Animales en verso y prosa

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Alguien me dijo una vez que algunos monos tienen dos señales de alarma claramente diferenciadas, una para los peligros que vienen del suelo de la selva, como son los ataques de serpientes y leopardos, y otra para las grandes aves predadoras, que los atacan desde arriba. Los monos, que están siempre al pendiente de ambas direcciones, evitan merodear en la parte inferior o superior de los árboles y permanecen lo más posible en la parte del medio, donde ni las águilas ni los felinos puedan sorprenderlos.

Supongamos que no tuvieran que cuidarse de ninguna ave predadora, es decir de ningún peligro que viniera del cielo. Su atención podría concentrarse en las amenazas provenientes de abajo. Ganarían seguridad, pero su vida sería menos compleja, porque no tendrían que desarrollar ese olfato por la medianía que rige sus movimientos y que, sin duda, ha mejorado su inteligencia, al obligarlos a estar pendientes de un mayor número de estímulos.

Supongamos ahora a un mono bromista, al que se le ocurra dar la alarma equivocada y que en lugar de emitir el grito que significa “peligro desde abajo”, emita el que alerta frente a las amenazas provenientes del cielo, provocando con ello una estampida de los demás hacia las ramas más bajas del árbol, donde se encuentra un leopardo esperándolos. ¿Ha existido un mono así? Quizá nunca lo sabremos, pero cabe la posibilidad de que esa broma macabra haya ocurrido. Pudiera, incluso, no tratarse de una broma, sino de una venganza en contra del clan, pues suele ocurrir que algunos miembros de este, de vez en cuando, arrebaten a la cría de una joven madre para comérsela. Así, en virtud de la zona intermedia en que se sitúa el difícil equilibrio de su vida, aumenta la cantidad de cosas que podemos imaginar acerca de los monos. Si no existiera esa franja estrecha que los hace repelentes tanto al piso de la selva como a la parte superior de los árboles, no podríamos concebir la posibilidad de un mono bromista, ni de uno vengativo, ni de otro simplemente estúpido. Quizá los monos se sentirían más felices en las ramas más elevadas, desde donde podrían abarcar una gran porción de la selva, o más cómodos merodeando en el suelo, donde no correrían ningún riesgo de caerse, pero han elegido una zona de seguridad que no es ni una cosa ni otra, y esa franja, si por un lado les brinda protección, por el otro multiplica los peligros, porque a causa de su posición equidistante de las aves predadoras y de los felinos, los monos se exponen a ser agredidos por ambas especies. Han elegido, en otras palabras, el suspenso, que es el alma de todos los relatos. Estos últimos nacen de una zona intermedia en donde, a cambio de cierta seguridad física, experimentamos, lo mismo que los monos, una inseguridad psíquica que impide que nuestro espíritu se especialice en alguna dirección y se adormezca. La función de los relatos, justamente, es desadormecernos, elevándonos por encima de nuestras tareas aprendidas.

Si la vida de los monos se caracteriza por hallarse a merced de dos faunas contrarias, lo propio de los relatos es enfrentarse a incesantes bifurcaciones que crean en el lector el sentimiento de que con cada línea y con cada frase se define un territorio y se pierde irremediablemente otro. Este sentimiento de pérdida es básico en los relatos y me atrevería a decir que es la experiencia esencial que nos ofrecen, porque nos enfrentan al hecho de que todos los actos de nuestra vida son un corte, un despedirse para siempre de caminos que quizá, de haberlos tomado, nos hubieran hecho mejores o más felices. Pero los relatos nos enseñan también que lo perdido regresa, y por eso los leemos. El final de un relato representa el punto en el cual los cabos sueltos, toda la materia desechada a lo largo del trayecto, vuelve para que el relato concluya. En una suerte de reflujo, todo lo perdido se hace de golpe reconocible, regresa para despedirse y, con ello, integrarse a la historia. De ahí esa sensación, que experimentamos al terminar de leer un buen cuento, de no haber leído sólo un cuento, sino todos los cuentos posibles.

