora. El carácter irreverente y contestario del rock regresa sin embargo de la mano de algunos músicos latinoamericanos que no hacen más que lo que los pioneros del rock and roll hicieron en su tiempo: apropiarse de músicas populares asociadas habitualmente al consumo cultural de las clases bajas e insuflarles compromiso, sofisticación y actitud. Existen razones sociales y económicas que, presionando desde afuera de la cultura pero desatando dentro de ella transformaciones formales, inducen cambios en las convenciones y en los usos sociales de estos géneros musicales, de la forma en que los practican estos músicos, desde los argentinos Auténticos Decadentes, quienes rescatan la tradición popular de la murga rioplatense, a los puertorriqueños Calle 13, que aprovechan la popularidad del reggaeton para difundir una propuesta más compleja de lo que parece a simple vista, con un fino trabajo musical de rescate de géneros como la cumbia, el vallenato o el son y letras que repiten con exageración paródica los estereotipos sexistas habituales. A ellos se les suma ahora Amandititita. Hija de Rodrigo “Rockdrigo” González, un importante cantante y compositor mexicano que murió en el temblor de 1985. Amandititita nació como Amanda Lalena Escalante Pimentel en Tampico el tres de agosto del 1979 y llegó a Ciudad de México tras la muerte de su padre, cuando –como contó en un reportaje– “la ciudad estaba en ruinas”. Según afirma en su página web (www.myspace.com/amanditititita), estudió en la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM) y, aunque formó parte del trío femenino de electropop Mi Grupo Favorito, su auténtica vocación es la literatura. Un período de bloqueo de escritor y una depresión la llevaron a escribir sus primeros temas, un puñado de canciones exuberantes de ritmo machacón, “ligeras, básicas, nada intelectuales […], canciones chistosas que reflejaran la realidad del país”, que Amandititita –que las ve como “una vertiente de mi carrera de escritora”– grabó con el apoyo del artista español residente en México Santiago Sierra y reunió en el disco producido por Lino Nava y Sacha Triujeque que llevó a Sony BMG a ficharla. En La reina de la anarcumbia (2008) Amandititita utiliza este género musical –la banda sonora de la miseria latinoamericana– para contar historias que pintan un retrato exagerado y satírico de la Ciudad de México: la de “una niña refinada” que se enamora de un mecánico, es desheredada y acaba en “una casita justo allá por la Portales” donde tiene “tres hijos y un puesto de tamales” (“Mecánico”); la de un hombre alguna vez encarcelado “por robar productos de Avon” que cuida excesivamente su aspecto: “Nadie entiende su lado femenino/ es un hombre que se quiere ver divino” (“Metrosexual”); o la de “La mataviejitas”, una luchadora que completa esta actividad laboral al menos excéntrica fuera de México con una afición por el asesinato de ancianas; o “la historia de un amor que fracasó/ por no pagar a tiempo el teléfono” (“La cumbia de Telmex”); o la de “La muy muy”, una mujer “más fea que el chupacabras, más mala que Bush” que se pone minifalda y se cree “la muy muy” y a la que la narradora insulta con palabras que caen como puños: “Desvergonzada, interesada/ en pocos años se te cae la papada./ Pobre de aquel que te haga su esposa/ y descubra que estás bien sarnosa./ No importa si lees sánscrito o inglés/ si te quitas los zapatos te huelen los pies”.
Las opiniones sobre la música de Amandititita son diversas y están en su mayoría recogidas en internet: el espectro va desde quienes sostienen que “están padres sus rolas” hasta aquellos que la acusan de hacer “música para nacos [indios]”. Algunos conciertos suyos –en particular uno reciente en Mexicali– lo tuvieron todo, incluyendo insultos y botellazos, lo que se debe a la puesta en escena de Amandititita, que por una parte es deudora del kitsch y por la otra hace un uso desplazado de estereotipos del punk californiano –las zapatillas, las minifaldas a cuadros y el flequillo– que confluyen con la influencia del compositor y cantante mexicano Chava Flores (Salvador Flores Rivera) y las afinidades con proyectos underground como Intestino Grueso, Jessy Bulbo, El Personal o Las Ultrasónicas. El gesto de apropiación de géneros musicales residuales que está en el origen de lo que Amandititita y otros músicos hacen en la actualidad no es nuevo; por el contrario, está en la misma historia del rock desde su origen hasta las periódicas recreaciones de la música folk norteamericana, y ha sido el motor de la innovación a lo largo de su historia. En sí, las músicas apropiadas son residuales, constituyen elementos del pasado que perduran marginalmente en el presente, pero la apropiación que se practica de ellas es contrahegemónica y rompedora al traer géneros musicales como la cumbia de la periferia al centro y cuestionar su distribución instituida entre las diferentes clases sociales. No tiene importancia si Amandititita ha pensado en esto o no. Su música, y en particular sus letras, son tanto una forma de hablar “de manera irónica, cómica, de las cosas terribles que vivimos” como también expresión de una crisis de sentido producida por la desconfianza hacia las formas sociales de “usar” el arte y de narrar la realidad. “La mataviejitas”, por ejemplo, vacía de sentido trágico una historia de crímenes en serie, y otras canciones como “Metrosexual” satirizan modas y tendencias dictadas por la televisión. Amandititita no propone una solución al problema de cómo aprehender la realidad en un país donde la televisión es basura y la gestión de la cultura por parte del Estado está en las antípodas de sus usos sociales instituidos –lo que, por lo demás, es la situación típica en todo país latinoamericano–, pero propone con su música un estado de la cuestión sin practicar necesariamente la denuncia; por supuesto, Amandititita no es Bob Dylan, aunque la forma en que ambos utilizan los géneros populares y despreciados de sus respectivos países es esencialmente la misma. Amandititita no pretende hacer música “seria”. Preguntada por Patricia Peñaloza en La Jornada si su música “buscaba la reflexión”, respondió que “si quisiera hacer algo serio, mejor escribiría en Letras Libres (risas)”. Si su música no es seria, debería sin embargo ser tomada muy en serio porque “se pone de pie para señalar algo que está mal pero no pide sangre para redimirlo” y reinventa el espíritu crítico del rock. Amandititita es la muy muy: es muy muy talentosa, muy muy lista, muy muy divertida y, aunque haga cumbia, el rock debería estar muy muy contento de tenerla de su lado. ~
Patricio Pron (Rosario, 1975) es escritor. En 2019 publicó 'Mañana tendremos otros nombres', que ha obtenido el Premio Alfaguara.