A todos los periódicos que amé

Especificar "de papel" al hablar de periódicos era una redundancia. Ahora nadie los lee en papel, eso hace que encontrar quioscos sea un reto.
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Siempre estuve enamorado de los periódicos (de papel).

Antes no había que escribir “de papel”. No había otros periódicos. Escribir “en papel” era una expresión redundante e incomprensible.  

Pero ahora las cosas son distintas. Hoy hemos charlado (entre personas mayores) y hemos observado que en el metro de Nueva York ya nadie lee periódicos de papel. La gente escucha podcasts, mira sus teléfonos inteligentes, lee un ejemplar en papel de un libro (sí, también lo hacen), observa a los demás a su alrededor.  Una amiga me dijo que no veía a nadie leer un periódico en el metro desde hacía años.

Yo tampoco. Pero me encantan los periódicos impresos, y esta tarde, como hago dos o tres veces por semana, he ido a la tienda de la esquina a comprar el último ejemplar de The Wall Street Journal (cuesta cinco dólares). Me gusta no solo por su contenido (que, con la excepción de las páginas de opinión, donde solo contratan a lunáticos para escribirlas, es excelente). Me encanta porque el olor del periódico es el mismo que recuerdo de hace muchos años.

Cuando era niño, había dos diarios en Belgrado. Uno se llamaba Politika. Es el equivalente serbio del New York Times. Fue fundado en 1904 por una rica familia liberal. Ha sobrevivido a todos los regímenes y ha sido y sigue siendo el “periódico de referencia”. Siempre ha estado cerca del Gobierno, fuera cual fuera este: monárquico, comunista, nacionalista, pero nunca un mero portavoz. Tiene un tipo de letra único, diseñado en su fundación y que no ha cambiado desde entonces.

El otro diario era Borba (La Lucha), el periódico clandestino del proscrito Partido Comunista. Cuando dicho partido llegó al poder, el periódico se convirtió en diario y pasó a ser muy oficial. Muy poca gente lo leía, pero siempre estaba expuesto en las oficinas gubernamentales.

Mi familia lo compraba los domingos, cuando su cabecera se publicaba en rojo. Siempre que pienso en los domingos de antaño veo esas cinco grandes letras, todas en mayúsculas rojas.

Cuando estudiaba el bachillerato en Bélgica, adoraba Le Monde. Era lo mismo: el periódico de la clase dirigente pensante. No de la clase dirigente primitiva, ni siquiera de la clase dirigente conservadora. Sino de la clase dominante liberal y biempensante. Pensaba que nunca podía equivocarse. Cuando veía un error o una errata, creía que estaba equivocado. Le Monde no podía equivocarse. Pero a veces lo hacía.

Sin embargo, era un gran periódico. Mis opiniones sobre la Unión Soviética estaban influidas por su corresponsal Jacques Amalric; como mis opiniones sobre China estaban influidas por un periodista extraordinario de Politika de los años setenta, Dragoslav Rančić. El hecho de que medio siglo después aún pueda recordar fácilmente sus nombres, mientras que he olvidado muchos otros, dice algo de la atención casi religiosa con que los leía.

Cuando llegué a Inglaterra, me llamó la atención el tipo de papel (papel de verdad) y la impresión que se utilizaba: los periódicos siempre te manchaban las manos, y tenías que lavártelas prácticamente cada vez que leías uno. Pensé que era una costumbre británica, mal entendida por los bárbaros. Pero enseguida cambié de opinión. Debía de estar relacionado con el coste de la impresión. Sin embargo, no sé exactamente por qué solo en Inglaterra me ha pasado eso.

Mi primera noche en América fue en un hotel del aeropuerto de Nueva York, donde cogí un ejemplar de un tabloide neoyorquino, sin saber nada de los periódicos del Nuevo Mundo. Aún recuerdo el título que aparecía en toda la portada: “Top Cop Fired”. No podía creer que un periódico pudiera publicar un título tan irrespetuoso. En los periódicos que yo conocía, este tipo de noticias se enterraban en la página 4 (es decir, en una página par a la que la gente siempre presta menos atención) bajo el título “El jefe del departamento de policía de Nueva York liberado de sus funciones”. La franqueza e irreverencia de los tabloides neoyorquinos me impresionó entonces y me sigue impresionando ahora. No les importa publicar “Trump is a bump” o “Hillary, the deplorable”. Cuando la escena política nacional se calienta, no hacen prisioneros: son directos, brutales. Los compro, de vez en cuando, cuando cojo Amtrak, solo para disfrutar de su libertad de convenciones. No se trata de “All the news fit to print”. A menudo, son las noticias no aptas para imprimir, pero precisamente por eso es importante imprimirlas.

Anwar Shaikh, el economista más izquierdista del mundo, me introdujo en The Wall Street Journal.  Le conocí en su despacho mientras escribía el monumental Capitalismo: Competencia, conflicto, crisis. Me dijo que leía el WSJ porque dice la verdad sobre lo que ocurre en la economía. Me sorprendió entonces que el economista más izquierdista del mundo elogiara al diario más derechista del mundo. Pero Anwar tenía razón. Un diario económico tiene que ser, en la parte que trata de la vida real, lo más objetivo posible porque si difunde cuentos de hadas la gente que se los cree perderá dinero. Entonces ningún capitalista lo comprará. Porque no les gusta perder dinero. En la disyuntiva entre los cuentos de hadas y el dinero, eligen lo segundo. Otros diarios que apelan a la pensée unique no necesitan preocuparse por ese tipo de verdad elemental. Pueden inventarse cosas.

Soy uno de los últimos mohicanos que leen noticias impresas. Antes compraba el China Daily en Nueva York y Washington por 25 céntimos, pero la mayoría de los quioscos que venden el periódico han cerrado. Creo que es porque el gobierno chino lo considera un despilfarro de dinero (es cierto que a veces los diarios no se “renovaban”; así que un jueves por la mañana el número más reciente sería el del lunes). Hace varios años, en Moscú, reté a mi amigo ruso a encontrar un solo quiosco de periódicos en una ciudad de trece millones de habitantes. No pudo. Pero por suerte en el hotel donde me alojaba distribuían el Kommersant, una excelente versión rusa del Financial Times.

Uno de los pocos países que resiste el embate de lo digital y donde todavía se pueden encontrar, cada día, todos los periódicos y revistas impresos, es España. Me gusta merodear por los quioscos, decidiendo qué tipo de letra, color y olor de periódico me gusta más. Luego cojo el periódico, lo abro, huelo su letra impresa y pienso que nada ha cambiado en cincuenta años.

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en el Substack del autor.

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Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).


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