En cierta forma ocurre lo mismo con los monos cuando huyen para escapar de sus predadores. Eligen un camino, pero su cerebro registra todos los otros caminos que no toman. El estrés de la fuga, semejante a la inspiración, les hace vislumbrar todas las otras rutas existentes, información que se almacena en lo más profundo de su cerebro y saldrá a la superficie cuando la necesiten. Cuando huyen, por lo tanto, recorren una ruta conocida, pero olvidada. Del mismo modo, el escritor sabe más de su historia que lo que él mismo cree; su historia, en cierto modo, ya está escrita y a él le toca recordarla, sacarla de la zona profunda de su cerebro. Si no fuera así, no podríamos explicarnos la obsesión que algunos relatos producen en sus autores. Hay historias que, a pesar de las dificultades y frustraciones que le ocasionan al escritor, no le permiten liberarse de su hechizo y ponerse a escribir otra cosa. Es como si la historia lo hubiera elegido a él, y no al revés. Creo que la medida de la madurez de un escritor estriba justamente en su conocimiento de lo que le toca escribir, en saber qué historias lo han elegido y cuáles, en cambio, son sólo ocurrencias de un cerebro entrenado en la escritura.

Esto significa que el verdadero escritor no aprende a escribir; es más, un escritor es aquel que se niega a aprender a escribir. Si de verdad aprendiera a escribir, podría escribir cualquier cosa, que es lo que no debe hacer un escritor. Si un escritor algo aprende, es a escribir aquello que está escribiendo, lo cual representa un aprendizaje nulo, porque apenas le servirá en el futuro. En cambio, el falso escritor aprende un oficio y se agencia un estilo con el cual tiene la confianza de abrir todas las cerraduras. Nos da siempre la sensación de haber tomado la palabra antes de tiempo. La escritura mediocre es una tomadura de palabras, un arrebatar las palabras en lugar de ser arrebatado por ellas. El mal escritor se parece a unos monos cuyas huidas tuvieran siempre la misma dirección, como si contaran con un escondite fijo en la selva. La sabiduría de esos monos se reduciría a saber cuál es en cada caso el camino más corto para alcanzar esa meta. Por lo mismo, se extinguirían rápidamente; los predadores acabarían por adivinar la ubicación de ese punto magnético y los atraparían con una sencilla emboscada.

Cuando uno se dispone a escribir un cuento, debe decidir qué tan a la vista quiere tener el final de su historia. Hay unos que no pueden empezar la primera línea de un cuento si no saben casi todo acerca de su desarrollo; otros necesitan ignorarlo todo, si es que esto es posible. En realidad, lo importante no es tanto saber o no saber cómo evolucionará la historia, sino estar dispuestos a cambiar de ruta durante la marcha, a desechar el plan que se tenía y a sustituirlo con otro, que puede ser incluso el opuesto del anterior. En mi caso, comienzo a escribir un cuento sabiendo muy poco de él, pero lo suficiente para estar seguro de que tengo un cuento en las manos. No sé cómo evolucionará el cuento, pero algo me dice que tendrá larga vida, aunque a la postre resulte una historia muy breve. Avanzo a tientas, pero la oscuridad no es total. Carezco de una meta a la vista, pero no de vislumbres. Cuando estas faltan, abandono el cuento. Trato de guiarme, como los monos, por la mera eficacia del salto, eligiendo cada vez la rama que considero más oportuna. No miro más lejos, pero vislumbro que hay más allá. Mi mirada se divide entre la siguiente rama salvadora y la confusa vegetación del fondo. Los buenos nadadores de crawl saben que la posición correcta de la cabeza, aquella que ofrece menos resistencia al agua, es la que permite mirar hacia el frente, pero no del todo, como si no se mirara. Esta mirada de sesgo, confiada pero sin compromisos, con que se mira como si no se quisiera hacerlo, es también la mirada del buen cuentista.

