Si he visto más lejos es porque
estoy sentado sobre los hombros de gigantes
Isaac Newton
Marchamos sobre hombros de gigantes, pensaba yo en mi juventud, deslumbrada con figuras como Jean Paul Sartre, Albert Einstein, Charles Darwin, Ludwig Van Beethoven, El Greco, Salvador Dalí, Leonard Bernstein, André Previn, Edgar Degas, Rudolph Nuréyev, Vladimir Horowitz, Hermann Hesse, Gabriel García Márquez y Miguel de Cervantes, a quienes se sumarían en la universidad Mario Vargas Llosa, Karl Marx, Roman Jakobson, Oswaldo Guayasamín, Armando Reverón, Ángel Rama, Walt Whitman, Inocente Carreño, César Vallejo, Pablo Picasso, Arthur Rimbaud, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, Gustav Mahler, Claudio Abbado y Thomas Mann. Marchamos sobre hombros de gigantas, pensaba yo en mi juventud, cuando perseguía a grandes figuras femeninas que pudieran justificar mis búsquedas intelectuales personales: Marie Curie, Marta Argerich y Simone de Beauvoir se convirtieron en mis ídolas.
La admiración por las figuras nombradas se ha mantenido –excluyo a Marx– a pesar de que el tiempo, las experiencias y las lecturas lo atemperan todo, quiero pensar que más para bien que para mal. Ciencia, música, filosofía y literatura, constituían la cuarteta divina dentro de la que quería vivir mi vida. Curie, dos veces Premio Nobel, una en física y otra en química; Argerich, una pianista excepcional, figura cimera de la música académica al menos en el último medio siglo; Beauvoir, una pensadora por derecho propio que cultivó con éxito la narración –me encantaron La mujer rota y sus espléndidos recuerdos de juventud, Memorias de una joven formal– y que dividió la historia del feminismo con una obra cimera, El segundo sexo. Por supuesto, la estelar Sor Juana Inés completaba estas cumbres del talento femenino.
Sin duda, semejante reconocimiento y admiración por tan singulares personalidades obedecía a una mirada humanista e ilustrada, hoy más bien en desuso. La mirada humanista consagraba a los intelectos superiores capaces de una creatividad ajena al común de los mortales, facultados para hacer lo que la mayoría no puede. Si el ser humano por definición es perfectible, las aptitudes de los y las superdotados mostraban el camino de una humanidad que se superaría a sí misma constantemente. Sin embargo, mi muy ilustrada y humanista universidad me enseñaría que la idea del genio respondía a una suerte de teología sin dioses ultraterrenos. De esta suerte, no había que creer las reflexiones filosóficas y estéticas del romanticismo alemán respecto a las figuras creativas que se distinguían del vulgo y nos regalaban la posibilidad de una vida nueva, revolucionaria y purificada de las convenciones. La educación debería servir para poner las cosas en su justo lugar, al estilo de este ejemplo.
Sin embargo, el humanismo sin genios de corte marxista, que solo ponderaba los talentos especiales por su conexión con la vida social y la historia, se abrió paso con dificultad en un siglo deslumbrado con los cambios y con su espectacularización. El cuerpo sin límites del bailarín Nuréyev mereció el aplauso de las élites de las democracias liberales y se convirtió en un personaje popular, al estilo del director de orquesta Leonard Bernstein o del físico Albert Einstein. Las mujeres no contaban con la misma tribuna, desde luego. Tampoco los varones no europeos ofrecían un panorama realmente excepcional. El genio parecía un asunto de lo más masculino y occidental, una cumbre de la humanidad a la que las mujeres contribuíamos a gestar, amamantar, criar, educar en su infancia y a la que brindábamos placer, estabilidad, familia, afecto y cuido en la adultez. La supuesta inferioridad intelectual de la mujer y su cercanía a la dimensión biológica señalaban un rol importante en la sociedad, aunque mucho menos estelar que las cimas de la vida humana alcanzadas por el genio masculino.
Parecía que el genio femenino no ofrecía gran cosa al lado de la audacia creativa masculina. El feminismo se dio a la tarea de investigar sobre las mujeres del pasado para desentrañar las causas culturales de esta desigualdad y los no europeos comenzaron a hacerse preguntas clave sobre el fenómenos del colonialismo. De tal suerte, el genio sobrecogedor de los capaces de hacer lo que los mortales comunes no podemos, resulta mucho menos atractivo a estas alturas en las que estamos empapados del espíritu de recriminación al pasado, me temo que incapaz, en sus manifestaciones más pedestres, de diferenciar entre el trigo y la paja en su pantone de discriminaciones más o menos graves.
Mi reverenciada Marta Argerich me ha acompañado toda mi vida adulta y sigue viva, coleando y tocando como las diosas; por mí, se le otorgaría la inmortalidad, aunque su hija Stephanie Kovacevik no la deja bien parada en el documental Bloody daughter. La presenta como una madre irresponsable cuya hija mayor estuvo un tiempo sin sus padres, que parió de tres hombres diferentes y que vivía para sus amigos y amores, no para llevar a las niñas a la escuela bañadas, vestidas y desayunadas. Hay al menos dos lecturas posibles: feminista nata, no aceptó el rol materno asignado por la sociedad, o fue una madre espantosa cuyo abandono es imperdonable independientemente de su genio musical. Cosas de la época, mucho más grave sería que Argerich, argentina de madre judía ucraniana, tratase mal a un estudiante negro en una clase o que tomara una postura polémica y explícita respecto al conflicto árabe-israelí.
Qué más da que alguien sea capaz de hacer lo que nosotros no podemos (a menos que sea un jugador de fútbol); por ejemplo, el arte conceptual parte de premisas acerca del valor del fenómeno estético incompatibles con la idea de dominio del oficio predominante durante siglos. Qué más da, además, si el talentoso en cualquier área es, digamos, un acosador. Tal vez, lo realmente importante sean la comunidad y las víctimas en lugar de los individuos que han influido en la sociedad desde su talento. Las preguntas siguen abiertas para próximos artículos, porque se trata de una cuestión pertinente en una época en que las biopic de genios, al estilo de Oppenheimer, dirigida por Christopher Nolan, o Maestro, dirigida y protagonizada por Bradley Cooper, concitan la atención del público y de la crítica. ~
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.