Ayer estaba sentado en una terraza de Barcelona, comiendo y tomando un vinito. En la mesa de al lado, alguien dijo con la suficiencia de un Aristóteles vuelto a nacer: “Las cosas son como son, y punto final”. Más tarde fui a un pueblo llamado La Garriga. Ahí, en la librería Strogoff, hallé una novela de Gabriela Escobar Dobrzalovski titulada Si las cosas fuesen como son. Aún no he leído la novela, pero me parece mucho más emocionante el título que la tajante sentencia del pseudoaristóteles. Decir que las cosas son como son tiene un aire de verdad irrefutable; también un aire de alma muerta.
En literatura nunca podría decir “Pedro Páramo es como es, y punto final”. A ver si alguien se atreve a proponer que “Primero sueño” es como es. Tal como ninguna gran novela, aunque tenga punto final. Tampoco creo que un cuadro de Caravaggio sea tal cual. Ni una persona, ni… Aquí en Barcelona, muy lejos de mi biblioteca, cito de mala memoria un verso de Fabio Morábito que leí hace treinta años, creo que en la revista Vuelta: “Es como si las nubes tuvieran forma de nube”.
Escucho las conversaciones ajenas porque muchas personas hablan como si quisieran ser escuchadas. Mi vecino todo lo dice a gran voz, sobre todo en sus riñas. La última vez le gritó a su pareja: “Tú me tienes que querer más que a tu madre. Esa es la puta verdad”. Tan dogmático como el “punto final”. Si bien el nivel de iracundia y gritos nunca fue tan grande como cuando la pareja se topó en la Gran Vía de Madrid con una marcha de bomberos que pedía alza salarial. “Te prohíbo que veas hombres”, gritaba y lloraba el injuriado marido.
En el tren que me trajo a Barcelona, pese a los avisos de bajar la voz, una mujer se jactaba en el teléfono: “Yo doy la vida por mis amigos y familiares. Ya sé que me critican por eso, pero yo soy así y no voy a cambiar”. Decía Tales de Mileto que lo más difícil es conocerse a sí mismo. Pero esta pasajera se conoce y sabe que no va a cambiar porque ella es como es y punto final. Y de paso nos comunica a los demás viajantes que ella es más buena que cada uno de nosotros.
Suelo usar tapones. Tengo audífonos que amortiguan el ruido. Pero la gente que se quiere hacer escuchar siempre lo consigue.
“Tú lo que tienes que hacer es aceptar la realidad”, le decía anoche un amigo al otro mientras yo comía una tortilla con butifarra. Ahí está esa palabra que él utiliza con certeza: “realidad”, aunque en dos mil seiscientos años de filosofía nadie se ha puesto de acuerdo sobre ella.
Hay un consejo del cristo para la oración y que puede parafrasearse para regular el volumen de las conversaciones: “Y cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en las sinagogas, y en los cantones de las calles en pie, para ser vistos de los hombres: de cierto les digo, que ya tienen su pago. Mas tú, cuando ores, éntrate en tu cámara, y cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en secreto, te recompensará en público”.
Para Teofrasto, subir la voz era síntoma de incultura: “El rústico es un hombre capaz de asistir a la asamblea, después de haber ingerido unas gachas, y asegurar que ningún perfume huele mejor que el tomillo. Calza unos zapatos mayores que su pie y habla con una gran vozarrón”.
Un día tendré una buena antología de frases de conversaciones que preferiría no escuchar, pero apenas hace un par de días que llevo una libreta para tal efecto. Por lo pronto, noto que muchos expresan doctrinas categóricas. Ésta es de un bar de Madrid: “La familia es la familia”.
Quizás un día aparezca una joya. Daniel Sada escuchó casi sin querer una conversación en la que cierto hombre dijo que “porque parece mentira la verdad nunca se sabe”, y la pasó al título de una de sus obras maestras.
Yo, por lo pronto, he recogido paja. Frases prefabricadas, lejos del sapere aude de Kant o la consigna de Schopenhauer de pensar por uno mismo. Y esto de pensar por uno mismo es difícil, habiendo tantos sabios que han pensado antes que nosotros. Schopenhauer dice que más vale menos erudición bien meditada, que muchos conocimientos simplemente acumulados. Ya ni hablemos de pocos conocimientos sin reflexión.
Schopenhauer, quizás socráticamente, preguntaría al pseudoaristóteles si de verdad las cosas son como son y punto final. Y a los otros si en verdad la familia es la familia, como si alla Gertrude Stein pudiese decirse que la familia es la familia es la familia. O si es la puta verdad que entre los cónyuges deban amarse más que a la madre. ¿Qué se le dice a un amigo cuando se le dice que tiene que enfrentar la realidad? Porque ¿qué es la realidad? Y además, ¿de veras tenemos que enfrentarla? Pregúntenle a don Quijote.
Sin duda es más apacible tragarse los lugares comunes y las opiniones superficiales que andar cuestionando las cosas. Decía el hombre del subsuelo de Dostoyevski que una conciencia demasiado despierta es una enfermedad. Preferible, por inofensivo, es dejar que los postulados de los filósofos espontáneos entren por un oído y salgan por el otro, que entretenerlos en el cerebro.
“Las cosas como son, y punto final.” Cumplo ya veinticuatro horas con ese asunto en la mente. De haber estado en la conversación, y no en la mesa de al lado, habría disputado con ese hombre. Mejor estuvo que me quedara en mi mesa, comiendo cap i pota, cabeza y pata, más pata que cabeza. ~
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.