He comparado los relatos con la fuga.

¿Por qué no los comparé con los tranquilos desplazamientos con que los monos van en busca de comida o de algún lugar donde pasar la noche? Porque estos traslados carecen de la urgencia y del elemento de arrebato sin los cuales un relato no puede existir. Carecen del peligro de muerte que acecha a cada línea de un cuento. Una elección mal tomada echa a perder una historia, igual que durante la fuga basta un pequeño error para caer en las garras de los predadores. La regla de oro, si la hay, es elegir lo menos posible, dejando que la historia se las arregle por sí sola. ¿Cómo? Dejando que aproveche todos sus recursos, que son más de los que se ven. Están ahí, pero no es fácil descubrirlos todos y hay unos casi invisibles que a menudo, una vez hallados, son vitales para resolver los nudos más difíciles. La solución de una historia me ha venido con frecuencia de personajes que en los primeros borradores aparecían durante un par de líneas y se eclipsaban sin dejar rastro. A veces no eran ni siquiera personajes, sino objetos: un cuadro, una puerta, un piano, que se habían colado inexplicablemente en la trama y estaban ahí, impasibles, como esperando una oportunidad. Cuando la oportunidad llegaba, la aprovechaban a manos llenas. Un simple mesero, que en el primer borrador de un cuento cumplía un acto trivial como el de llevar una limonada al protagonista, en los borradores siguientes se las arreglaba para ganar la atención del lector (traía la cuenta, por ejemplo, o tropezaba ligeramente), hasta que en la cuarta o quinta versión el protagonista y él entablaban un diálogo; y una vez que esa simple comparsa dejaba oír su voz, que me dejaba conocer su voz, daba el salto que lo transformaba en una pieza firme, quizá imprescindible, que cimbraba el edificio de la historia y contribuía a su resolución. ¿Cómo explicar la presencia de esos seres extraños –cuadros, meseros, puertas, canarios– que aparecen sin ningún propósito aparente y a la postre se revelan decisivos? La única explicación que se me ocurre es que la historia ya estaba escrita y que ellos eran decisivos desde el principio, sólo que uno no se había dado cuenta. Escribir una historia, de esta manera, consiste más que nada en un ir dándose cuenta, un pegar el oído para descubrir los hilos del revés del tapete y jalarlos hacia la cara visible, rearticulando nuestras zonas peligrosas y redibujando esa franja intermedia que nuestros ancestros, los monos, nos han heredado.

A veces, sin embargo, uno se cansa de brincar de rama en rama, de elegir a cada instante de qué agarrarse, y añora el suelo; se cansa de la fuga perpetua y anhela el cautiverio de una vida sin saltos ni sobresaltos, una vida plana e incluso obtusa, pero honda y sin trampas. De pronto nos fatigan los cuentos, con su exigencia de estar siempre alerta y astutamente fuera de nosotros mismos, y añoramos algo que nos pida, por el contrario, apego a nuestro ser, lealtad a los contornos dados, abandono de toda astucia. Pedimos poesía, como se pide un simple trozo de pan en un banquete de manjares refinados. Y entonces nos olvidamos de los changos, de sus griterías y de sus saltos, y miramos a los elefantes. Porque esto tienen de peculiar los elefantes: no pueden saltar, no pueden dejar de apoyar al menos una pata en el suelo, no saben qué significa abandonar aunque sea por un instante la tierra, y puesto que no lo saben, puesto que ignoran la experiencia de volver ilesos a la tierra después de un salto, no saben si están vivos o no, y viven en un permanente estado letárgico. De ahí la apariencia anciana de los elefantes. Al no tener la seguridad de estar vivos prefieren, para evitarse decepciones, hacer vida de viejo. Quizá los elefantes mantienen el suelo en su sitio para que salten los otros. Alguien, después de todo, debe encargarse de no perder nunca contacto con la tierra. ¿Qué ocurriría si nos viniera a faltar esta certeza? ¿Podríamos dormir como antes? Quizá podemos dormir porque los elefantes no saltan. En eso radica nuestra tranquilidad y quizá la tranquilidad de todas las especies. Al fin y al cabo, pensamos, tienen su trompa, que nadie tiene más que ellos. Tal vez con su trompa han resuelto el problema del salto, porque si saltar consiste en salirse un segundo de lo real para llegar más rápido, para llegar sin los pies, la trompa, sin duda, representa un salto, y si saltar es hacer que nuestros pies tengan la habilidad de las manos, ¿qué mayor habilidad que la de la trompa, esa quinta pata que es una mano secreta y fantasiosa?

