Sobre Álvaro Uribe

Álvaro Uribe creía todavía en los libros. Creía que antes del crítico viene el lector, o sea viene el gusto.
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No puedo decir que me unió una gran amistad a Álvaro Uribe, pero aunque no fuimos grandes amigos, nuestros encuentros se esparcieron muy regularmente a lo largo del tiempo, de manera que nunca nos perdimos de vista, lo que hacía que al volver a vernos el trato fluyera con naturalidad.

Es común en nuestro medio de escritores escuchar frases como “A Fulano lo quiero muchísimo”, para luego descubrir que el que pronunció esa frase no ha visto a Fulano desde hace dos o tres años, a pesar de que Fulano y él vivan en la misma colonia. Ese tipo de frase altisonante nunca se lo escuché a Álvaro. Utilizaba, para referirse a sus amigos más cercanos, una palabra de baja intensidad, “amigotes”, que tiene la virtud de situar la amistad en un nivel más realista y sincero. Porque sabía que las amistades se acaban con facilidad. Lo oí varias veces pronunciar, en relación con alguno de sus conocidos, la palabra examigo, con la misma naturalidad con que uno dice excompañero del colegio o excolega del trabajo. Su última novela, Los que no, es aparentemente, como reza la contraportada del libro, “la saga rota de una generación de personajes que no llegaron a la meta de sí mismos”, pero en el fondo su tema más genuino no es el fracaso individual sino la dificultad de mantener viva una amistad en contra de los reveses y los hundimientos personales, y es eso, me parece, lo que le da al libro su sabor tan amargo.

Durante un periodo de la pandemia, Álvaro, Jaime Moreno Villarreal y yo nos reunimos en línea una vez al mes para charlar de esto y de aquello. Álvaro, como sabemos todos los que lo conocimos, no necesitaba ningún estímulo especial para reunirse a conversar de lo que fuera, así que cuando le propuse esas citas mensuales aceptó sin pensarlo. Ignoro si me consideraba su amigote, pero estoy seguro de que en el aspecto literario nos unía una fuerte afinidad basada en el gusto, no porque tuviéramos los mismos gustos (la última vez que hablé con él se sorprendió de que yo apreciara a un escritor de nuestra generación que él no estimaba en lo absoluto), sino porque ambos creíamos en la importancia del gusto.

La palabra gusto, igual que la de estilo, está más que en desuso, y me parece una lástima, porque es utilísima sobre todo para despachar obras literarias mediocres. Ahora es impensable que un crítico se atreva a decir, hablando de un determinado escritor, que tiene mal gusto, una manera sintética de decir que carece de talento. Ninguna de estas palabras: gusto, estilo, talento, son admitidas hoy día, en que ya no se escriben libros, por cierto, sino se elaboran proyectos, se plantean propuestas, se trazan exploraciones. Estoy seguro de que a Álvaro esta jerga le parecía ridícula. Creía todavía en los libros. Creía que antes del crítico viene el lector, o sea viene el gusto, y es su fe en el gusto lo que le permite afirmar en una de las páginas de Tríptico del cangrejo, su libro póstumo, que cierta obra de Anne Carson, la poeta norteamericana, si bien brillante, le deja la sensación de que es una sutil estafa al lector. Dudo de que una frase como esta aparezca en las reseñas críticas que se escriben actualmente.

Con Álvaro, pues, sin ser afines en todo, yo compartí una misma visión de la literatura, lo cual casi quiere decir de la vida. Tal vez nos faltó enfrascarnos alguna vez en una discusión acérrima sobre nuestras diferencias, que es el toque que hace que un trato amistoso y de mutuo aprecio advenga en ruptura y distanciamiento o bien adquiera la dimensión de una amistad profunda. Ahí seguramente se habría decidido si yo pertenecía al conjunto de los examigos o el de los amigotes.

Terminé hace unos días de leer Tríptico del cangrejo, su largo diario póstumo que relata minuciosamente su lucha contra el cáncer. No soy un buen lector de diarios; la incesante atención en uno mismo que constituye su razón de ser me impacienta y termina por aburrirme. Pero Tríptico del cangrejo es uno de los libros más apasionantes que he leído últimamente. Lo leí como una novela, más que como un diario, y pienso que es de las mejores novelas de Álvaro, si no es que la mejor. No dudo que él hubiera deseado que se leyera así, culminando de este modo esa permanente aspiración de su estilo a hacer de los personajes de sus historias una totalidad completa, solo entendible dentro la lógica de la historia en la que se mueven. De un modo paradójico, justo ahí donde Álvaro renunció a priori a cualquier hechizo y consuelo de la invención novelística, para atenerse a la implacable crónica de la evolución de una enfermedad, consiguió catapultarse a sí mismo como un personaje inolvidable. Y esto solo puede deberse a que Álvaro hizo de su lucha contra el cáncer no sólo una cuestión de sobrevivencia, sino, precisamente, de gusto y de estilo. Al leer Tríptico del cangrejo, el lector advierte que son inseparables su búsqueda tenaz de la salud, que no manifiesta el menor desfallecimiento, y el afán de conseguir la mejor prosa posible, como si una cosa dependiera de la otra. Y me atrevo a decir que, de manera consciente o inconsciente, en Álvaro sí dependían; que la escritura del diario fue decisiva para no tirar la toalla; que la tremenda eficacia de esas páginas, que rezuman salud artística, debió de actuar como una permanente promesa de curación.

