En días pasados, un grupo de activistas e intelectuales de Cuba, Nicaragua y Venezuela recibíamos el Nuevo Año en una casa de la colonia Narvarte, en el corazón de la Ciudad de México. Inmersos estábamos en el repaso de la dura situación de nuestros países, cuando el anfitrión anunció el arribo de un nuevo comensal. Se trataba de un colega guatemalteco vinculado a la estructura de Movimiento Semilla, el partido de Bernardo Arévalo, quien este 14 de enero toma posesión como presidente. Pronto la conversación giro sobre los retos del nuevo gobierno. Una palabra, esperanza, flotó en el ambiente, en agudo contraste con el panorama del resto de nuestras naciones.
Lo acaecido en Guatemala tiene una significación histórica para el país y la región. El legado ominoso de décadas de exclusión social –en su doble carácter clasista y racial– y persistente dominación oligárquica ha sido frontalmente desafiado y, tal vez, al menos por el momento, políticamente derrotado. Quien haya leído los trabajos de Edelberto Torres Rivas o seguido con asiduidad las noticias de los últimos años, comprenderá el modo en que el poderío de élites políticas, militares, y empresariales tradicionales se sostenía sobre un entramado y praxis de acusados rasgos criminales –corrupción y violencia– capaz de neutralizar el menor intento serio de reforma social y democracia institucional.
Hoy, pese a las dificultades que plantean, dentro y fuera de los órganos de poder político, la fuerte experiencia, recursos y presencia de las mencionadas élites, la senda democratizadora –tempranamente trunca– de los Acuerdos de Paz de 1996 vuelve a estar en el horizonte. La deuda histórica con el casi cuarto de millón de víctimas de la guerra civil de Guatemala, así como la promesa de derechos económicos, sociales y culturales incluida en aquellos acuerdos asoman en el orden del día.
El sujeto de esa democracia ha sido creativo y plural. Se trata de una movilización social que conjuga a clases medias, sectores populares, pueblos indígenas, grupos femeninos y otros colectivos, que defendió el ejercicio y resultado del voto, durante y después del pasado proceso electoral. Heredera de la lucha de años pasados contra la corrupción y en defensa del estado de derecho, esa ciudadanía democrática no es meramente la clientela de alternancias de baja intensidad o la vieja militancia radical de movimientos revolucionarios clásicos.
La geopolítica ha jugado, esta vez, un papel relevante, diferente. El consenso de las democracias de la región, Estados Unidos incluido, resultó clave. A diferencia de los cálculos geopolíticos y sesgos ideológicos de la Guerra fría, Washington y Bruselas, al igual que algunas capitales de repúblicas latinoamericanas, confrontaron los intentos de la élite dominante por mantener el status quo. Esto, para lamento de la narrativa antimperialista –mediocre y oportunista, espoleada por los círculos propagandísticos del Foro de SãoPaulo– que persiste en leer toda relación de los países del Sur global con las potencias de Occidente desde las claves victimistas y conspiranoicas de un anticolonialismo dogmático.
Mientras Putin no ha dudado en apoyar el fraude de su aliado serbio, o Xi Jinping en continuar suministrando armas a la junta militar birmana, el presidente Joe Biden ha instruido una política coherente al Departamento de Estado y agencias del gobierno estadounidense. La voluntad de los guatemaltecos debe ser respetada; la alternancia partidaria tiene que producirse sin dilación ni sobresalto. Pocas veces la distancia estructural que separa la solidaridad democrática –imperfecta pero real– y la complicidad autoritaria –de dictaduras incapaces de respetar, en casa o el extranjero, la voluntad popular– se ha hecho más patente.
Resistencia ciudadana, solidaridad internacional y negociación política serán necesarias en las jornadas por venir. Ojalá las fuerzas moderadas del status quo y la oposición victoriosa auspicien un proceso terso de transición, sin violencias ni venganzas, capaz de reconstruir la institucionalidad y el estado de derecho. Cuando en junio de este año se conmemoren las siete décadas del golpe militar y oligárquico que depuso al presidente Arbenz, clausurando su breve experiencia reformista, Guatemala podría estar consolidando una nueva era de paz, inclusión y libertad pública. Una oportunidad a la esperanza que 19 millones de guatemaltecos, desde hace demasiado tiempo, se merecen. ~
es politólogo e historiador, especializado en estudio de la democracia y los autoritarismos en Latinoamérica y Rusia.