La trompa, cercana al salto, eslabón previo a la facultad de saltar, es aquello que los otros animales, con tal de no perder la ebriedad del salto, han renunciado a tener. Con su versatilidad, la trompa le proporciona al mayor mamífero terrestre un atisbo, sólo un atisbo de la volatilidad y del desprendimiento que el salto le otorga a los otros animales. Mientras no renuncien a su trompa, a esa quinta pata que le impide saltar, los elefantes seguirán encadenados al suelo.

Tal vez muchos elefantes sacrificarían su trompa para dar un único salto que les diera al fin la seguridad de estar vivos. ¿Por qué entonces la especie no evoluciona en este sentido? Porque no lo quieren las matriarcas, las conductoras de las manadas de los elefantes, las grandes memoriosas que, con su enorme capacidad de recuerdo, saben siempre adónde deben conducir a los demás elefantes en busca de comida y sobre todo de agua. Son ellas las que se oponen a la liberación del elefante, o sea al salto, puesto que temen que en el momento en que sus cuatro patas abandonen simultáneamente la tierra, olvidarán todo lo que saben. ¿Y cómo negarles parte de razón? La memoria de los elefantes es uno de los grandes milagros de la naturaleza, pero es frágil, y quizá sea suficiente un salto para que esa creación portentosa se arruine. Tal vez la memoria de los elefantes fue creciendo como resultado de la primordial renuncia a saltar. Alguna protoelefanta debió de intuir, allá hace unos millones de años, que era preciso, para saberlo todo, renunciar a alguna plenitud. Es probable que al principio no quedara muy claro que el elemento que debía sacrificarse era el salto, pero poco a poco, ante la abundancia de saltos aquí y allá, tanto de predadores como de presas, debió de quedar patente que había en ese abandono violento del suelo una especie de negación, de rebeldía contra el propio destino y la propia especie, puesto que durante el salto cualquier animal es todos los animales. Semejante fulgor y arrebato no podía sino amenazar la memoria de las matriarcas, toda ella constituida por diminutos tránsitos y relevos, toda ella entregada a la continuidad y a la sinécdoque. Todo salto tiene algo de visionario y la visión borra los hechos nimios que encadenándose entre sí constituyen la trama de una vida. En este sentido, los elefantes optaron por la trama en contra del aliento poético, pero sin renunciar completamente a lo segundo. Renunciaron, podemos decir, a cierto tipo de experiencia poética, la que está más cerca de la embriaguez visionaria, pero inventaron a través de su trompa otra senda de la poesía menos espectacular y luminosa, que tienta sensiblemente las cosas, las soba con arrugas de dolor y las acepta como son, devolviéndole, por así decirlo, su derecho a no saltar, a no ser más que ellas mismas, que es justamente una de las grandes conquistas de la poesía.~

 

El presente texto está compuesto por dos que escribí en diferentes momentos y que sólo hace poco me pareció que se complementaban. El primero de ellos, que trata sobre los monos, nunca lo publiqué, mientras que el segundo, que habla de los elefantes, salió hace un par de años en el número 1 de la revista Cuaderno Salmón.

F.M.

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