El estilo de Álvaro se prestaba para que escribiera un diario tan excepcional. Su estilo fue abandonando gradualmente la tutela de Borges, con su culto de la frase brillante, por una prosa más elástica y abierta, nunca ríspida, desde luego (el sentido de la elegancia estaba demasiado arraigado en él), pero más interesada en el encadenamiento discursivo que en esa contundencia sincopada en que Borges es un maestro insuperable y que en muchos de sus imitadores termina por provocar una prosa indigesta empeñada en labrar frases memorables a cada traspié. Álvaro se liberó rápidamente de ese defecto, porque lo salvó su conciencia sensual de la vida, que trae aparejada la de la propia insignificancia individual.

Ahora bien, el advenimiento funesto del cáncer le sirvió en bandeja de plata ambas verdades. Ahora había que escribir no para combatir el lugar común o la banalidad, sino el miedo a morir; no se trataba de perseguir la originalidad, sino simplemente la permanencia. Ni mandado a hacer para un espíritu como el suyo, poco dado a hacerse ilusiones sobre sí mismo y sobre los otros, y adherido a una visión de la precariedad de todo. El cáncer, hablando literariamente, le resolvió de un golpe la siempre problemática cuestión del tono, que un nuevo libro plantea desde sus primeras líneas. También le resolvió el no menos problemático asunto de la trama, pues había sencillamente que seguirle el paso a la bestia, metódica y concienzudamente, que fue lo que él hizo. ¿Con qué estilo? ¿Con uno telegráfico y disperso, casi de reporte de guerra? No, eso habría significado redactar unos apuntes, no escribir, y la decisión que tomó Álvaro, la única decisión que debió de tomar en todo esto, fue la de escribir un libro. Desde la primera frase de su primer diario de enfermo de cáncer Álvaro supo que estaba escribiendo un libro, el que hoy se titula Tríptico del cangrejo, un libro que no por estar escribiéndose con la muerte pisándole los talones debía permitirse alguna concesión sentimental, o sea caídas en el mal gusto, o reblandecimientos estilísticos. Fue en este largo diario de una enfermedad que acabó con su vida en donde Álvaro defendió como nunca su gusto y su estilo, y en donde, si todavía hiciera falta, cuajó completamente como escritor.

Por demás, creo que es inimaginable que se hubiera conducido de otro modo. Desde que decidió abandonar una promisoria carrera de diplomático para dedicarse a escribir, con todos los riesgos e incertidumbres que eso implica, su destino estaba trazado. Fue una decisión crucial, que no dejó de acompañarlo toda su vida y le dio la fuerza para enfrentarse a aquello que debe enfrentar un individuo que ha decidido poner su vocación por encima de todo lo demás. Esa decisión también estuvo presente en su enfermedad y, en sentido estricto, culminó con ella. Fue en su lucha contra el cáncer en donde su vocación alcanzó la plenitud que ninguno de los premios literarios que recibió en vida le otorgó. Escribió cada palabra de sus diarios –ahora sí, verdaderos diarios de guerra– con el sentimiento de que solo perseverando en su estilo y en su gusto, en resumen, en su descarada vocación de escritor, tendría sentido lidiar a tú por tú con la bestia, o, si se quiere, que sólo así la lucha contra ella adquiriría su sentido más pleno. 

Hay unas palabras del Tríptico del cangrejo que me parece que pintan perfectamente el espíritu de Álvaro Uribe, y me permito citarlas para cerrar esta breve intervención. Nos las refiere Tedi López Mills, su compañera de toda la vida, en el Epílogo que cierra el libro. Álvaro se encuentra en su habitación de hospital, sentado en el reposet. Está a pocos minutos de morir, y lo sabe. Se está preparando para ello. Pide que lo pasen del reposet a la cama, y dice: “Es mejor hacer esto acostado”. Así de simple y práctico: “Es mejor hacer esto acostado”. El propio Borges le habría envidiado esa frase. A mí me evoca aquella célebre de Sócrates cuando, con la cicuta corriéndole en las venas, recuerda que le debe un gallo a Esculapio y le pide a Critón que pague esa deuda. En ambos casos se nos dice que ni siquiera la muerte dispensa de tener estilo. Pero a Álvaro en ese momento no le preocupaba el estilo. “Es mejor hacer esto acostado” es una frase dirigida a Tedi, y a ella le está diciendo: no temas, cuando te llegue tu hora verás que también la muerte se hace, se hace como cualquier otra cosa, como hemos hecho nuestro amor y nuestros libros. ~

Texto leído durante el homenaje póstumo a Álvaro Uribe en el 70 aniversario de su nacimiento, el 21 de mayo de 2023 en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.

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