Entre las cosas encantadoras que se puede ver en la exposición que la Residencia de Estudiantes, en Madrid, ha dedicado al centenario del estreno de El retablo de maese Pedro me hace especial gracia el programa de mano, ahora ya un poco borroso pero que resiste heroicamente, de la función de títeres de cachiporra que se celebró en casa de los García Lorca el día de Reyes de 1923, con Manuel de Falla al piano y al clavecín. En él anuncia el Dueño del Teatrillo “Oigan señores el programa de esta Fiesta para los niños, que yo pregono desde la ventanita del Guiñol, ante la frente del mundo”, y antes del cierre en el que se despide con un “Adiós, señores… Buenas tardes y estad calladitos que va a empezar muy pronto” se da la relación de lo que se va a representar, a saber: Los dos habladores, acompañada musicalmente con la Danza del diablo y el vals de La historia del soldado de Stravinsky, La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, cuento adaptado por Federico García Lorca, y un Misterio de los Reyes Magos del siglo XIII.
Es un díptico austero y simpático para que los niños sepan qué es lo que van a ver. En los textos de la exposición se cuenta que a Manuel de Falla le regalaron, cuando tenía nueve años, un pequeño teatro de marionetas, en el que representaba obras para el público que conformaba exclusivamente su hermana María del Carmen, a la que sacaba seis años. Es imposible no imaginar a la niña de tres con los ojos como platos y la boca también abierta siguiendo las representaciones, y lo cierto es que la selección, no muy abundante pero qué interesante y valiosa, de documentos que cuelgan de las paredes consigue convocar nuevas imágenes, como si en los programas, fotos y carteles rebotasen rayos en cuyas intersecciones se manifestasen fantasmas. Esto es una sensación psicológica y no un recurso técnico, aviso. Es una imagen que aparece en muchas películas, la de los contraplanos de los niños fascinados, iluminados por la luz del espectáculo que están viendo, como las niñas en El espíritu de la colmena, y henos a nosotros mirándolos en el cine como una pieza más de esta mise en abyme.
Pero justamente estuve viendo Surcos un par de días más tarde, y ahí encontré una secuencia que no recordaba, divertida y escalofriante a la vez, en la que al pobre campesino reciclado en pipero en la ciudad se le acercan unos niños que con el truco de ponerle cara de desamparo le sacan unos caramelos por el morro. Pronto se corre la voz y al poco tiempo el pobre Isidro se ve rodeado, asediado, por multitud de niños que en primeros planos exigen a voz en cuello ¡¡¡¡Queremos cara-melos, queremos cara-melos!!!!, y la exigencia parece pueril pero pone los pelos de punta. Así que no todo auditorio infantil es angelical. En Surcos los desastres de los personajes se suceden a un ritmo de cachiporra, y son precisamente los personajes de unos titiriteros los únicos benignos, los más encantadores, los que se salvan al fin.
Volviendo a Manuel de Falla, la composición de El retablo de maese Pedro fue un encargo de la princesa de Polignac, sobre quien había estado leyendo días antes en un librito de Calvin Tomkins dedicado a los Murphy, que inspiraron, a su pesar, a Scott Fitzgerald para Suave es la noche y que le organizaron a Stravinsky su fiesta por el estreno de su ballet −cantado, esto se revelará importante− Las bodas. La descripción del salón de la princesa que aparece en los textos de la exposición recoge la presencia en el mismo de los invitados españoles, como Joaquín Rodrigo, creo, mientras que cuando se habla de ella en el libro de Tomkins, que es norteamericano, los que aparecen son los americanos, cosa natural porque cada quien está hablando de una cosa, la suya. Erik Satie aparece en los dos relatos, tal vez por sus extravagancias y porque también había recibido un encargo de la princesa Polignac (en su caso, el drama sinfónico Sócrates), así como Stravinsky también lo había recibido, y compuesto por tanto el ballet de cámara Renard.
Volverá a aparecer aquí de canto Stravinsky un día antes o después, cuando al asistir al estreno de Las tierras del cielo, película de Pablo García Canga una parte de la cual se rodó en mi casa, a lo largo de dos noches que pasé dormida mientras el equipo de rodaje más sigiloso del mundo trabajaba, vi cómo la actriz recorría el pasillo y se detenía en una estantería, buscando, como contaba a un personaje en off al teléfono, un librito estrecho y rojo de Charles-Ferdinand Ramuz, Joie dans le ciel. La luz del pasillo estaba apagada y ella se alumbraba solamente con una vela, y en realidad en la película no aparecen los libros entre los que busca, pero lo llamativo del caso es que yo tengo ese libro estrecho y rojo, y el libro está precisamente en la estantería en la que ella se detuvo, actuando como si de verdad lo estuviese buscando, sin saberlo y sin verlo debido a la tenue luz. ¿Y quién tradujo del ruso al francés para Stravinsky el libreto de Las bodas? Ramuz. ¿Y quién escribió el texto que inspiró a Stravinsky La historia del soldado, que se puso en escena en casa de los García Lorca el día de Reyes de 1923? Ramuz. Y como el libro de Ramuz que buscaba a la luz de una vela la actriz Fernanda en mi estantería lo tengo al lado de La mano cortada, de Cendrars, con un fragmento de este último elegido al azar me despido aquí, además de con la sugerencia, inspirada por mi deseo de estos días de hacer lo mismo, de fabricar los propios muñecos de guiñol y montar una obra en casa, y así darse el gusto de avisar de que va a empezar muy pronto:
“… pero yo volví radiante a Frise, a la granja Ancelle, en donde se alojaba mi escuadra, en compañía de un pequeño fox-terrier divertidísimo, al que puse el nombre de Black and White porque era blanco con manchas negras como el de la Voz de su Amo, el perro de moda entonces, pero los soldados le llamaban simplemente Whisky. Debo decirle, Angéli, que me encantan los perros y que cuando iba todavía al colegio, me escapé un día con un circo porque me enamoré de la hija de la funambulista, una chiquilla de mi edad que presentaba un número de perros sabios…”
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).